México
ha sido capaz de casi todo a lo largo y ancho de su historia, siglos
de realidades, máscaras y sueños, una aventura arrancada
de su garganta, de la viva presencia de sus muertos.
Aventura y misterio conjugan México, como la Gran Noche Triste
de Hernán Cortes, el puente trazado hacia la conquista, fundación
y modernidad. Nació de la esperanza de la muerte y del dolor
que hasta hora le recorre los huesos, las vértebras, al dolor
mexicano, que se mezcla con el canto, los ritos inacabados de su colorido
ataúd.
México
fue capaz de fundar una ciudad sobre las aguas y hacer la primera gran
revolución mundial y ser también un mural de innovadores
coloridos y formas desérticas, humanas, gravitantes, rojas, ceñudas,
dolientes, apasionadas, suspendidas en el grito. México se seguirá
pariendo hasta el final de sus días. Le crecerán calles,
brotarán personas, agua, se desmoronarán a pedazos edificios,
seguirán brotando su negra tierra, mares, el desierto seguirá
creciendo en su encierro, el DF se descolgará los hijos de las
entrañas, sacarán sus raíces los pies de México,
un volcán apagará la historia que continúa bajo
las entrañas de sus propias cenizas húmedas de espanto.
El cuerpo se corrompe, supura, asfixia, y sigue caminando montado en
la reconstrucción, reciclaje de sus restos, en el colorido ambiguo
de su ser, amputado se eleva como un ángel por la ciudad hacia
su propio infierno. Es rojo, es infierno, pero es la luz del pueblo,
la llama de un altar popular sin iglesias, vagamente celestial, endemoniado
en su máscara, porque México es un lucero frente a un
espejo, un plato que se desborda frente a la luna, pez de sus aguas,
la rota cañería de la noche azteca, claramente azul, vívidamente
luctuosa, infantilmente soñada.
Es un gran texto olvidado, una prosa manchada en sangre, esa copla huérfana,
ausente, arrastrada por las calles como el cuerpo de San Fermín.
Un toro renace de la arena sangrante, otro ya es carne de la muerte,
orejas y rabos de una misma piel, herencia dormida de una baraja inútil,
ciega. México que le pisa el misterio a la vida, le afloja las
caderas a la muerte, es su clavo sangrante, se contornea como un volantín,
su cometa de estrellas azules, infinito. Está pariendo México
bajo el vientre de la ciudad húmeda, sin fronteras, que ninguna
noche contiene, ningún mediodía detiene, ni nada paraliza,
algo que no es semilla, la multiplica y devora, la transforma en amante
de la muerte, con su espejo rojo y negro, su gabán verde, descubre
su imagen en el polvo de sus muñecas, en la utilería de
su pasado, un águila que duerme en sus ojos, en la nariz del
amanecer vuela.
México es un lujo, un pavo real que se devora asimismo, un gigante
que se arranca los ojos, un duende que se alimenta de moscas de colores,
un príncipe que habita en una casa de aserrín, y vuelve
el ogro que lo devora con sus pinceles a colorear el mutilado esqueleto
del dolor, la semejanza de la vida y la muerte, la risa, el colmo de
la felicidad, la historia como un cuajarón de sangre que arranca
de los sueños de Pancho Villa, Benito Juárez y Emiliano
Zapata. ¿Cuántas estrellas tiene México? ¿Quién
le bajó el firmamento a México y de paso le abrió
los bolsillos a los pícaros?
Frida
Kahlo, un ángel desarmado por los dioses, forma parte del México
total, ese que arrastra el viento y las acuarelas, los andamios, sueños
de acantilados, agita los brebajes de un demonio benigno, es lectura
solitaria de Pedro Páramo, una historia inmensa asesinada por
un millón de noches, bajo el sacrificio del sol y el aroma de
unas flores frescas de indefinida textura. Hace 50 años, un 13
de julio, a la temprana edad de 47 años, dejó este mundo
Frida Kahlo, reafirmando en sus últimas palabras no sólo
la expresión de sus deseos, sino la voluntad de su irrenunciable
amor.
