Como la de otros muchos grandes genios
del Arte, la vida de Mark Rothko está llena
de contradicciones y paradojas. Nacido en Europa, su trayectoria se
desarrolló por completo en Norteamérica; miembro de una
familia judía, no practicó apenas la religión,
mientras que por el contrario muchos de sus cuadros generan en el espectador
experiencias muy próximas a lo religioso; amante de la vida familiar,
acabó divorciado por dos veces; amigo de otros grandes artistas
de su época, terminó de forma brusca su relación
con ellos; conforme su éxito como pintor se incrementaba, daba
muestras de una depresión que acabaría por llevarle al
suicidio.
Pese a todo ello, nadie duda hoy de
que Mark Rothko es uno de los más grandes artistas plásticos
que ha dado el siglo XX. Y no se trata sólo de que sus cuadros
alcancen precios de vértigo en la subastas (recordemos que en
2007 su obra 'centro blanco' fue rematada por 72,8 millones de dólares).
Antes que cualquier otra cosa, es evidente que Rothko abrió nuevos
caminos a la pintura, rutas que se separan del propio cuadro y continúan
por el interior del mismo espectador. Para muchos, situarse ante una
obra de este artista es casi un momento de trance; una experiencia única,
personal e irrepetible; una vía de introspección de la
que no puede salirse indiferente. Pero hasta llegar a este punto, hasta
crear este tipo de obras que nos resulta tan familiar cuando hablamos
de la producción pictórica de Rothko, el artista recorrió
un largo camino y su pintura experimentó sucesivas y radicales
transformaciones. Acerquémonos, por tanto, a una biografía
apasionante que va a permitirnos contextualizar mejor su pintura y conocer
algunas de las claves de su trabajo.
Marcus Rothkovich nació en 1903 en el seno de una familia judía
de la ciudad de Dvinsk (actual Letonia), que por entonces formaba parte
del Imperio Ruso. En esos años de comienzos del siglo XX corrían
por toda Rusia vientos antisemitas, que acabaron por motivar la emigración
de la familia del artista, por turnos sucesivos, a los Estados Unidos.
Allí llegó el jovencísimo Marcus en 1913, instalándose
en la ciudad de Pórtland, en la que desarrollaría sus
primeros estudios cursados con excelentes resultados, hasta el punto
de que el futuro artista obtuvo una beca para la Universidad de Yale,
la cual abandonó dos años después de su ingreso
en medio de ciertas dificultades económicas.
Decidido a buscar nuevos horizontes,
el joven Rothko se instaló en Nueva York en 1923, debiendo desempeñar
diversos oficios para subsistir. Fue allí donde experimentó
por vez primera una fuerte atracción por la pintura, que le llevó
a matricularse en una escuela de dibujo de la ciudad. En ella tuvo como
maestros a Arshile Gorky y a Max Weber con quienes descubrió
el mundo de las vanguardias europeas y sobre todo el expresionismo en
sus diversas versiones, corriente pictórica que le causó
un fuerte impacto. Desde entonces y hasta 1940 sus obras se encuadran
dentro de esta tendencia, predominando temas de paisajes con figuras,
retratos de personajes anónimos y naturalezas muertas.
En 1929, año del inicio de la Gran Depresión, Marcus comienza
a dar clases de pintura a niños en una academia montada por una
asociación judía. Es llamativo este hecho si consideramos
que la fecha se encuentra muy próxima a la del comienzo de su
vocación pictórica, pero resulta igualmente sorprendente
que el artista siguiese desempeñando diversas tareas docentes
durante las dos décadas siguientes. En ese mismo año del
Jueves Negro, Rothko conoció a Adolf Gottlieb, otro de los grandes
expresionistas abstractos del primer momento, con quien trabará
una fuerte amistad.
En 1932 Rothko conoce a Edith Sacher, con la que contraería matrimonio
unos meses después, casi al mismo tiempo en que tiene lugar su
primera exposición en el Museo de Portland, sin apenas repercusiones.
Algún tiempo después, y a la búsqueda de un lenguaje
expresivo propio, Rothko participa en 1935, junto con Gottlieb, en la
creación del grupo artístico ‘Los Diez’, formado
por nueve miembros cuyas tendencias pictóricas oscilan entre
el expresionismo y el abstracto geométrico. Durante sus cuatro
años de trayectoria en común, el grupo adquirió
cierta fama, como evidencia la realización de una exposición
conjunta en París (1936).
