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Racionalismo e irracionalismo en el arte contemporáneo
Daniel Pérez
02/02/2012


En la introducción del libro 35 de su Historia Natural, que recopila una serie de textos dedicados al arte, Plinio el Viejo menciona la que tal vez fue una las primeras muertes de la pintura:

Primero diré lo que queda por añadir de la pintura, arte ilustre antaño, cuando interesaba a reyes y ciudadanos, y que hacía célebres a los que consideraba dignos de pasar a la posteridad, pero que ahora se ha visto relegada totalmente por los mármoles y también por el oro, y no sólo porque con ellos se cubran paredes completas, sino porque incluso cincelándolo con relieves e incrustándole vetas rojas representa el mármol figuras de cosas y animales.

Y más adelante, tras revisar los logros pictóricos del pasado, agrega esta lapidaria afirmación:

Hasta aquí lo referente a la dignidad de un arte que está muriendo.

Plinio el Viejo    

Las idas y venidas del gusto artístico, que extendieron el desprecio por la pintura entre los romanos del siglo I o fomentaron su estimación entre los franceses de fines del siglo XIX y principios del XX, son demostrativas de la permanente tensión espiritual causada por nuestra necesidad básica de certezas, que nos hace tenazmente conservadores, y el sentimiento de hastío ante la reiteración de lo ya conocido, que de tanto en tanto nos despierta un ardoroso afán de innovación.

La mencionada tensión espiritual, responsable de la sucesión de muertes y resurrecciones de la pintura, o de sus períodos de auge y decadencia, inevitables en todas las empresas humanas y matizados en el caso que nos ocupa por el juego de corrientes estéticas contrapuestas, hizo de tales transformaciones un hecho repetido a lo largo de los siglos, pero siempre dentro del cauce de la comunicación racional, al menos hasta comienzos del siglo XX, cuando sobrevino el dramático viraje que arrancó a la pintura del campo de la razón y la deslizó hacia la superstición de que basta señalar las cosas como arte para que realmente se conviertan en arte.

El viraje comenzó en 1910, cuando Mondrian y Kandinsky, hastiados por la repetición de una pintura figurativa que había iluminado y ampliado el horizonte cultural de la Humanidad durante milenios, buscaron en el neoplasticismo y el espiritualismo las bases de un arte sin conexión con la realidad, materializado en los diagramas puramente geométricos y los arbitrarios grafismos que dieron inicio a un camino divorciado de los contenidos explícitos que permiten la comunicación racional.

La novedad de las formas abstractas generó en un primer momento el desconcierto y la resistencia de un público acostumbrado a la transmisión de emociones y sentimientos por medio de contenidos inteligibles, pero la prestigiosa bandera del progreso y las invocaciones a la amplitud y la tolerancia, sumadas a nuestra tendencia imitativa y gregaria, fueron allanando gradualmente la resistencia y terminaron por imponer como un axioma indiscutible la visión relativista que atribuye el valor de una pintura a cierto fulgor intangible que está más allá de su forma figurativa o abstracta.

Piet Mondrian con una de sus obras  MONDRIAN, Piet, Bodegón con jarra de jengibre II, 1912, óleo sobre lienzo, 95,2 x 120 cm., Guggenheim Museum. Nueva York.  MONDRIAN, Piet, New York City, 1942, óleo sobre tela, 120 x 144 cm., Colección Harry Holtzman. Nueva York

Fascinados por ese nuevo postulado, que ampliaba provechosamente el horizonte de sus respectivas profesiones, los críticos, teóricos y periodistas cautivados por el prestigio de la abstracción se dedicaron a repetir fervorosamente el argumento que remite el valor de una pintura a sus cualidades compositivas, negando el interés estético y humanístico que emana de la representación de la realidad.

Así arribamos a la paradoja de un arte premeditadamente concebido como un jeroglífico de imposible traducción, al que nadie puede entender, pero que a pesar de eso consiguió ser aceptado como la genuina expresión de nuestra época y acumula un triple mérito: es el protagonista absoluto en las grandes ferias y bienales internacionales, se instaló como ideología excluyente en los centros de enseñanza y publicaciones de arte y alcanza astronómicos precios de venta en los mercados.

