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Manderlay
Sara Manzano Cuadrado
13/06/2007



FICHA TÉCNICA

+ Dirección: Lars Von Trier
+ País: Dinamarca
+ Año: 2005
+ Duración: 139 min.
+ Interpretación
: Bryce Dallas Howard (Grace), Isaach De Bankolé (Timothy), Danny Glover (Wilhem), Willem Dafoe (padre de Grace), Michael Biteboul (Thomas), Lauren Bacall (Mam), Jean-Marc Barr (Mr, Robinson), Geoffrey Bateman (Bertie), Virgile Bramley (Edward), Ruben Brinkman (Bingo), Dona Croll (Venus), Jeremy Davies (Niels), Llewella Gideon (Victoria), Mona Hammond (vieja Wilma), Ginny Holder (Elizabeth), John Hurt (voz off), Emmanuel Idowu (Jim), Eljko Ivanek (Dr. Héctor), Teddy Kempner (Joseph), Udo Kier (Mr. Kirspe), Rik Launspach (Stanley Mays), Suzette Llewellyn (Flora), Charles Maquingnon (Bruno), Joseph Mydell (Mark), Javone Prince (Jack), Clive Rowe (Sammy), Chloë Sevigny (Philomena), Nina Sosanya (Rose), Wendy Juel (Claire), Seth Mpundu (Ed), Derrick Odhiambo-Widell (Willie), Alemayehu Wakijra (Milton). Ian Matthews (sr. Miller), Maudo Sey (Burt), Erich Silva (Viggo), Clive Curtis (doblador de Timothy), Andrew Hardiman (lastbil chauffør); Gángsters: Frederik Gildea, Aki Hirvonen, Mikael Johansson, Hans Karlsson, Ross Taylor, Eric Voge, Nick Wolf.
+ Guión
: Lars Von Trier
+ Produción: Vibeke Windelov.
+
Produción
ejecutiva: Lene Børglum, Peter Aalbæk.
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Produción
asociada: Humbert Balsam, Gillian Berrie, Bettina Brokemper, Lärs Jönsson, Els Vandevorst en asociación con Tomas Eskilsson, Liisa Penar Carlsson.
+ Operadores de cámara: Anthony Dod Mantle & Lars Vo Traer.
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Director de arte: Meter Grant.
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Fotografía
: Anthony Dod Mantle.
+ Montaje: Molly Malene Stensgaard.
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Sonido: Kristian Eidnes Andersen & Per Streit.
+ Música: Joachim Holbek
+ Escenario, atrezzista: Simone Grau.
+ Diseño de luces: Åsa Frankenbergi.
+
Supervisor de efectos visuales:
Peter Hjort.
+
Vestuario
:
Manon Rasmussen.
+ Línea de producción: Signe Jensen.
+
Asistente de dirección:
Mike Elliott.
+
Cásting USA:
Avy Kaufman.
+
Cásting UK:
Joyce Nettles.
+
+Productora:
Zentropa.

SINOPSIS: Ésta es la extraña e inquietante historia de la plantación de Manderlay. Manderlay está situada en una llanura solitaria en alguna parte del sur de Estados Unidos. Grace y su padre dejaron Dogville en el año 1933. El padre de Grace y su pequeño ejército de maleantes habían pasado el invierno buscando en vano nuevos cotos de caza. Fue entonces cuando decidieron dirigirse hacia el sur. Por casualidad, en el Estado de Alabama, sus coches se detienen delante de una gran verja cerrada con una cadena y un candado. Al lado de la verja, un imponente roble muerto parece proteger una roca de granito de grandes dimensiones con la palabra 'Manderlay' esculpida en letras enormes. En este pueblo, Grace descubre a un grupo de personas que vive en las mismas condiciones de hace setenta años, antes de la abolición de la esclavitud.

COMENTARIOS: Si a principios de 2003 alguien nos hubiera dicho que Lars Von Trier iba a hacer una película en la que tan sólo necesitaría una nave en la que colocar unos cuantos elementos de atrezzo como decorado de su película, seguro que habríamos desconfiado de este nuevo proyecto, pero seguro que también habríamos sentido la misma expectación y curiosidad por saber qué era ese experimento que había eclosionado en el absurdo y genial intelecto del danés.

Y así fue, Dogville se presentó en noviembre de 2003 de la mano de una estupefacción inicial, a lo que siguió la rendición absoluta en Cannes por parte de la crítica especializada. Un discurso completamente transgresor, que estrechaba lazos entre el cine y el teatro, y que además, presentaba una de las panorámicas más desoladoras de la conciencia humana. Un análisis cruento y mordaz sobre la relatividad del bien y el mal, sobre la fuerza de las mayorías, el poder, la santidad y la tiranía, con una estética rompe-moldes sin escrúpulo alguno.

