La base ideológica del arte
egipcio está dominada por la creencia en la vida eterna, de ahí
que los dos monumentos más prolíficos sean las tumbas
y los templos. El templo, al decir de sus inscripciones, es 'la casa
de piedra' que los faraones construyen para sus divinos padres. Al contemplarlos,
nos producen precisamente esa sensación de eternidad que tanto
les motiva.
Los primeros templos aparecen en los conjuntos funerarios, junto a las
pirámides. Poco a poco su estructura evoluciona adquiriendo forma
tripartita. El peristilo o patio abierto con columnas por los lados
y al fondo, salvo en la época saíta, seguido del hipostilo
o sala de columnas totalmente cubierta con la nave central más
elevada que las restantes, salvo algunas excepciones, y, al fondo, el
santa-santorum o sala rectangular donde se venera la divinidad. Una
vez construido determinado templo, cada generación siente la
necesidad de ampliarlo y enriquecerlo. Las distintas salas se multiplican
y se construyen otros templos secundarios, a semejanza de las capillas
de los templos cristianos. Como consecuencia de este proceso surgen
conjuntos monumentales de grandes proporciones, a veces comunicados
por inmensas avenidas. Hay que decir que el templo como construcción
autóctona, independiente de tumbas o pirámides, pertenece
fundamentalmente a los Imperios Medio y Nuevo.
Del Imperio Medio o Tebano,
dinastías XI-XII, llamado así por tener la capital en
Tebas, han quedado muy pocos restos arquitectónicos. A partir
de finales de la dinastía XI, Mentuhotep II, primer faraón
que reina en Egipto tras la unificación, después del primer
periodo intermedio, construye una obra original y novedosa en el Deir
al-Bahari, lugar famoso al pie de la cordillera líbica que
allí forma un acantilado en forma de seno o bahía, dedicado
a la diosa Hathor. El lugar es árido, sin ninguna vegetación,
pero la sombra del acantilado por la tarde lo convierte en el sitio
más agradable de los alrededores de Tebas. El nombre árabe
es moderno y significa 'convento blanco'. Desgraciadamente el impresionante
conjunto funerario ha llegado a nosotros completamente ruinoso. La edificación
da la impresión de haber sufrido modificaciones deliberadas en
su traza. La cualidad más sobresaliente es la búsqueda
de una perfecta integración en el paisaje y, a pesar de su impresionante
grandeza, la estructura carece de unidad arquitectónica. Constaba,
siempre según reconstrucciones, del templo del valle, de calzada
ascendente, patio y templo funerario. Del primero no queda nada. La
calzada de unos 35 metros de anchura y 1.200 de longitud, se eleva hasta
el patio del templo. Una rampa extraordinariamente ancha se levanta
desde el patio del templo hasta la segunda terraza, en la cual se situaba
el centro del conjunto, el templo funerario. A derecha e izquierda de
la citada rampa, había plantado sicomoros y tamariscos en profundos
pozos excavados en la arena del desierto. En el interior del templo,
la sala hípetra, cuadrada, era un bosque de columnas verdaderamente
exuberante, continuaba con un patio más estrecho, parcialmente
techado y con pilares, detrás del cual, aparecía la sala
hipóstila excavada dentro de la pared rocosa. A lo largo de sus
lados, se habían labrado nichos para seis princesas. El lugar
donde debía descansar la momia de Mentuhotep no se conoce con
absoluta certeza, pero el monumento funerario da la impresión
de un enorme templo porticado cuya exhibición exterior de columnas,
no parece estar muy de acuerdo con la mentalidad egipcia.
Alrededor del templo funerario de Mentuhotep
se extiende la necrópolis de los funcionarios de la dinastía
XI. Las tumbas cavadas en la roca, han sido violadas, utilizadas nuevamente,
y habilitadas, más tarde, por los coptos. No suelen estar decoradas
y se encuentran, en general, tan estropeadas, que es difícil
estudiarlas. La mejor conservada es la del visir Daga.
