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Bibliotecas reales, bibliotecas imaginarias
Carlos Yusti
26/11/2006


Mi He merodeado por un buen número de bibliotecas personales y por muchas bibliotecas públicas. Con respecto a las imaginarias he leído algo. De mis vagabundeos bibliográficos saco en claro que el libro es, como decía Borges, uno de los mayores prodigios elaborados por la mente y el espíritu del hombre. El libro es la prolongación de nuestra mente, de nuestros sueños y nuestra imaginación.

Desde los albores de las civilizaciones muchas se esmeraron en preservar la memoria colectiva a través de sus bibliotecas. La primera gran biblioteca de la que se tiene registro fue la que pertenecía a un pueblo llamado Lemuria. En los vestigios de lo que fue su ciudad principal se encontró una habitación completa como más de quince mil tablillas de arcillas escritas. Las mismas contenían textos litúrgicos, poemas, informes financieros, del clima y de la población.

Otra imponente biblioteca fue la de Alejandría, de la cual en la actualidad apenas queda parte de lo que fue su inmenso sótano. La dotación bibliográfica alcanzó la cifra de un millón de papiros. Para compilar este número extraordinario de libros las autoridades registraban los barcos que atracaban en el puerto alejandrino y confiscaban los libros. Los llevaban a la biblioteca y luego de copiarlos con rigurosidad eran devueltos a sus dueños. Aparte de sus libros la biblioteca tenía diez laboratorios de investigación, un zoológico y un centro de observación astronómica. El último bibliotecario fue una mujer llamada Hipatía, que era matemática y astrónoma. Luego de la destrucción de la biblioteca de Alejandría llegaron, siglos más tardes, a las playas de la Edad Media fragmentos de aquel fatal naufragio para la humanidad. No obstante esos pequeños fragmentos que se salvaron del incendio bastaron para iniciar esa etapa prodigiosa conocida como Renacimiento.

En la Edad Media las bibliotecas, con la creación de los monasterios religiosos y las universidades, adquieren una relevancia sin parangón. Los clérigos en los monasterios, aparte de comer y orar, se entregan a la tarea de redescubrir a los grandes autores de la antigüedad como Erastostene, Hiparco, Euclides, Dionisio de Triacia, Erofilo, Arquímedes, Ptolomeo y Aristóteles. Esta relectura da paso al Renacimiento. Una de las bibliotecas más destacadas de la Edad Media fue la perteneciente a la abadía de Cluny.

Entre las bibliotecas imaginarias se puede mencionar la de la abadía de la novela ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco. Es una biblioteca que contiene libros perdidos o que se daban por extraviados. Es una biblioteca con pasajes secretos y un juego de espejos que multiplica el contenido de la biblioteca hasta el infinito. Eco basó su biblioteca sin duda en la biblioteca imaginada por Jorge Luis Borges.

La biblioteca de Borges tiene su origen a partir del relato bíblico sobre La Torre de Babel. El cuento, ‘La Biblioteca de Babel’ es espléndido por su sobriedad estilística. A través de un bibliotecario de la misma la describe con extrema precisión: ‘El universo (que otros llaman Biblioteca) se compone de un número indefinido, tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio cercados por barandas bajisimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco anaqueles por lado cubre todos los lados menos dos; (…) A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página de cuarenta renglones, de unas ochenta letras de color negro…’ Esta biblioteca imaginada por el escritor argentino contiene todos los libros en todos los idiomas y en todas las combinaciones posibles.

También tenemos la biblioteca del Capitan Nemo. Una biblioteca contentiva con toda la información marítima existente hasta ese momento. Julio Verne, el creador de Nemo y del Nautilus, era un amante fanático de la información. Se dice que llegó a tener más de un millón de fichas donde resumía todo tipo de conocimiento. Fichas en las cuales anotaba adelantos científicos, datos sobre descubrimientos y un sin número de anotaciones menudas que le sirvieron de base a muchos de sus libros. Perderse en la biblioteca de capitan Nemo fue un anhelo que siempre me acompañó en mi adolescencia. Leer, mientras el Nautilus se desliza por las profundidades del océano, quizá sería una experiencia inolvidable.
Otra biblioteca imaginaria bastante singular es la de Alonso Quijano, contentiva de una gran cantidad de libros de caballerías según el escrutinio que realizan en el capitulo VII el cura y el barbero: ‘Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos (volúmenes) de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños…’ En la biblioteca de Don Quijote estaban los cuatros libros del Amadís de Gaula, así como el Amadís de Grecia que era el libro novenos de la saga. También hay títulos como ‘El palmerín de Oliva’, ‘El caballero Platie’, ‘Don Belianis’, ‘Historia del famoso caballero Tirante el blanco’, indiscutible joya catalana en lo que libros de caballería se refiere de Jahonot Martorell. Otros títulos son ‘La Diana’, novela pastoril escrita en castellano por el poeta portugués Jorge Montemayor, ‘Tesoro de varias poesías’, de Luis Gálvez, ‘El pastor de Iberia’, ‘La Araucana’ de Alonso de Ercilla, ‘La Austríada’ de Juan Rulfo y muchos otros libros; que aparte de no pasar los juicios críticos del cura y el barbero, fueron pasto de las llamas. Se les acusaba de ocasionar el desequilibrio mental de Alonso Quijano. Uno podría traspolar esta fábula de Don Quijote a nuestra época y en vez de novelas de caballerías serían novelas policiales o “Best-sellers”.

