Edvard
Munch (1863-1944), se rodeó siempre de escritores, pero sin embargo
muy pocas veces se dedicó a escribir sobre su obra, y su aislamiento
en muchos momentos de su vida, especialmente en su última época,
le mantuvo alejado de los que se hubieran querido acercar a la pintura
del noruego.
Sin embargo, sí que nos han llegado escritos suyos, y el primero
que hay que destacar es el que afirma que 'El arte es lo contrario
de la naturaleza [Nota
1]'.
Un comentario así bastaría para echar abajo el estudio
que me propongo hacer, pero habría que analizar lo que quiere
decir Munch en esta frase que, lógicamente, va más allá
de lo que parece en un principio. Y lo primero sería aclarar
lo que Munch entiende por Naturaleza.
La Naturaleza es para Munch todo aquello que nos rodea, es decir, tanto
lo físico como lo que no podemos percibir, tanto lo concreto
como lo abstracto, tanto el mar, el sol o la luna como sus misteriosas
fuerzas insondables. En palabras del propio artista, 'La naturaleza
no es sólo lo que es visible para el ojo –muestra también
las imágenes interiores del espíritu-, las imágenes
que se hallan atrás de la vista [Nota
2]'.
Esta naturaleza influye con todo
su poder sobre el inexorable destino del hombre. Y, si entendemos ahora
hombre por Edvard Munch, éste tiene como único medio de
enfrentarse a ella el arte, tal vez en la idea de que
la expresión pictórica del terror provocado por los elementos
hace una suerte de exorcismo que le permite liberarse de tales pulsiones.
Para Munch la Naturaleza son los árboles, los paisajes,
el mar, los astros, los ríos, fiordos, etc., pero estos elementos
también conllevan una carga simbólica y casi mística,
en un sentido sublime cercano a la pintura de Friedrich, que
hace de cada cuadro un conjunto de unidades que forman parte de un todo,
la Naturaleza.
Como vemos, estamos ante una concepción casi religiosa de los
motivos naturales, y tal vez el artista se encuentre influido en este
aspecto por el carácter profundamente religioso de su padre,
aunque, claro está, de un modo radicalmente distinto.
Forman parte también de esa Naturaleza munchiana abstracciones
tales como la Muerte o la Enfermedad, presentes en su vida desde su
infancia. Esto no es de extrañar, si tenemos en cuenta que desde
niño ya sufrió las consecuencias de la tuberculosis en
la carne de su madre, que murió de esta enfermedad en 1868 –Munch
tenía cinco años-, y en la de su hermana, fallecida igualmente
en 1877. Junto a todo ello, se sitúan el amor y el sexo como
vehículos del destino humano que es la muerte, siempre presente
y ‘perceptible’ en la vida del hombre.
Por tanto, la Naturaleza fue representada por Munch en una abrumadora
mayoría de sus cuadros, de una manera o de otra, fácticamente
o en forma de símbolo.
El tema era muy frecuente en la pintura nórdica, con un naturalismo
frío y falto de creatividad contra el que Munch se levantó,
primero tratando de aplicar las técnicas impresionistas, y luego
evolucionando hasta llegar a una fuerza expresiva sólo conseguida
antes por Van Gogh.
El drama humano alcanza con Edvard Munch las más altas
cotas de expresión artística. El academicismo imperante
en Noruega hizo que surgiera una bohemia en Cristianía (antiguo
nombre de Oslo) que, con figuras de la talla de Ibsen o Strindberg,
reaccionaría contra lo establecido con el resultado de una revolución,
que sería uno de los afluentes del gran río que desembocaría
en la vanguardia artística. Así, Munch se situaba como
un claro precedente del expresionismo alemán y proyectó
su pintura hacia el futuro. Pero lo hizo como los grandes artistas (Manet,
Picasso), sin olvidar la tradición romántica que traía
tras de sí, ni sus orígenes nórdicos.