Ciertamente es en el Imperio Nuevo, que comprende las dinastías
XVIII, XIX y XX, cuando conocemos mejor a la arquitectura egipcia, gracias
a los innumerables templos cuyas imponentes ruinas se escalonan a lo
largo del Nilo, desde la tercera catarata, hasta el Delta.
De una belleza salvaje y grandiosa, mundialmente conocido, es el llamado
Valle de los Reyes, situado al oeste de Tebas. Su entrada se
encuentra casi frente a Karnak. Allí, los monarcas se hicieron
cavar hipogeos. Las reinas y los príncipes muertos en edad temprana,
eran enterrados en otro valle llamado Valle de la Reinas, situado
un poco más al sur que el anterior.
Pero
es en el grandioso marco de Deir el-Bahari que Mentuhotep ya había
elegido para construir su templo, donde la reina Hatshepsut,
(1473-1458 a C.) hizo construir su monumento funerario 500 años
después. Teóricamente en el Imperio Egipcio, el rango
y título del Faraón solamente podía ser asumido
por un hombre. Esto explica por qué las estatuas muestran a Hatshepsut
en forma de varón, con barba postiza y el klatf de los faraones.
Sólo el rostro revela su encanto femenino. Estuvo casada con
su hermanastro Tutmosis II. Al morir este, Tumosis III, hijo del Faraón
y una concubina, se convirtió en el sucesor. Al principio, Hatshepsut,
gobernó como regente, el heredero era demasiado joven, pero más
tarde se proclamó soberana de los dos países, con el apoyo
político de los sacerdotes de Amón y reinó veinte
años. No ha sido tratada demasiado bien por los egiptólogos.
Algunos la han considerado una mujer vana, ambiciosa y sin escrúpulos,
que no se preocupó por conquistar Asia. Su carácter, verdaderamente,
no era el de un conquistador y en este sentido, si se la compara con
su antecesor y su sucesor, eminentemente guerreros, no sale favorecida.
Su actitud ante la vida era distinta, profundamente femenina. Más
que jefe militar fue protectora de las artes. Anhelaba la paz y luchó
por ella de otra manera. Esto lo ponen de manifiesto los hermosos relieves
de las columnatas de su templo. Indudablemente Hatshepsut era vanidosa
como lo confirma el conjunto de el Deir el-Bahari que tiene un sólo
tema, ella misma. Sintiéndose hermosa o, al menos favorecida,
hizo colocar estatuas por todas partes y en todas las posiciones. Pero
sus representaciones están tratadas con tal calidad escultórica
que no producen irritación. Su reinado estuvo dominado por un
arquitecto, Senmut, administrador de Amon y supervisor de todas las
obras. En este caso, hubo estrecho acuerdo entre arquitecto y cliente,
entre los que existía afinidad espiritual y corporal. Con su
fuerte imaginación conceptual, Senmut, supo dar forma, dentro
de los límites de una tradición poderosa, a algo que dormía
en la mente de Hatshepsut. Tuvo la gran intuición de explotar
al máximo el gran abanico de rocas color ocre que se despliega
por detrás del valle. Los antiguos lo llamaron Djeseru 'el más
espléndido de los espléndidos'. La concepción del
monumento era revolucionaria. Pero quienes han percibido un eje horizontal
en el Deir el-Bahari no parecen tener razón, por ser contrario
a la mentalidad egipcia que orienta sus monumentos verticalmente. Lo
que se presenta ante nosotros como construcciones planas, son pausas
en un camino que asciende eternamente.
El Templo de Hatshepsut, vuelto a oriente, se compone de una
serie de vastas terrazas, algunas de ellas excavadas en las rocas, situadas
a diferentes niveles y rodeadas cada una de ellas de pórticos
de diferentes pilares con rampas entre unas y otras. Sobre las dos terrazas
inferiores, muy estrechas, se habían construido a los lados de
la rampa de acceso, largas galerías cubiertas, sostenidas por
pilares cuadrados y por columnas de 16 aristas que Champollion, egiptólogo
francés (1790-1832), que tanto lo admiraba por la belleza de
sus líneas, lo definió como protodórico. Ciertamente
lo sugiere. Ofrece una impresión de solidez, sobriedad y elegancia.