La explicación de esta anomalía reside en el poderoso influjo del gregarismo y la extensión de las conductas imitativas, rasgos que terminan por dotar de un marcado aire de familia a las costumbres y productos de una época determinada.

A pesar de ser una escena muy vista, siempre me admiran las buenas personas que aprueban incondicionalmente todo cuanto se presenta bajo el título de arte contemporáneo: superficies cubiertas por informes manchas de pintura, líneas enmarañadas, prolijos diagramas geométricos, objetos y artefactos presentados a título de ready made, fotos y videos más o menos convencionales, piedras, maderas, envases industriales o metales amontonados desfilan ante sus ojos mientras ellos aprueban con invariable entusiasmo las novedosas ‘exploraciones’, ‘reflexiones’ o ‘investigaciones’ que llenan el repertorio del arte actual.

Nunca se preguntan sobre el sentido o el mérito artístico de las obras expuestas, ni las colocan bajo el escrutinio del pensamiento crítico para determinar si tales experimentos deberán acreditarse como valiosos triunfos o si por el contrario son rotundos fracasos, aplicando los mismos criterios que junto con el inevitable juicio de valor se esgrimen para juzgar una novela, un ensayo, una obra teatral o un estreno cinematográfico.

    

Lejos de ello, los complacientes seguidores del arte contemporáneo se contentan con la información de que esas cosas fueron artísticamente legitimadas por el artista (quien a su vez cuenta con la legitimación del museo, la galería o la bienal de arte), y conceden una automática aprobación a cuanto engendro aparezca delante de sus ojos, sin importar cuál fuere su naturaleza, forma o intención.

La convicción subyacente en esa actitud postula que el arte es una preciosa y delicada emanación del espíritu del artista, que no puede ser explicada en términos racionales; se trata, en realidad, de un misterio equiparable a los misterios religiosos, que penetran en el espíritu de los fieles a través de la fe y rechazan las verificaciones y pruebas derivadas del saber racional.

Si se lo sostuviera aisladamente, el misterio del ready made (o la improbable y ambiciosa alquimia que convierte en arte a un mingitorio, un tiburón o una lata de sopa) no pasaría de ser una idea demasiado endeble como para ser tomada en serio o una vulgar superchería, pero el poderoso respaldo institucional del mundo artístico, que unge al ready made con la apariencia y el poder disuasivo de una sólida verdad, introduce a los espíritus sugestionables en una dimensión que anula el ejercicio de la racionalidad.

La cuestión se complica cuando comprobamos que la creencia no es un simulacro sostenido por la mala fe, ya que al menos el noventa por ciento de los seguidores del arte contemporáneo cree realmente en la excelencia artística del mingitorio, el tiburón o la lata de sopa.

El vigor de esa creencia propia del pensamiento mágico está lejos de ser un caso aislado, como lo demuestran los milagros religiosos del agua convertida en vino y la multiplicación de panes y peces, o el milagro marxista de la definitiva liberación, catalogado en el archivo de las desilusiones como un viaje hacia la definitiva esclavitud.

Marcel Duchamp  Damien Hirst  Andy Warhol

El caso de los bulbos de tulipán

Si todos nuestros actos estuvieran regidos por la racionalidad, esas ilusiones colectivas no habrían alcanzado la extensión y la virulencia que conocemos, y que las hace dignas de figurar en el libro escrito en 1841 por el periodista escocés Charles Mackay: Memorias de extraordinarias ilusiones y de la locura de las multitudes, donde se recopilan varios casos de suspensión colectiva de la racionalidad, como la burbuja de los bulbos de tulipán que en el siglo XVII enloqueció a los holandeses y desató una delirante ola de ventas, con lujosas mansiones entregadas a cambio de un solo bulbo, o flores vendidas por un monto igual a los salarios de quince años de un artesano bien pagado. En 1623 un bulbo de tulipán podía llegar a valer 1.000 florines, cuando el ingreso medio anual de una persona era de 150 florines.

