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En el espejo, gaviotas
Isidro Gracía Mingo
25/4/2004


He vuelto al sur. Son los mismos prados y las mismas casas de ladrillo enmohecido y madera, las iglesias neogóticas, los pubs y los fish n' chips, los bancos en memoria de alguien o algo que ya pocos recuerdan, las aceras de asfalto, los pasillos entre los árboles, las playas de cantos de sílex, la lluvia que lava los olores, el té y las gaviotas. Podría pensar que todo podría ser como antes, pero ya he aprendido esa lección y sé que nunca se puede regresar a una vida abandonada. A veces se parece, pero nunca es igual. La ilusión óptica del espacio que tan despacio cambia nos hace olvidar que son los hombres y las mujeres las que realmente construyen una ciudad, con sus amores y desgracias, con sus traiciones y fidelidades, con su olor, con su aliento, y que inexorablemente esos hombres y mujeres cambian, envejecen y mueren. Y lo que es más extraño a la mente del viajero: a veces no están porque se marcharon, y ya no pertenecen a aquella ciudad sino a alguna otra.

Pienso que debería caminar más erguido; si no fuera por los bolsillos iría rozando el suelo con los nudillos. Es el mismo pavimento de color indefinido, grandes losas de hormigón tintado que se debate entre el gris y el pardo con aspiraciones a marrón rojizo.
Pienso que sólo puede regresar verdaderamente a una ciudad el turista, es decir, el que nunca estuvo verdaderamente allí. Para quien la ha vivido, para el viajero que pone nombre a las caras que se le cruzan no hay camino de retorno. Quizá quien se quede esperará que algún día vuelva, pero siempre sabe que no volverá la misma persona que se marchó. Y el viajero debe aceptar la posibilidad de encontrarse un cascarón vacío a su regreso, pues ¿qué son las ciudades sin las personas que ama sino tristes escenarios de recuerdos?
He llegado al parque y lentamente camino hacia el gran fresno que tan bien conozco. Camino despacio. El hombre es un animal simbólico y de casi todo puede hacer una sofisticada ceremonia religiosa. Veo un hombre que se parece a mí. Está sentado en uno de esos bancos de madera oscurecida por la lluvia, rectos, hechos de listones sin una curva, con una pequeña placa en listón horizontal superior hacia el centro del respaldo que dice que alguien quiso mucho a otro alguien. Me siento a su lado.
Con cierto asombro descubro que soy yo mismo.

Durante un tiempo permanecemos callados. Hasta ahora sólo me había visto en el espejo, en fotos y en algún vídeo. Por supuesto siempre he sentido cierta vergüenza viendo mi imagen como un tercero entre mi familia y mis amigos y hasta repulsión oyendo mi voz o viéndome moverme y caminar. A verme reflejado en un espejo me he acostumbrado como todo el mundo, odiando mi imagen a veces, gustándome otras, siendo indiferente el mayor número de ellas. Recuerdo a uno de mis amigos contándome la extraña sensación que le causaba cuando al caminar despreocupadamente delante de un espejo, de pronto se descubría mirando de lado y podía ver su expresión, su verdadera expresión, la que no tenía cuando se miraba directa y conscientemente en el espejo, porque cuando se miraba directa y conscientemente en un espejo automáticamente cambiaba su expresión acomodándose a lo que su mente esperaba. Recuerdo, entre risas, como yo confirmaba su observación, entre los dos infiriéndola y extendiéndola a la naturaleza humana. Me viene a la cabeza también cuán extraño me parece mirarme en un espejo y que otra persona, acostumbrado a verla pero no a que se refleje conmigo, se mire a mi lado. La forma y el tamaño de los objetos, en cuanto definidos por la relación con otros objetos, hace que la altura o el tamaño de la cabeza o de la nariz de quien se refleja a mi lado cambie cuando dejo de verlo entre terceros y lo pongo en relación conmigo. Que los ojos estén a dos tercios de distancia del cuello, es decir, que no estén en la coronilla, aumenta los malentendidos visuales, ¿quién no ha intentado medir su altura con otro y se ha visto obligado a pedir ayuda a un improvisado juez? Supongo que también esto le sucede a todo el mundo.
Seguimos callados, sentados en el banco. Cuando cualquiera conoce a otra persona siempre tiene una primera impresión de la apariencia física del otro A medida que la relación entre ambos se profundiza, la impresión muta y la percepción del aspecto del otro cambia también, obrando verdaderos milagros: las cejas se arquean, las barbillas se suavizan, los hoyuelos desaparecen y el feo se torna guapo.

En los vídeos sólo he tenido una fugaz primera impresión de mí mismo y no me ha gustado demasiado. Me intriga pensar qué pensaré de mí mismo cuando me conozca mejor. ¿Cambiará mi cara, ésta que ahora veo por primera vez?, ¿mejoraré con el tiempo? Espero que sí, desde luego, pues de lo contrario, significaría que me caigo muy mal.
Siendo consciente de que mi primer acercamiento no será inocente, pues de mí mismo intuyo mis virtudes y defectos, y lo que opino del mundo, decido abandonar cualquier consideración de índole social o personal. No podré pensar de mí mismo: cuando te conocí, pensé que eras un petardo, pero ahora me caes la mar de bien. ¿O quizá sí? Ahora me intriga esto también.

Y ahora, ¿qué me digo?, porque algo tengo que decirme, no puedo encontrarme conmigo mismo y dejar pasar la oportunidad de percibirme como otros me perciben o de verme como si fuera otro. Estoy seguro de poder aprender mucho de mi mismo. Podré ver como muevo las manos, mis expresiones, podré ver si soy grosero o pesado o simpático, si tengo algún tipo de magnetismo o si causo repulsión.

Pero, ¿cómo comenzar la conversación? Si fuera un poco mas racional o quizá más tonto pensaría que el que esta a mi lado es el hermano gemelo que nunca conocí. Sin embargo, viste igual que yo y tiene las mismas cicatrices. Empezar afirmando algo tan obvio me haría quedar muy mal ante mi mismo. Creo que debo saludar, eso lo primero. Decir hola. ¿Y luego qué? Le puedo preguntar qué hace, qué hago aquí. Qué sabe de nuestra situación, del porqué. Aunque no creo que sepa mucho más de lo que yo sé. Al fin y al cabo, él es yo mismo.

Pero sabe demasiado. Seguro. Le diré que se vaya. Me conoce demasiado bien y eso me asusta. No podemos compartir la misma ciudad, deberá marcharse. Eso se lo diré pero antes debo saber algunas cosas. Yo soy de esas personas que a menudo llevan la contraria a su interlocutor, a veces para entre los dos sacar la verdad del asunto a veces solo por provocar y divertirme, a veces por provocar y aprender un poco mas como es la otra persona y hasta donde esta dispuesta a llegar en sus afirmaciones. Claro, que hacer eso conmigo mismo puede ser un calvario. Eso puede muy bien suceder pero también puede pasar que este de acuerdo con todo lo que yo diga, con lo que puedo llegar a aburrirme mortalmente de mi otro yo.

Confuso me miro. Él me mira también con cierto aturdimiento.

Me aclaro la garganta.

Hablo yo.

- ¿Cómo estás?

- Bien -sonrío y tuerzo la mirada a un lado-. Bonito día, hace calor.

- Si -bajo la mirada-

(silencio)

- Isidro -musito-

- Dime.

- ¿No estoy loco, verdad?

- Cuando te has visto con mayor claridad.

- Nunca.

- Nunca hemos estado más cuerdos.