Revela maestría en el tratamiento del espacio, adaptación
a un paisaje amplio y una gran independencia arquitectónica.
Nunca volvería a lograr la arquitectura egipcia un dominio de
las relaciones espaciales tan majestuoso y tan hábil, al mismo
tiempo.
Los arquitectos de la dinastía
XVIII construyeron templos llenos de elegancia y gracia, como el Templo
de Luxor, a orillas del Nilo. Es difícil imaginarse hoy,
al llegar a Luxor, que antiguamente se encontrara allí la gran
ciudad de Tebas, por siglos, capital del Imperio Egipcio. En Luxor solo
es testigo del pasado esplendoroso, el magnífico templo. Está
unido al Templo de Karnac por la larga avenida de las esfinges,
hoy no visible del todo. Es ciertamente una de las obras más
logradas y típicas de esa época. Costruido por Amenofis
III (1390-1352 a. J.) y reformado por Ramsen II, después, a través
del tiempo, ha sufrido otras muchas reformas. El templo fue dedicado
al dios Amon-Ra. Todo el conjunto presenta un plano unificado, desde
el patio hasta los santuarios protegidos por sala hipóstila,
abierta al frente, con cuatro hileras de ocho columnas cada una. Ante
el pilono del templo existían dos obeliscos, uno de los cuales
se encuentra en la plaza de la Concordia en Paris, desde 1836. El otro
se encuentra en su emplazamiento original.
Se sabe que durante las dinastías XI y XII, empezaron la construcción
del Templo de Karnak de esta época sobrevive el kiosco de alabastro
de Senosert III.Visitar el Templo de Karnak, es volver a cada paso con
el tiempo, puesto que al núcleo principal del templo cada uno
de los faraones añadió sus obras. El gran Templo de Karnak
se expandió en dos direcciones. Su entrada fue progresivamente
adelantándose hacia el Nilo. Se construyeron nuevas puertas,
unas tras otras. Sus pilonos crecieron como las secciones de un telescopio.
La altura del último pilono tolemaico nos recuerda un antiguo
rascacielos de Chicago. La segunda dirección, se prolongó
hacia el sur, con cuatro pilonos, orientados hacia el templo de Mut,
consorte de Amón. La admirable sala hipóstila, a pesar
de sus 134 columnas, que llegan hasta los 21 metros de altura y 4 metros
de diámetros, no dan ninguna impresión de pesadez.
El templo de Tell al-Amarna,
templo de Atón, fue obra de Amenofis IV, dinastía
XVIII, sucesor de Amenofis III. Su reinado ha pasado a la historia envuelto
en un halo de controversias debido a las transformaciones culturales
y religiosas que se llevan a
cabo. El reinado de Amenofis IV duró apenas veinte años,
manifestándose en él una verdadera revolución religiosa
al sustituir el culto de Amón por el de Atón. La religión
de Amón era demasiado exclusivista de Egipto en un momento de
máxima expansión territorial en Asia y de unión
interracial. Con el fin de dotar al crisol de pueblos que vivían
en sus fronteras de un dios único y válido para todos,
Amenofis IV eligió el disco solar como el dios de una nueva religión,
llamándole Atón. Fue el faraón que sustituyó
el politeísmo de la religión tradicional, por el culto
monoteísta al dios Atón. Amenofis IV venerará al
dios solar tanto en Heliópolis como en Gizeh, incluso en Karnac
levanta un obelisco en honor al dios solar. A pesar de todas estas iniciativas,
la divinidad principal en Egipto sigue siendo Amón, el dios de
Tebas, representado con forma humana. Cambió su nombre de Amenofis
IV por Akenaton, 'amado de dios', e hizo construir una capital en el
lugar actual llamado Tell el-Amarna. Se casó cuando era príncipe
con Nefertiti. Tras la muerte de Akhenatón, las cosas volvieran
a su cauce, no por los siglos de tradición anteriores al faraón,
sino porque su reforma religiosa fue un fuerte impacto en las estructuras
políticas y económicas.