Si estos datos parecen inconcebibles, recordemos que la absurda e inexplicable asignación de precios astronómicos a cosas que carecen de valor se replica dentro de la burbuja del arte contemporáneo; también hoy se pagan cifras de varios dígitos por objetos que valen unos pocos pesos en la tienda o el supermercado, o que simplemente se recogen en la basura.

La persistencia y el auge de esas extraordinarias ilusiones que causan la locura de las multitudes resultan incomprensibles si recordamos que fueron originadas por un par de simples ideas, pero la clave de la cuestión surge con total claridad cuando examinamos el papel de las instituciones, descrito en un párrafo memorable por el reconocido investigador del arte del Renacimiento llamado Bernard Berenson:

Las instituciones, no importa cuan bien intencionadas, cuan laudables sean sus comienzos, cuan admirables las ideas y los principios que quieran promover, sólo pueden ser puestas en práctica a través de individuos. Estos individuos terminarán por reducir los principios e ideales a su propia comprensión, su propia conveniencia y su propia utilidad.

No se puede decir más ni se puede decir mejor: la cita de Berenson, extraída de su Estética e Historia en las Artes Visuales, se ajusta como un guante al enorme aparato burocrático del arte contemporáneo, que fagocita insaciablemente los fondos públicos asignados por una dirigencia política convencida de estar llevando agua a su molino.

Cuando Duchamp envió un mingitorio al salón de los Independientes en 1917, estaba lejos de sospechar que su gesto sería elevado a la categoría de ideal artístico por una ávida maraña de teóricos, curadores, académicos, críticos, funcionarios, galeristas y periodistas que acomodan los principios e ideales a su propia comprensión, su propia conveniencia y su propia utilidad.

Jackson Pollock  POLLOCK, Jackson,  Ritmo de Otoño: Número 30, 1950, óleo sobre lienzo, 266,7 x 525,8 cm.,MOMA. Nueva York

¡¡¿Cómo vas a negar a Pollock?!!

Ya perdí la cuenta de las veces que debí enfrentar las voces airadas de un interlocutor escandalizado: ¡¡¿cómo vas a negar a Pollock?!! (o Mondrian, o Hirst, o Cy Twonbly, pero si una maraña de manchas o un prolijo diagrama geométrico me resultan igualmente mudos y carentes de sentido, no encuentro razones para negarlo); sin embargo, en tren de ser indulgente con aquellos que comparten la extraordinaria ilusión del arte contemporáneo me pregunto hasta qué punto su deriva irracionalista no será un movimiento defensivo, causado por los avances del cine, la fotografía, la televisión y las prodigiosas nuevas tecnologías de producción y circulación de imágenes, cuyas cotas de calidad se acrecientan minuto a minuto y nos dejan babeantes de admiración.

En ese marco, el movimiento de alejar al arte de la imagen y convertirlo en un flujo de especulaciones filosóficas, consignas políticas e inquietudes ambientalistas, tan característico del arte conceptual, se podría entender como una maniobra táctica destinada a trazar un límite y proveer a la institución del arte de una identidad claramente definida, cuya traducción última sería: no se confundan, no estamos tratando de competir con las imágenes.

Desde nuestro punto de vista, es cierto que parece difícil competir con la tecnología actual, pero la armonía se restablece cuando el dibujante o el pintor se paran frente al modelo y reinician la apasionante tarea de sumar a la magnificencia del mundo un estado del alma, como quería Chagall, o como lo llevan a cabo los buenos dibujantes y pintores que nunca se dejaron arrastrar por las estridencias de la novedad.

Muchos siglos después de que a Plinio se le ocurriera lamentar la dignidad de un arte que está muriendo, aparecieron Giotto, Rembrandt o Velázquez, y pasaron varios siglos más hasta la llegada de nuestros contemporáneos Lucian Freud, Antonio López o Fernando Botero.

Mientras tanto, aquellos bulbos de tulipán que costaban fortunas hoy valen unos pocos pesos. Creo que no hace falta decir más.

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