Es precisamente 1936 el año
en que Rothko imprime un nuevo giro a su pintura. Sin abandonar el expresionismo,
sus cuadros se centran ahora en peculiares paisajes neoyorquinos en
los que el motivo central es la soledad evidente de los individuos representados.
Dentro de la serie, no cabe duda de que sus escenas de estaciones de
metro son especialmente relevantes, con esas figuras aisladas y silenciosas,
ya estén solos o en parejas. Del mismo año es el único
autorretrato que se conoce del artista.
El final de la década de los 30 trae para el pintor novedades
importantes. De un lado, adquiere la nacionalidad norteamericana y decide
cambiar su nombre por el de Mark Rothko. Por otro, mientras el mundo
asiste al estallido de la Segunda Guerra Mundial, el artista abandona
el grupo de Los Diez e inicia una nueva etapa en su trayectoria. El
lenguaje expresionista va a ir pasando a un segundo plano, sustituido
por otro formalmente muy próximo al surrealismo, como vía
de expresión de una temática interesada en lo mitológico.
No cabe duda de que el pintor busca en los mitos respuestas imposibles
a sus propias incertidumbres personales. Estos son también años
de estrecha colaboración con Gottlieb. En un manifiesto conjunto
publicado en 1940 ambos afirman que 'el arte es una aventura que nos
lleva a un mundo desconocido,.. Nuestra tarea como artistas es hacer
que la gente vea el mundo tal como lo vemos nosotros'.
El año 1943 contempla el primer
divorcio de Rothko y, a renglón seguido, la primera de sus enfermedades
depresivas. Sin embargo, dos años después contrae nuevo
matrimonio con la joven Alice Beistle. Para entonces se desarrollan
sus primeras exposiciones neoyorquinas, celebradas en la Galería
Peggy Guggenheim, que apenas tuvieron éxito. Esta situación
llevó al artista a emplearse por temporadas en una escuela de
Bellas Artes de San Francisco. En esa ciudad tuvo ocasión de
conocer los cuadros de Clyfford Still, un pintor que ya cultivaba el
expresionismo abstracto y cuyas obras causaron a Rothko una fuerte impresión.
Poco después, los dos pintores acabarían por conocerse
en Nueva York, iniciándose así una amistad que llegaría
hasta mediados de la década de los 50. Al mismo tiempo, Rothko
colaboraba en algunas publicaciones de arte. En un artículo de
entonces, llegó a calificar sus propias obras del periodo como
de 'expresión dramática'.
Sin embargo, fruto del contacto con
Styll y de sus reflexiones sobre el sentido del arte, la etapa surrealista
estaba, hacia 1946, próxima a finalizar. Rothko comienza por
entonces su tercera fase, que la crítica ha calificado como etapa
de los multiformes.
Con los multiformes, el artista se adentra por vez primera en la pintura
de los campos de color, una de las más representativas del expresionismo
abstracto norteamericano. Sus lienzos se pueblan de manchas de colores
diversos que se extienden yuxtapuestas sin norma alguna por la superficie
del cuadro. Este tipo de pintura es la antesala del denominado estilo
clásico, que se desarrolla a partir de 1949. Desde entonces,
y casi de manera constante, las obras de Rothko se caracterizan por
mostrar dos o tres bandas de color, normalmente dispuestas de manera
horizontal, que no suelen alcanzar los límites del lienzo y que
quedan por lo tanto como flotando en el vacío. Por lo demás,
predominan ahora los formatos verticales que en ocasiones alcanzan los
tres metros.
Es este el tipo de pintura que caracterizará
la obra de Rothko prácticamente hasta su muerte en 1970, si bien
es posible encontrar el predominio de determinados colores en cada una
de las fases en las que puede dividirse esta etapa. Así en los
primeros años abundan colores vivos y brillantes (rojos, amarillos,
verdes...), mientras que con posterioridad la paleta se irá oscureciendo
de manera progresiva, en consonancia con los problemas psíquicos
que el artista padeció.
A partir de este momento la obra de Rothko se va a ir popularizando,
al hilo del incremento del número de exposiciones de sus cuadros.
La celebrada en el MOMA de Nueva York con el título de “Quince
americanos” supone su consagración y reconocimiento, así
como el del grupo de expresionistas abstractos. Sin embargo (nueva paradoja
en la vida del pintor) mientras la fama de estos autores no deja de
crecer se produce entre ellos un claro distanciamiento personal. Para
entonces Rothko ha asistido ya al nacimiento de su primera hija y ha
obtenido una cátedra de dibujo en el Brooklyn College de Nueva
York.