Se dan cita en la pintura de Munch, por tanto, desde el romanticismo
místico de Friedrich, hasta una línea expresionista con
no menos fuerza que la de un Kirchner o un Nolde, pasando por el paisajismo
y las escenas rurales y cotidianas de la pintura tradicional nórdica,
constituyendo un nuevo cóctel pictórico que acaba con
el siglo XIX y comienza con el XX.
Como dijo el propio pintor, ‘Estoy seguro de que ninguno de esos
pintores apuraron el tema hasta la última gota de amargura como
yo lo hice [Nota 3]'.
Y, acerca del auge de la fotografía, ‘La cámara
fotográfica no podrá competir con el pincel y la paleta
mientras no pueda utilizarse desde el cielo y desde el infierno’.
ELEMENTOS SIMBÓLICOS DEL PAISAJE
Entre los elementos que se van
a analizar, destacan el sol, la luna y el mar, pero también aparecen
en la pintura de Edvard Munch otros como los árboles, los bosques,
las rocas junto al mar, etc.
El sol juega un papel particularmente importante, y es que el atardecer
es el ambiente que marca la escena en muchas de las obras. Ya Strindberg
hablaba del mar como ‘devorador de soles’. El propio autor
teatral realizó una serie de poemas en prosa sobre Munch para
la Revue Blanche, donde podemos leer:
Crepúsculo: el sol se pone,
el manto de la noche
desciende, el crepúsculo transforma a los mortales en
espectros y cadáveres en el preciso instante en que
regresan a casa para envolverse en las mortajas de sus
camas y abandonarse al sueño. El sueño, esa apariencia
de la muerte que regenera la vida, esa capacidad para
sufrir creada en el cielo y en el infierno [Nota
4].
Por tanto, el atardecer es el
momento que separa la Noche del Día, que simbólicamente
asociamos con la Vida y la Muerte. La concepción del sueño
que Strindberg extrae de los cuadros de Munch podría estar presente
en la memoria de Picasso alrededor de 1925, cuando éste comienza
a mantener contactos con los surrealistas.
Es por tanto el atardecer un momento simbólico en el cual los
seres humanos cambian de aspecto, convirtiéndose en seres fantasmagóricos
que sobrecogen al espectador por su falta de vida. La muerte se va abriendo
hueco entre ellos, la Muerte es uno de ellos, y está presenta
en cualquiera de los paseantes de la avenida Karl Johan, o
en los personajes que pueblan la composición del cuadro Angustia.
Además, el atardecer
tiene connotaciones psicológicas, y Munch representa en sus atardeceres
‘retratos’ donde las mejores pinceladas expresivas las consigue
en el paisaje. Así, por ejemplo, los rasgos psíquicos
de la hermana del artista en Noche de verano (Inger en
la playa, 1889) se pueden apreciar mejor en los elementos que rodean
a la figura, que en sus gestos o expresiones físicas. Más
de lo mismo sucede con Atardecer. Laura, la hermana del
artista, de 1888, que podemos contemplar en el Museo Thyssen.
Ambos están protagonizados por sus hermanas. En el primero de
ellos, Inger aparece sentada sobre unas rocas junto al mar, en actitud
pensativa, vestida de blanco y con un sombrero en la mano.
En el cuadro del Thyssen, aparece
la hermana de Munch en el lateral izquierdo, dejando el espacio central
vacío de objetos para acentuar la soledad y el aislamiento de
la figura. Además, su mirada atraviesa toda la superficie del
cuadro, pasando de un extremo a otro, fija en un punto que queda al
otro lado, y que no vemos. Se trata del mar, que ‘absorbe’
su mente y actúa sobre ella con un poder sobre natural. Al igual
que el artista, Laura tenía serios problemas psicológicos,
cayendo frecuentemente en grandes tormentos depresivos. Se trata entonces,
tal vez, de una especie de ejercicio de exorcismo ante la depresión,
algo que no le sirvió de nada, ya que su hermana permaneció
los últimos días de su vida en un sanatorio para enfermos
mentales.
En los dos cuadros, las figuras se encuentran a un lado, y cruzan su
vista hacia el otro, hacia un lugar que no podemos ver, pero que probablemente
se trate de un punto imaginario. Tiene la vista perdida, se encuentran
absortas en sus pensamientos, y nada parece distraerles.