Frida desde sus siete años fue marcada por su destino trágico,
desgarrado, doloroso, pero compensado por su vitalidad, convicciones,
su amor a la vida, talento, su irrenunciable manera de enfrentar el
mundo. De la temprana poliomielitis hasta que el destino la arrancó
de la superficie con un accidente que cambiaría su vida de por
vida, un 17 de septiembre de 1925. Tenía sólo18 años.
Se le partió la vida, pero Frida la recompuso, siguió,
armó sus pedazos, y articuló un nuevo mundo con sus carnes,
huesos, sentidos, pintó, pintó, pintó la vida con
sus máscaras, pasiones, visiones, untó de formas y colores
su nuevo mundo, mujer, en definitiva, de entregas múltiples.
Su recurso fue la pasión, el arte de vivir la vida, y siempre
participó con ella en un mano a mano.
Frida se vivenciaba en la tela, con autorretratos, la materia, decía,
que mejor conocía, y era también un acto que practicaba
con la soledad, prisionera de los corsés, del dolor que le paría
el alma. Frida pudo tener dos o tres períodos claramente diferenciados
en su vida de pintora, empujados por las circunstancias, pero su destino
o desatino era ser Frida Kahlo, algo que un lienzo no podía retener,
porque el mito está en toda su corporalidad, la mexicanidad de
su existencia. No dejó de ser una referencia de sí misma,
el espejo real de sus convicciones, la denuncia de sus estados de ánimo,
el mundo de sus quejas y contentaciones, la vigencia del fracaso, no
como una aceptación, sino una manera depurada, abierta, de recrearlo
en sus convicciones más íntimas. Frida fue su propio planeta
independiente, degollado cada amanecer, saturado de la atmósfera
que le impuso el destino, nunca negoció nada para sí misma,
nunca traicionó su esperanza y yo diría que hay una extraña
fidelidad en sus actos, en sus trabajos, en su militancia con la Kahlo.
No renunció al andamio corporal, humano, espiritual, que la sostenía,
se transformó en su propia religión, un estilo personal
de época y cargo su humanidad, vocación social, de artista,
al México de su tiempo y que le tocó, vivir, gozar y sufrir.
Su pintura
es el color de la vida, del dolor, de sus trasgresiones, profunda mirada
interior, de la contemplación de la Kahlo por la Kahlo, se desnuda,
corporaliza para todos nosotros hasta nuestros días. Es la Frida
hasta los tuétanos y si bien fue la mujer, amante, la huérfano,
el soldado, la pasión, el arbitrio, un pájaro de lujo
iluminado, del reconocido muralista Diego Rivera, no fue su apéndice,
ni vivió de sus méritos, floreció por sus propias
agallas frente al lienzo y la vida. Rivera, como me dijo Silvia en una
postal que me envió con una pintura de la Kalho de Rivera, desnuda
de espalda, fue mezquino, “muy poco para ella”, son sus
palabras exactas. Y es cierto, el tiempo lo ha reafirmado en el mito
del ave fénix Frida Kahlo, no sólo por unas ventas millonarias
que superan los cinco millones de dólares por uno de sus cuadros,
sino por lo que significa para México, la pintura y las mujeres
en el siglo XXI.
Frida es libertad, liberación, ella es libérrima absoluta,
lo llevaba en sus genes, su pasión era ser Frida. Asumió
a sus propios costos, la pasión de su libertad, su entrega, su
compromiso político y amores y desamores, y siempre en un retorno
hacia Diego Rivera, como si el círculo de su vida cerrara inevitablemente
en el muralista. Están todas las confesiones a lo largo de su
vida, en palabras, gestos, actos, en la pintura, en el remolino de la
vida Kahlo, su amor por Rivera, caballo difícil de ensillar y
encasillar.
Lo importante es no frivolizar a Frida, objetivizarla, o repasarla con
el guante blanco aséptico, que disecciona al personaje, la obra,
su vida, su amor por Trostky, la gastronomía, México,
la palabra, porque ella, si bien es todo eso y más, fue una pintora
surrealista, intimista, peculiar, lo más parecida siempre a Frida
Kahlo. Esa es su carta de presentación. La Kahlo por la Kahlo.
Índice iconográfico
1. Frida Kahlo saliendo de la iglesia, Coyoacán, México.
Fritz Henle, 1937.
2. Frida Kahlo con Idolo, Nickolas Muray, 1939.
3. Frida en su jardín, Coyoacán.
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Para
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