Otro libro que retoma esta relación estrecha de la locura y los libros es la novela ‘Auto de fe’, de Elias Canetti. El personaje principal de la novela Peter Kien, vive en un departamento tapizado de libros. Sólo hay espacio para un escritorio y para su sofá que también utiliza como cama. Peter Kien tiene un amor extraordinario por los libros; amor que lo llevará primero lejos de su preciada biblioteca, luego a la locura y su muerte en un incendio junto con sus libros.

Una biblioteca imaginaria chistosa y nada trágica pertenece al libro de Gargantua y Pantagruel, de Francois Rabelais. Se narra en dicho libro que estando Pantagruel en París visitó la gran biblioteca de San Víctor. Oportunidad que aprovecha Rabelais para enumerar una lista de libros algo escabrosos, o de materias fútiles para una biblioteca de recinto sagrado. Rabelais combina los títulos en latín, hace juegos de palabras donde nunca falta un dardo con cierto tono vulgar. Entre los libros que componen la biblioteca de San Víctor tenemos: ‘El hambre canina de los abogados’, ‘Maneries ramonandi fornellos’ (Modo de deshollinar los hornos), ‘El caracol de los poetastros’, ‘Los ungüentos de la religión’, ‘El paternoster del mono’, ‘El guiso de los fieles’, ‘El barredor de los casos de conciencia’, ‘Fornicarium Artum (El hormiguero de las artes), ‘El beleño de los obispos’, ‘Braguet juris’ (la bragueta del derecho), Bigua Salutis (La vara de la salud), ‘Lyripipii sorbonica moralisationes’ (moralización del bonete del doctor en teología sorbónica).

Un gran lector real fue Francisco de Miranda, que tiene mucho de personaje de novela. Hay un pequeño libro de Juan García Bacca, ‘Los clásicos de Miranda’, o algo así, que hurga sobre la biblioteca de ese inmortal prisionero que pintó Arturo Michelena. A pesar de ser un militar y aventurero amaba los libros y su biblioteca estaba compuesta de una buena cantidad de libros en varios idiomas. Otro gran andariego y lector fue Simón Rodríguez. En sus muchas mudanzas perdió varias bibliotecas, pero siempre cargaba consigo un lote de libros imprescindibles para él como los de Juan Jacobo Rosseau y algunos clásicos griegos.
Muchos escritores y hombres metidos en la farándula cultural se conocen sólo a través de su biblioteca personal. Si visito a alguno de esos personajes de la cultura no me interesa para nada si tienen lujos o no, sólo trato de indagar si tienen libros. He visitado la biblioteca de Leopoldo Villalobos, toda una habitación, como de 20 metros cuadrados de libros, revistas, papeles y periódicos. Tiene gran diversidad de libros sobre historia, pero así mismo posee algunas novelas, libros de cuentos, ensayos y poesía. Al parecer lee de todo, incluso ‘La tribuna popular’ y el diario ‘La religión’. Me dijo Leopoldo en una oportunidad: ‘Hay que dejar de la lado los complejos mentales y leer de todo’. Siempre me regala algún libro que tiene repetido. La biblioteca de la periodista y escritora Diana Gámez, es tan variada como la de Leopoldo. Tiene muchos libros sobre teoría literaria. Hace poco me prestó ‘El deslinde’ de Alfonso Reyes. Diana sella sus libros, pero siempre los libros buscan otros dueños. La biblioteca de Ana Rosa Angarita tampoco es grandilocuente, no obstante tiene buenos y puntuales libros. La biblioteca de Teresa Coraspe también es de respetable proporción. En su mayoría son libros de poemas. Teresa lee tres o cuatro libros a la vez. No por nada tiene un gran dominio del lenguaje, no en vano es una poetisa excepcional.

Una de las bibliotecas personales que más me impresionó en mi adolescencia fue la del Doctor Téllez Carrasco. Cuarenta estantes, a lo mejor eran menos, con libros en varios idiomas, sin mencionar otro grupo de estantes que estaban en el sótano de la casa debido a que en la sala ya no había espacio suficiente. La biblioteca del Doctor Téllez era caótica y vital. Había incunables y libros recién salidos de las imprentas. Yuri y yo visitábamos más que a los Téllez a su biblioteca. Pasábamos horas y horas revisando los estantes. La biblioteca de mi amigo Yuri es roja monotemática. Es decir, predominan los libros de tendencia comunista, aunque hay muchos libros de literatura variada y de temas políticos. Los dos nos hicimos de una cultura a fuerza de robar libros, pero sobre todo de leerlos que es a fin de cuenta lo más complicado.

Mi visita a las bibliotecas reales (o imaginarias) me permiten tener la certeza que los libros convocan a espíritu convencidos del poder de la palabra escrita, del poder imperecedero de los libros a pesar del comentario irónico de Mostequieu: ‘La naturaleza había dispuesto que las tonterías de los hombres fueran pasajeras, pero los libros las hacen inmortales.’