Los elementos naturales, como
ya se ha dicho, forman parte, más que del paisaje, de la psicología
de los personajes. En el caso de Inger, las grises rocas acentúan
la soledad del paisaje, y el poder de atracción del mar, en calma,
hace hincapié en el carácter melancólico, en la
tristeza y en la soledad del personaje. En el de Laura, el
hecho de que existan más elementos en la composición no
hace que la protagonista esté más acompañada, ya
que parece estar encerrada en sí misma, en su profunda tristeza.
Y aquí Munch retrata a su propia hermana con el mismo sentimiento:
la melancolía, otro de los ingredientes de la iconografía
munchiana. Al fondo hay dos personajes de escasa importancia, haciendo
una labor que no advierte Laura. Ella mira al mar, en su ansia por escapar
de todos sus males, y no es de extrañar que la idea del suicidio
apareciera ya en este cuadro. La casa, a sus espaldas, mantiene una
puerta abierta, pero es una puerta abierta hacia la oscuridad, marcada
por el implacable negro, del que su mirada huye. Junto a la casa hay
un grupo de árboles que surgen también de la oscuridad.
Es el jardín de los Munch, que participan del tono gris del cielo,
que parece vaticinar tormenta. A todo ello se le contrapone el color
verde, de un tono bastante impresionista, pero que no consigue eliminar
el aspecto triste del conjunto.
Las enfermedades psicológicas
fueron una de las constantes en la vida y en la obra de Munch, que incluso
llegó a ser ingresado en un hospital para enfermos mentales.
Pero hay que tener en cuenta que para el artista, la enfermedad era
un motivo para pintar, y por lo tanto era algo que si perdiese, su obra
se vería resentida, al faltarle el ‘sustento’. Él
mismo afirmó que ‘No hay sabiduría profunda sin
la experiencia de la enfermedad, y la mayor salud debe alcanzarse a
través de ella’, entendiendo su pintura como un acto de
purificación ante la amenaza de la enfermedad.
Es
decir, que esa locura de Munch tenía algo de pose, como
lo demuestra una anécdota que tuvo con su médico, el doctor
Schreiner, quien pretendía curarle su insomnio y su neurosis:
‘(…) encontró que el artista se le resistía
del modo más resuelto. Tenía miedo de perder el impulso
de su voluntad artística. Esto era intolerable. Munch hizo un
dibujo de sí mismo como un cadáver tendido con el tórax
abierto en una mesa de disección delante del doctor Schreiner,
una ‘lección de anatomía’, como si dijéramos,
pero también un signo de grandeza mental, porque ¿cuánta
gente tiene el coraje no sólo de ver la verdad sino además
la fuerza para representarla? [Nota
5]'.
Volviendo al Sol, como
uno de los elementos más repetidos en la pintura de Edvard Munch,
vemos cómo va adquiere unas connotaciones bastante desagradables
en las obras del noruego.
Desde sus comienzos como pintor, Munch realizó paisajes en los
que el sol tenía un papel preponderante, aunque nunca protagonista.
Es un ente cuya omnipresencia lo baña todo, como una especie
del gran ojo que todo lo ve, y que influye sobre todo lo que hay bajo
él.
En la mayoría de los casos, el sol responde a un esquema bastante
simple como es un círculo que, situado por encima del mar, se
refleja en este y llega a tierra, en un línea gruesa del mismo
color del sol, ya sea rojo (el más frecuente), o amarillo. El
resultado es de un efecto muy expresionista, acompañando a los
personajes que se sitúan a orillas del mar, con expresiones que
van desde la melancolía hasta la profunda tristeza y el puro
dolor casi-físico.
Ese esquema irá evolucionando
en la obra de Munch hacia otro donde el gran círculo se sitúa
sobre una especie de T que es el reflejo del sol en el mar, y así
se convertirá simbólicamente en la cruz, en la muerte
que rige el destino de los hombres.
