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Amor de emergencia
Javier Munguía
28/05/2007


Me ponía sonso, viejo, me daba gripa. De modo que debía ir, contra mi voluntad (ya no estaba yo para esas cosas), en busca de Marita. Muchacha, ábreme la puerta. Estoy muy cansada, Dolfo, ¿qué quieres? Lo de siempre, anda, solo esta vez. Me abría (cuántas cosas debo agradecerle), me decía que esperara; se metía al baño, el chorro poderoso de su orina traspasaba la desvencijada puerta; luego se duchaba y salía, húmeda todavía, en dos brevísimas piezas negras y traslúcidas, y me llamaba tigre: vamos, tigre, decía, móntame. Yo me acercaba a ella y le besaba un pecho, con premura; luego, el otro; luego, el animal insomne de su sexo; ella me iba desnudando después, trapo por trapo, hasta dar con mi rata muerta e intentar resucitarla: nada. Yo chillaba, consternado, y me quejaba del paso del tiempo, de la lozanía y el vigor perdidos, ante lo cual Marita se revelaba a gritos: viejo sonso, de nuevo haciéndole perder el tiempo, y apenas me daba oportunidad de vestirme antes de sacarme a empellones de su casa.

Yo recorría chillando las diez cuadras de distancia hasta la mía, me daba una ducha, me metía en la cama (pensando que ya no servía para nada, que era un estorbo), me dormía; cuando despertaba, un par de horas después, ya estaba recuperado del todo y agradecidísimo con Marita.

No llegamos a una comprensión perfecta de mi mal sino luego de varios intentos. Las primeras veces, por ejemplo, Marita se conmovía y me consolaba luego del sexo frustrado: llegaba a casa moqueando, por las noches me despertaba la gripa; otras, me resistía a mi nulidad sexual y me abocaba a darle placer a Marita, uno lento, sosegado, añejado por el tiempo, que la llevaba al orgasmo en un tiempo razonable; a veces, hasta conseguía una efímera erección, la que aprovechaba para que Marita me acariciara un poco y eyacular sobre sus piernas: en casa, olvidaba las cosas, sentía un malestar en los huesos. De modo que debimos prohibirnos las que íbamos nombrando debilidades conforme conocíamos mejor el mal y las erradicábamos de nuestro reducido repertorio.

'Viejo al sol', Mariano Fortuny, Museo del PradoAnoche todo terminó de mala forma. Me dolían mucho las piernas y estaba mareado; por ello me apresté a casa de Marita. Empezamos bien: ella se quejó de que la importunara, terminó cediendo y entró al baño, salió con sus piezas negras traslúcidas, me dijo móntame, tigre: el ritual de siempre. Hasta que llegó la hora en que mi sexo no debía responder a las caricias, pero respondió; en que ella debía reclamarme a gritos que yo fuera un viejo imbécil que no funcionaba, pero funcioné, y penetré a Marita dulce, lentamente y (según me dijo) la hice sentir remecida por dentro, asfixiada y luego perdida en un marasmo de amor e irresistible sueño tardío. Apenas Marita se echó, satisfecha, sobre mi pecho, y mi sexo volvió a su ruindad de siempre, le dije que debía irme. No me dejó. Me hizo saber que estaba enamorada; que yo debía quedarme; que ella me cuidaría, me protegería de mis fantasmas. Aunque me resistí, terminé aceptando. También la amo. Esta mañana se me han caído las últimas hebras de pelo, me han dado calambres en los brazos: se lo he dicho a Marita pero ella nada, nada, ha respondido, y ha repetido que me cuidará. Más tarde, mientras comíamos, he sentido el corazón palpitar muy rápido, la sangre detenerse en mis venas cansadas y luego proseguir su recorrido con tartamudeos de viejo. Marita me ha advertido que repetiremos la experiencia de ayer esta noche. Le he pedido que no, por favor. Me ha dicho que nada de peros: la vida es para vivirla.

Me he resignado. Esta noche, aunque yo deba sufrir después de los riñones, exploraremos nuestros cuerpos como nunca antes; aun sabiendo que lo pagaré con dolores de muela intensísimos, la besaré de los dedos de las manos a los dedos de los pies, y ella hará lo propio. Entraré en ella (mi columna se curvará horas después, mi lengua se trenzará en sí misma), me regalará una de esas sus miradas tibias, que me ponen la piel de gallina, y yo le diré que la amo al oído, sin reparar en su llanto, en su dolor y desconcierto cuando, mañana temprano, me encuentre muerto sobre su cama bendita.

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MÁS DE JAVIER MUNGUÍA:

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DATOS DEL AUTOR:


Javier Munguía (Hermosillo, Sonora, México, 1983) es licenciado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Su gusto por la lectura se remonta a su infancia. Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa son los responsables directos de que haya asumido la escritura como una vocación. Ha sido corrector y publicista por necesidad. Tiene una beca para escribir su tercer libro de cuentos. Es muy amigo de sus amigos, muy hijo de sus padres, muy novio de su novia. Viajar lo vuelve loco. La novela que se llevaría a la imposible isla desierta: Conversación en La Catedral. Sus lecturas están orientadas en dirección de la novela contemporánea, pero los clásicos le simpatizan también. Sueña con escribir muchísimas novelas y que todas ellas sean consumadas obras maestras. Se da ánimos. Ha publicado cuento en medios electrónicos e impresos de varios países, entre los que están el diario español La Razón, los portales de relatos Ficticia, de México; Bestiario, de Brasil; y Proyecto Sherezade, de Canadá, así como las revistas en línea El hablador, de Perú, y La Movida Literaria , de Colombia. Gentario (Universidad de Sonora, 2006) es su primer cuentario. Mascarada, el segundo, lo hizo ganador del Concurso del Libro Sonorense 2006. Su correo electrónico: diabloguarida@gmail.com