El Templo de Tell el-Amarna, está circundando por un recinto
rectangular de 800 metros de la un pabellón con columnas, seguido
de tres patios, una sala hipóstila y un santuario. El-Amarna
es significativo no sólo por su extensión y antigüedad,
sino por haber sido escenario de una de los episodios más interesantes
de la historia del Antiguo Egipto. Sorprendente es el estado de conservación
de algunas de las piezas que se han extraído, como ejemplo podemos
destacar los bellísimos bustos de la reina Nefertiti conservados
en Berlín y en el Museo Egipcio de El Cairo.
En la dinastía XIX predomina el gusto por el colosalismo, felizmente
corregido por un sentido extraordinariamente vivo de las proporciones
armoniosas. Representativo de esta época es el Templo de Abu-Simbel,
está situado en el sur de Egipto, a trescientos veinte kilómetros
de Asuán, totalmente excavado en la roca. Es la más bella
y caprichosa construcción del más grande y caprichoso
faraón, Ramsés II. (1279 a.C.-1213 a.C.). Fue un
desafío para los arquitectos del faraón, como lo fue unos
tres mil años más tarde para los ingenieros del mundo
entero que debían salvarlo de las aguas del Nilo, en la construcción
de la alta presa. El problema en este caso, tampoco era sencillo. Se
escogió un proyecto sueco, basado en la remodelación de
la masa rocosa sobre los monumentos, el corte de estos en varias partes
y su sucesiva recomposición en una plataforma situada a un nivel
superior. Interiormente se distribuye como los grande templos: un patio,
este no tiene columnas sino pilastras, sala hipóstila y santuario
con cuatro estatuas. En el exterior aparecen cuatro estatuas de Ramsés
II de tamaño colosal, mirando al río como símbolo
de fuerza. En forma de un impresionante cuarteto de centinelas que vigilan
la entrada de los barcos en las tierras del faraón. Otro templo
del complejo es el de la diosa Hathor, dedicado a su amada esposa Nefertari,
siguiendo aproximadamente la misma distribución. En su interior,
los seis pilares de la sala hipóstila están coronados
con los capiteles de Hathor y las paredes adornadas con magníficos
relieves.
Para hacer justicia a la estructura
del templo egipcio tenemos que aceptar el predominio de la influencia
del rito sobre el dogma. El dogma implica el predominio de una ley.
Dos o más leyes incoherentes no pueden coexistir. Y es que los
egipcios si bien fueron los primeros en lograr la máxima exactitud
en el campo de la matemática geométrica, la lógica
no entró en los ritos religiosos. Las incoherencias y vaguedades
no preocuparon al espíritu egipcio. Detrás de ello se
hallaba el vivo deseo de disponer de muchos modos de establecer contactos
con lo invisible sin la limitación de leyes dogmáticas.
Es un reflejo, tal vez, del destino, nunca estable, al cual todo ha
de someterse.
Bibliografía
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- BARRY J. KEMP, El Antiguo Egipto.
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- BLANCO FREIJEIRO, ATONIO. Amarna.
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- LARA PEINADO, FEDERICO. Diccionario
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Egipto. Ed. Akal, S.A. Madrid.1996
- PIJOAN, José. Summa
Artis. Arte Egipcio, Volumen III. Espasa Calpe.Madrid.1992.
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Para
saber más
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DATOS
DE LA AUTORA:
Remedios García Rodríguez, Profesora
de Educación, Licenciada por la Universidad Complutense de Madrid
(1968), Licenciada en Psicología por la Universidad Pontificia
de Salamanca (1969), Master en Psicología por la UNED de Madrid
(2000). Inspectora de Educación en las Autonomías de Euskadi
y Andalucía desde 1980. Redactora de Homines.com.