La mujer, como la luna y el
sol, cumple su destino biológico. Es un elemento más de
la naturaleza, que tiene una función que desempeñar. De
hecho, la asociación de lo femenino con lo natural se repite
a menudo en el arte de fin de siglo, y en Munch lo vemos por ejemplo
en esa representación antes analizada de las tres fases de la
vida.
Además, estas fases están relacionadas con la maternidad
–como resultado también del sexo-. En madre e hija,
de 1897, las dos figuras se enmarcan en un paisaje que es una enorme
mancha verde, coronada por la luna llena, que media en esta obra entre
la juventud y la viudedad. La gran mancha negra que forma el vestido
negro de la mujer de la derecha parece que es tragada por el verde del
paisaje. Y la Luna, elemento asociado con lo femenino desde tiempos
inmemoriales, domina la escena desde su lugar en el cielo, como un gran
ojo que vigila para que todo funcione según los rígidos
arbitrios de la Naturaleza.
Para el artista, la muerte de
su madre y de su hermana fue algo que marcó su vida, su carácter
y, por lo tanto, su pintura.
El árbol y el bosque
Si en Las tres edades de la mujer la evolución de la
vida lleva desde la luz hasta la plena oscuridad y el dolor, el bosque
juega un importante papel simbólico en ello, ya que es comparado
con la penumbra o la noche, donde se produce el baile orquestado por
el sexo y la muerte. Así es representado en obras como A
través del bosque, donde un hombre y una mujer se dirigen
hacia el negro espesor que forman los árboles, hacia un lugar
misterioso donde las fuerzas de la naturaleza cumplen sus más
oscuros destinos. De ahí la forma del bosque como una gran mancha
marrón, y de los árboles con ramas dispuestas significativamente
dándoles forma de cruz, al igual que en la Pareja en la playa,
de 1906-07, donde un hombre y una mujer se abrazan a la sombra de dos
árboles en forma de cruz.
Este mismo sentido tiene el
gigantesco árbol que da la nota sombría a las Muchachas
en el puente (1901), formando un gran espacio en un verde oscuro
que casi eclipsa al sol, y cuya sombra sobre el río parece acercarse
siniestramente hacia las jóvenes, que simbólicamente están
vestidas de blanco (pureza), rojo (sangre, pecado) y verde (muerte).
En otros casos, el árbol
es representado como símbolo fálico, a menudo cortado
en una representación de la castración, y también
de la muerte:
En la representación
de la muerte, es notable la semejanza con artistas puramente fin de
siglo como Arnold Böcklin o Jean Delville. En estos, la muerte
aparece en los cuadros con cuerpo, y no es algo que se percibe pero
que no se ve en los seres animados, como sucede en Munch. Esta sería
la gran diferencia: si Delville o Böcklin pintaban la Muerte, Munch
sólo aludía a ella como presencia no física.
LAS TRES EDADES DE LA MUJER
Otro de los puntos clave de la obra de Munch es la naturaleza humana,
entendida como masculina, ya que la mujer responde más a los
designios naturales que a los humanos.
Munch representa el tema de las tres edades de la mujer, en
obras como la que lleva el mismo título, de 1894, o en La
danza de la vida (1899), que no por casualidad asocian la existencia
humana con tres posiciones distintas de un mismo baile.
El tema ya lo habían
desarrollado artistas como Grien en Las tres edades de la mujer
y la muerte -entre otros- donde representa a la mujer en su más
tierna infancia, luego en su auge de belleza, y más tarde en
su madurez, que entra en escena desde la izquierda tratando de evitar
lo irremediable, el paso de la muerte, reloj de arena en mano. Aquí
la idea principal es el carácter efímero de la belleza,
lo que supone una desagradable reflexión sobre la naturaleza
humana [Nota 6].
La relación de la belleza con la muerte también interesa
a Munch, por la asociación con el sexo, que no es sino otro de
los vehículos mediante el cual el hombre es asesinado por la
mujer. Más tarde retomarán el tema los surrealistas comparando
a la mujer con la mantis religiosa, entre otras. No es sino la evolución
del mito de la femme fatale, que subyugaba a los artistas de
fines del siglo XIX [Nota 7].