Una osadía que se anunció como la 1ª parte de lo que sería otra de sus gustosas trilogías, titulada: América, el país de las oportunidades.

Y así, tras rendirse a los pies del niño prodigio de Dinamarca, el mundo del celuloide se convenció voluntariamente de que Lars Von Trier jamás podría dejar de ser un revolucionario.
Pasados dos años, y tras presentar el documental 5 condiciones (De Fem Benspaend, 2004), en el que reta a su antiguo profesor de la escuela de cine, Jørgen Leth, a superarse a sí mismo realizando 5 remakes pautados de un cortometraje suyo, vuelve a la carga con su 2ª entrega de EE.UU., Manderlay.

Superados los cánones o las estructuras estéticas que establecía esta nueva forma de hacer cine, nos encontrábamos de nuevo ante otro alegato rotundo y corrosivo del danés, ante esa ausencia de realidad tras la cual se escondía el objetivo de incentivar la imaginación del espectador, que debe suponer puertas, calles o animales donde no los hay, además de gozar de ese palco privilegiado que el director nos reserva desde el que poder verlo todo (lo que se nos permita ver, claro), desde el que convertirnos en espectadores omnipresentes de la macroescena.

Y si para el guión de Dogville Von Trier se inspiró en ‘La ópera de perra gorda’ (1928), de Bertolt Brecht y Kurt Weill, para esta nueva entrega será en la novela sadomasoquista 'Historia de O', que la francesa Pauline Réage publicó en 1954. Una frívola novela en la que se narra la historia de una mártir resignada y sometida a torturas, humillaciones y violaciones colectivas en el castillo de Roissy, una especie de castillo de Sade. Y es que además de fijarse en su historia, Von Trier también tomó buenas notas del prefacio de la obra, titulado 'La felicidad de la esclavitud', firmado por el escritor Jean Paulham. Material altamente voltaico que Von Trier absorbió perfectamente, pues el prefacio describe la historia de una comunidad de negros que, tras obtener legalmente su libertad, acaban por rebelarse contra ella. Una rebelión que ensombreció la isla de los Barbados en 1838. Otro de los que serían sus pilares de apoyo para Manderlay, así como también la controvertida 'American pictures' del fotógrafo y escritor danés Jacob Holdt, una obra por la que el director confesó haberse sentido altamente condicionado.

Y es que engendrar un guión como el de Manderlay supone que, hasta Lars Von Trier haya tenido que recurrir a otros artistas para finalmente acabar configurando su relato.

Sustituyendo a James Caan por Willem Dafoe y a la exultante Nicole Kidman por una menos conocida Bryce Dallas Howard pero igualmente magnífica, el danés nos devuelve a la última escena de Dogville. Padre, hija y sus disputas, hasta que de repente la caravana de gángsters se detiene en una villa perdida de Alabama, Manderlay. Un pueblo del que, sin ningún tipo de recelo y sobre todo sin invitación previa, Grace decide hacerse cargo, no sin la ayuda de los gángsters de papi. Y con testarudez y una ingenuidad pasmosa, la muchacha, que acabó arrasando Dogville a sangre y fuego, decide echarse un pueblo entero a sus espaldas y proclamarse 'salvaballenas'. Llenarse la boca de polvo. Ardua tarea la de creerse tan importante como para decidir qué es lo mejor y lo peor que se le puede ofrecer a una comunidad de negros que vive inmersa en su condición de esclavos aún cuando la esclavitud había sido abolida 70 años atrás

Clase número uno: ‘hoy hablaremos de....la de-mo-cra-cia’. Y con la seguridad propia de un ególatra y egocéntrico líder, convencido de que sus verdades y sus razones son la panacea a todos los males, nuestra Grace (tiene gracia, sí), se dispone a lapidar, ya no sólo la esclavitud, sino también la Ley de Mam, una ley que ha venido dictando normas de corte y confección a la villa de Manderlay hasta que Grace aparece en escena. Una dictadura basada en la psicología, ahondando con machete en lo más vivo y auténtico de una persona, su personalidad y su esencia, condición tras la que los deberes y los 'privilegios' eran dictados por la mano del racismo.

Y es que la salvación es para Grace una extraña forma de democracia, consistente en hacer que un colectivo crea que tiene derecho a someter a voto cualquier cosita, llegando incluso a rebautizar la risa como lo prohibido. Tal es la cara de Sam cuando dice asustado ‘¿Esto es la democracia?’.
Ironías y paradojas aparte, lo cierto es que la película se hace macabramente cierta, estableciéndose tremendos paralelismos con el USArmy invasor repartiendo políticas sociales y bálsamos constructivos en un pueblo que quizás no los necesita o no está capacitado para adaptarse a los ‘nuevos tiempos’ que corren.
Así que la pregunta es, ¿cómo redireccionar los hábitos humanos para convencerles de que la bienpensada democracia haga mella en sus cerebros?.