De este modo, hacia mediados de los
50, Mark Rothko disfruta ya de una buena posición en el mundo
del arte: es un reputado profesor y sus cuadros adquieren cada vez más
aceptación. Pero de forma paralela comienza a producirse un cierto
retraimiento del artista, que alcanza no sólo a su vida, sino
a su propia obra. Tal vez su frase 'callar es bastante acertado' resuma
bien esa situación, ese retraimiento creciente que no es sino
muestra de sus dificultades psicológicas.
Por otra parte, resulta paradójico
que el pintor negase el hecho de que sus cuadros fuesen pinturas abstractas,
afirmando que el color y las formas no eran objeto de su interés.
Señalaba a este respecto que 'sólo me interesa expresar
las emociones'. Estaba absolutamente convencido de que sus cuadros tenían
como finalidad provocar en el espectador experiencias interiores. La
obra de arte tiene entonces un sentido de búsqueda del propio
yo, de invitar a la reflexión y a la introspección. El
abstracto, en este caso, busca el alma de quien contempla el cuadro.
En definitiva, cada una de sus pinturas viene a simbolizar el propio
deseo del artista de conseguir, en palabras de Rothko, 'expresar las
emociones humanas más elementales. La tragedia, el éxtasis,
la fatalidad del destino...'. Se trataría, por tanto, de obtener
una reacción próxima a aquella que se produce en determinados
rituales de carácter religioso.
En la segunda mitad de los 50, y como reflejo de su creciente tendencia
a los estados depresivos, los cuadros de Rothko van a irse oscureciendo.
Es ahora cuando el gris, el negro, el azul y el marrón oscuro
comienzan a poblar sus obras. Y es por entonces cuando recibe el encargo
de decorar el restaurante “Cuatro Estaciones”, situado en
el edificio Seagram de Nueva York, obra del gran Mies van der Rohe.
Rothko trabaja hasta crear un total de cuarenta lienzos en los que predominan
los rojos y marrones, muy oscuros y dispuestos sobre todo en franjas
verticales. Pero finalmente el artista consideró que el restaurante
no era el lugar apropiado para sus obras y acabó cancelando el
contrato. Es por ello que los famosos murales Seagram se encuentran
dispersos en varios museos.
La década de los 60 comienza
para Rothko con la organización de una retrospectiva de su obra
en el MOMA de Nueva York. Es ahora un artista definitivamente consagrado,
cuyos cuadros alcanzan elevadas cotizaciones, justo en el momento en
el que el pop art inicia su andadura. En 1963 nace su segundo hijo y
poco después recibe el encargo de decorar la capilla que actualmente
lleva su nombre en la ciudad de Houston. El propio artista sugirió
a los arquitectos el diseño de este espacio, en el que colocó
catorce lienzos, en algunos de los cuales es ya evidente la monocromía
absoluta, con predominio de los colores marrón y negro.
A partir de 1967 la salud física y mental de Rothko da síntomas
de un fuerte deterioro. Contribuyó a ello el hecho de que en
1969 se divorció de su segunda esposa, circunstancia a la que
siguió una acusada depresión. Retirado a vivir en soledad
en su propio estudio, el artista falleció en febrero de 1970.
Su cadáver fue encontrado por uno de sus ayudantes: Rothko se
había suicidado cortándose las venas.
Sin embargo, como paradoja final en
la vida del pintor, las obras de arte de esta última etapa de
su vida presentan un acusado contraste. Sus lienzos de entonces son
frecuentemente monocromos, pero las dificultades físicas que
padecía le llevaron a realizar a menudo obras de pequeño
formato en acrílico sobre papel. En ellas predominan los colores
vivos que habían caracterizado la paleta del pintor en etapas
anteriores. Hasta en sus momentos finales Rothko no dejó nunca
de mostrar la genialidad que acompañó su trayectoria como
artista.
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Para
saber más
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DATOS
DEL AUTOR:
Juan Diego Caballero Oliver (Sevilla, 1957), dedicado
a la enseñanza desde 1980, es catedrático de Geografía
e Historia en el IES Néstor Almendros de Tomares (Sevilla), donde
ocupa el cargo de Jefe del Dpto. de Geografía e Historia. Tiene
diversas publicaciones destinadas al alumnado de Educación Secundaria
y ha sido Director, Vicedirector y Jefe de Estudios en varios IES de
Cádiz y Sevilla. Además es el autor del blog ENSEÑ-ARTE.