En Las tres edades de la
mujer (1894), vemos una evolución de izquierda a derecha,
desde la virgen a la viuda, pasando por la pérdida de la virginidad,
y el sexo como factor clave en esos cambios de estadio. La figura de
la izquierda, de cabellera rubia y con pose amable y dulce, dirige la
vista hacia fuera del cuadro, evitando la mirada del espectador, y dando
la espalda a lo que serán sus siguientes etapas. Además,
recibe la luz del sol de cara y se encuentra mirando hacia el mar con
la despreocupación de la adolescencia.
Mira
hacia el mar, como si estuviera de alguna manera en contacto con lo
que allí hay –probablemente el sol-, y es de allí
de donde procede la luz interior del cuadro. No mira hacia la escena,
ya que no conoce lo que le sucederá después. Está
en la orilla, con un ramo de flores entre sus manos, tal vez símbolo
de su virginidad e inocencia.
La siguiente mujer ya se encuentra en otro ambiente, entrando en algo
así como la oscuridad del bosque. Lo que antes era la luminosidad
de la playa, ahora es sólo penumbra, y cada vez será mayor.
La luz baña su cuerpo lateralmente, y su desnudez, de anchas
caderas, es claramente obscena y morbosa, ofreciéndose al espectador
como la Olympia de Manet. Sus piernas están semiabiertas,
dejando ver el tronco sobre el que se apoya, como un símbolo
fálico, y en algunas versiones el tronco se convierte en una
cruz, con lo que podemos establecer un puente con obras posteriores
como La danza de Picasso, al estar la figura desnuda crucificada.
Por último, está la que sería la viuda, totalmente
de negro, y con la cara de unos tonos verdosos, semejante a una calavera.
Su rostro es inexpresivo, hierático, y esconde sus manos para
eliminar cualquier gesto.
Junto a esta última, un hombre se lleva mano a la cabeza en ademán
de lamento. Es la víctima de la mujer, quien sufre las consecuencias
de una Naturaleza cruel que se corresponde con la esencia de lo femenino.
Estas dos figuras, separadas por un árbol que pasa a primer plano,
como para remarcar la distancia psicológica entre ambas, están
vestidas de negro, y una gran mancha de sangre cae desde la altura de
los genitales hasta el suelo. Los árboles juegan aquí
el papel de simular quizá los barrotes de una celda, una cárcel
que el hombre tiene que soportar hasta su muerte.
En otras versiones de la misma obra aparece el sol reflejado en el mar,
y la tercera de las mujeres con una cabeza masculina entre sus manos.
Por su parte, en La Danza de la vida vemos de nuevo las tres
etapas biológicas, en las que se va avanzando mediante un baile
de parejas. El sentido general provoca un efecto de angustia al que
podemos añadir el de un éxtasis entre místico y
sexual. De hecho, se ha puesto en relación el cuadro de Munch
con las versiones que hizo el sueco Anders Zorn, en la década
de 1890, de las danzas báquicas escandinavas
de la noche del solsticio de verano [Nota
8].
En cuanto a las figuras, la
primera de ellas es prácticamente igual a la del cuadro anterior,
solo que acentuando ese carácter inocente, amable e infantil
con las flores del vestido y las que se acerca a recoger. Del mismo
modo, la central pasa de tener el pelo rubio a rojizo, y en lugar de
tratarse de una mujer oferente, se ha convertido en un símbolo
de la pérdida de la virginidad, con su vestido rojo, más
parecido a una mancha de sangre que a una tela.
Es en esta etapa cuando los rostros se vuelven máscaras, o más
bien calaveras, y el siguiente hombre se vuelve un ser obsesivo que
abraza ansiosamente a la mujer, y esta intenta escaparse de sus brazos.
La vida y la muerte se convierten en dos elementos cuyas fronteras se
estrechan, y no sabemos distinguir qué es vida y qué es
muerte. Esto viene provocado por el sexo, factor decisivo en esta conversión
de seres humanos en espectros inanimados, como los
que se cruzan con el espectador en Angustia (1894) o Atardecer
en la avenida Karl Johann (1892).