Y es que lo que en Dogville era un dardo fácilmente extrapolable a cualquier rincón del planeta, en Manderlay ese dardo cuelga de una única diana, la verdad del que cree que la tiene. La del ‘todo vale’ cuando resultan confrontados derechos inalienables al ser humano, cuando no se repara en un pueblo y su pasado y cuando, a la hora de solucionar un problema, el sistema establece que la mayoría opta por la vía más rápida, una sencilla y aplastante pena de muerte.

Así, nuestra particular y dulce heroína americana – una especie de blancanieves Bushiana y los 7 gángsters -, nos servirá de excusa para plantear, entre otras cosas, la importancia de la cultura y las creencias, esas ideas aprendidas inconscientemente, que nos sugieren aquellas palabras de Ortega y Gasset cuando afirmaba ‘el hombre vive en una situación vertiginosa entre un mundo que ya no existe y otro que todavía no existe’. Y es que intentar instaurar, a golpe de bombo y platillo, el desarrollo, supone que, como afirmaba el filósofo denominándolo ‘crisis histórica’, las creencias se vean atacadas y por ello se pierda la fe en ellas.

     

Una pérdida de fe, de dogmas adheridos de los que es muy difícil escapar, pues las culturas, en cierto modo, totalizan, y llevan a preguntarse si en verdad el mundo es esclavo de su pasado, si no hay opción a la reconversión.

Pero hablando de dogmas, también es criticable la desfachatez con la que Lars Von Trier, tras haber proclamado su manifesto Dogma 95', se fusiló a sí mismo poco después, abandonando dichos cánones con la misma naturalidad con la que los proclamó. Y es que es difícil no pensar en las criaturas que dicho manifesto dio origen, pues cintas como La celebración (Festen, 1998), una de las más desasosegantes películas de finales de los 90, del otro fundador del Dogma, Thomas Vinterberg, o Los idiotas (Idioterne, 1998), dieron para buenas horas de análisis y sonrisas cómplices. Para engendrar una larga lista de acólitos militantes del movimiento que también presentaron sus cintas, como por ejemplo Søren Kragh-Jacobsen y su película Mifune (1999) o Lone Scherfig con la estupenda Italiano para principiantes (Italiensk for begyndere, 2000).

Un personajillo que, nacido a las afueras de Copenhague en un pueblo llamado Lyngby, no dejará de hacerse notar, ya incluso desde niño, cuando debuta como actor con tan sólo 12 años o cuando, por ejemplo, años más tarde, inventa la atmósfera chirriante y demoníaca de The Riget, (El reino, 1994 y 1997), una serie para la televisión danesa que, curiosamente, no hace más que provocar a la tan armoniosa y progresista noción de ‘comunidad’ danesa, además de transgredir las inquebrantables leyes cinematográficas, saltándose el eje, utilizando muchos filtros y haciendo de la sobreexposición de imágenes una técnica recurrente en todo el rodaje.

Como igual de recurrentes son Udo Kier o Jean Marc-Barr, - que además debutó en la dirección de Dogma con Amantes (Lovers, 1999) -, que suelen aparecer en casi todas las obras de Von Trier. Lo chocante es que, siendo un tipo de timidez enfermiza y larga lista de fobias, sin embargo, se atreviese a participar, siempre con pequeños papeles, en algunas de sus primeras películas, como El elemento del crimen (The element of crime, 1984) o Europa (1990), dos cintas cuya solemnidad y pretenciosidad dejó a más de un crítico con el estómago a flor de piel.

Y es que un niño que ha tenido que ser su propio juez, anhelando quizás cierta autoridad por parte de sus padres, es un niño que ha tenido que luchar en muchos más frentes que el resto. Sus padres, Ulf e Inger, que fueron parte de la resistencia de la ocupación alemana de Dinamarca en 1940, decidieron darle una educación completamente liberal y permisiva, obligando al pequeño Lars desde muy niño a marcarse sus propias normas, hasta el punto de abandonar, por voluntad propia, la escuela en 3º de primaria. Y es que desde siempre, este niño tuvo claro que era más partícipe del ‘intentar las cosas por uno mismo’ que del ‘sentarse a esperar que te manden deberes’. Un espíritu que se ha ido vislumbrando en todas sus historias desde que comenzara en la escuela de cine haciendo producciones experimentales como Imágenes de una liberación (Befrielsesbilleder, 1982), historia sobre los últimos días de la ocupación alemana u otras cuyo objetivo era, simplemente, echar por tierra las estúpidas prohibiciones creativas que se le hacían desde la escuela de cine, esto es, por ejemplo, la imposibilidad de usar flashbacks o voz en off.

Pero, como se ha podido observar si se conoce un poco a este cineasta, eso son precisamente elementos de los que hace uso común, como en esta película, Manderlay, donde, al igual que en Dogville escuchamos la siempre elegante y majestuosa voz de John Hurt como narrador de la fábula.