La última figura, de negro (luto), ya no es la mujer hierática
y cadavérica, sino que acepta su destino con pesar y desolación.
Ahora la mujer es también víctima de su propia naturaleza,
en palabras de Rosenblum, desde el estado de cándida virginidad
(blanco), pasando por el de la plenitud sexual (rojo), hasta la macilenta
consunción (negro), en el cumplimiento de su sino biológico.
Tal sino biológico viene acompañado por el paisaje, que
de nuevo ejerce de telón de fondo a la escena. La hierba sobre
la que se está gestando la danza forma una especie de manto verde
que produce un fuerte contraste con el vestido rojo de la figura central,
haciendo que el efecto de los colores sea más agresivo, a la
par que simbólico.
En la parte izquierda del cuadro, por donde pisa la ‘virgen’,
hay flores, de nuevo una alusión al candor de la infancia y la
preadolescencia. Estas flores se repiten en los motivos decorativos
de su vestido blanco, y si tapamos el resto del cuadro quedándonos
con esta figura, vemos en él una intención por representar
de alguna manera la belleza, la belleza física, asociada –como
siempre en Munch- a la infancia y a la inocencia, algo que inescrutablemente
se va perdiendo conforme se va abriendo hueco la madurez del hombre
y de la mujer. Y esa belleza servirá también de contraste
para los rostros cadavéricos que vendrán posteriormente.
Relacionado con el tema de las tres edades de la mujer, hay que señalar
que los ciclos lunares coinciden con los ciclos menstruales, con lo
cual hay otro dato que nos lleva a una interpretación de la obra
en términos de vida, sexo y muerte, a través
de figuras femeninas, con los dos grandes astros haciendo de directores
de esta gran escena. Y así se muestra en esta obra de 1899-1900,
con el sol, probablemente ese sol de medianoche tan característico
de los países nórdicos, cuyo ocaso nunca llega.
EL GRITO DE LA NATURALEZA
Para terminar, me gustaría dedicarle un espacio a la obra más
conocida de Munch, El grito, de 1893. Y no es casualidad que
se trate de su obra más difundida, ya que resume todas las características
del pinto noruego.
El propio Munch describió
la escena en la que él es el protagonista: ‘Iba caminando
con dos amigos por el paseo –el sol se ponía- el cielo
se volvió de pronto rojo –yo me paré- cansado me
apoyé en una baranda –sobre la ciudad y el fiordo azul
oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego –mis amigos
continuaban la marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar
temblando de miedo- y sentía que un alarido infinito penetraba
toda la naturaleza [Nota 9]'
Esta frase, al igual que El grito, puede resumir toda la obra
de Munch, y en particular los elementos analizados en este estudio.
La escena se sitúa en un paseo junto al mar, con una barandilla
que traza una diagonal muy agresiva visualmente que incide en la angustia
provocada por el cuadro . Pinceladas azul eléctrico y naranja
hacen que el contraste de colores intervenga en ese fuerte efecto d
atracción que produce el cuadro sobre el espectador.
Sobre la cabeza del personaje, el mar hace unas formas curvas que parecen
ser el mismo grito o sus pensamientos, que fluyen como las corrientes
del mar, en una pincelada ‘gestual’ de un intenso carácter
dramático. En el mismo mar se encuentra unas pequeñas
embarcaciones que nos recuerdan a aquél Impresión
sol naciente fundador del impresionismo. Ejercen la función
de engrandecer la gran masa de agua. Queda así la actividad del
hombre reducida al mínimo, ante la inmensidad de la naturaleza.
Por su parte, el cielo toma el color rojo del sol, con algunas pinceladas
de amarillo y unas finas líneas azules. Las ondas creadas por
esas capas de color absorben la mente del personaje, como si le dejaran
hipnotizado ante la fuerza natural, casi divina.
Pero, como dice el propio Munch, sus amigos siguieron adelante, no percibieron
nada. Sólo él vio tal manifestación de la Naturaleza.
Sólo el loco, solo el alcohólico, sólo
el artista.
Bibliografía