Esta fábula en la que Lars, una vez más, desentierra sus miedos y agonías para hacerlas conscientes ante nosotros. Sus miedos a los viajes, su fobia a las masas y a las apariciones en público. Su carácter crooner, su necesidad de crear para poder encontrar el equilibrio, pues muchos de sus compañeros afirmaban que él era un tipo al que sólo se le podía ver en paz cuando trabajaba. Así, podríamos pensar que para Lars Von Trier hacer cine no es tan sólo una pasión, sino también una especie de viaje expiatorio que le redime de sus penas autoimpuestas, que le salvaconduce a la armonía interior.

Porque, como bien explica él, tener un espejo clavado en el ojo, como le ocurría a un personaje de ‘La reina de las nieves’, de Andersen, se puede convertir en todo un desastre psicológico para quien lo sufre. Demasiados juicios, demasiadas autopalestras, que le han llevado a crear su propia marca de presentación y su productora Zentropa, que exporta casi la mayor parte del cine danés, desde donde también se produjeron la aclamada y mordaz Rompiendo las olas (Breaking the waves, 1996) y la que le llevó directo a estar en las primeras filas de los grandes festivales, Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000), cuyo rodaje y gira promocional supuso un auténtico calvario, debido a las desavenencias entre la cantante islandesa Björk y Von Trier, que fueron incapaces de congeniar.

Y eso es porque Von Trier es un tipo incorregible e impenetrable, sí, pero cuyos trabajos son tan sumamente espectaculares que consiguen, no obstante, que acabemos por perdonarle casi todo. Aquí había vuelto a saltarse las reglas del naturalismo para proponer al espectador otro de sus pueblos dibujados a tiza, casas sin paredes y calles sin pavimento, con ese aura apolíptico y esos toques bíblicos. En principio nada más allá de Dogville, pero algo que nos lleva a recordar que el cine jamás podrá sustituir la realidad porque toda visión fílmica es puro simulacro; la metanarratividad propia del cine postmoderno, que se encarga de poner de manifiesto el carácter de artificio del objeto artístico.

Un artificio a su servicio, como también lo es el mordaz uso del tema ‘Young americans’, de David Bowie, para los créditos finales, canción que ya utilizó también en Dogville (2003). El resto de la banda sonora es una adaptación musical de Vivaldi, Haendel, Albinoni y Pergolesi, a cuyo mando está Joachim Holbeck, quien ya hizo algo similar con Juan S. Bach en Rompiendo las olas.

Así pues, Lars nos habla de EE.UU., ese país que nunca ha pisado, pero al que se permite el lujo de desmembrar capa a capa con esta trilogía titulada ‘Ameríca, el país de las oportunidades’, comenzando con Dogville en 2003, siguiendo con Manderlay (2005) y finalizando con Wasington (sin ‘h’), cuyo estreno ha preferido prorrogar porque se encuentra inmerso en la promoción de la comedia El jefe de todo esto (Direktøren for det hele /The Boss of It All, 2006), un supuesto respiro a tanta ética y antiética.

Sobre todo porque poner al hombre blanco en el rol de quien tiene que rectificar sus actos esclavistas es sentar en el banquillo unas cuantas cosas, así como abofetear al espectador para que analice realmente cuál es el alcance y la credibilidad de la democracia.

Grandes análisis a los que nos somete el cineasta, de quien el escritor Jack Stevenson escribió una estupenda biografía con la que llegar a encontrar las razones que se cuecen en el inusitado cerebro del danés, que a diferencia de las columnas de la mansión de Manderlay, en las que puede leerse ‘Poco, poco puedo daros’ (Little, little can i give), éste tiene mucho que seguir aportándonos, y si es posible, que sean películas tan necesarias como esta.

Así, si alguien a estas alturas tiene dudas con respecto a este descerebrado, pasen y vean, pues cualquiera de sus títulos promete recompensa a todos los niveles y es que el stablishment del cine danés, que vuelve a mostrarnos en Manderlay su congénita complicidad con la agonía, con su anteamericanismo y con su discurso de iluminado, voyeur y bastardo, nos hace preguntarnos por un momento: ¿verdaderamente es un genio o ha vuelto a tomarnos el pelo?

En realidad da hasta rabia no encontrar peros, empatizar con esa especie de niño malo de la película, como si se tratara del típico personaje hijo de puta de Hitchcock con el que siempre acabas simpatizando, así como también con ese realismo radical de un antiutópico como Lars, que se vale de la utopía para azotarnos la moral.

¿Se hace entonces necesario el torturador y el verdugo en la guerra de todos contra todos? Quizás tanto como un William Dafoe que en un momento de la cinta rezuma ‘veo que lo tienes todo bajo control’...Pues sí, Lars, tú también.