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Un lugar mejor que éste
Joel Flores
29/05/2006


Fotografías
Sandra Flores

Esa mañana llené la forma para pedir por correo una muñeca inflable que tiene un vibrador en el trasero. Salí de casa rumbo al banco y servicio postal. Afuera acontecía algo extraordinario: no había luz del día. Atónito abordé la ruta que me llevaría a las oficinas postales. Dentro del autobús me senté junto a un niño que portaba en sus manos un reloj de arena. Lo cuidaba sórdidamente. Al escrutarlo lo escondió entre sus ropas.

Dentro del extraño ornamento habitaban varias mujeres semidesnudas. Alzaron su mano y sonrieron para persuadir mi atención. Le pregunté al niño qué era lo que escondía. Sigiloso intentó cambiar de lugar; todos los asientos estaban ocupados. Para no incomodarlo ignoré el saludo de las mujercitas: fijé mis ojos en la ventana. Automóviles y transeúntes circulaban en plena oscuridad a las nueve del día.

Más tarde, sin darse cuenta el niño, una pequeña mujer dejó el reloj para subir a mis manos, hombros y columpiarse en el lóbulo de mi oreja. Su voz me hizo la invitación a entrar a su isla. Volví a preguntarle al misterioso niño qué era ese artefacto. Me respondió con una mirada y la pequeña se escondió entre mis cabellos.

El crío propuso: Ya que tanto fisgonea, le ofrezco una de las mujeres que tengo aquí. Son diez. Todas están capacitadas para darle un servicio profesional. Escoja la que usted quiera antes de que deje el autobús. No se arrepentirá. ¿Cómo hizo para encerrarlas?, lo interrumpí. Y la mujercita me jaló el cabello para susurrar en mi oído: Roba el reloj.

¿Cuánto quiere por él? No puedo, las vendo por separado. Sólo escoja una. No le hagas caso, siguió la chica, roba el reloj, no seas tonto, vale más que cualquier cosa. ¿Cuánto quiere por el reloj? ¿Qué no entiende?, no se lo puedo vender completo, le pierdo al negocio. Dile que todo o nada y si no coopera quítaselo, es tu oportunidad, sugirió nuevamente la mujercita. Le doy mi reloj de pulso y lo que cuesta una muñeca inflable. No, así le dejamos, mejor me bajo aquí, respondió irritado. Bueno, también le explico cómo llenar la forma y cómo mandarla por correo para que no batalle al comprar la muñeca. No me interesa, entienda y deje de molestar.

Niño imbécil, le grité jalándolo del brazo. Los pasajeros se sorprendieron por mi enojo. Suéltame infeliz, reparó quitándose mi mano de encima. Déjelo en paz, viejo aprovechado, pégueme a mí que estoy de su tamaño, se escuchó al unísono en los asientos traseros. Es mi hijo, contradije, sé cómo tratarlo, no se metan. De prono corrió y pidió que se detuviera el camión con un chiflido. Lo seguí para arrebatarle el reloj pero una anciana evitó mi marcha atestándome un bolsazo de mandado en la espalda. Sea buen padre, ¿o suelta a la criatura o me lo sueno? El vendedor llevó una de sus manos a sus párpados para tallarlos como si estuviera llorando.

Dejé de escuchar la voz de la pequeña. Pensé que la había perdido cuando me dieron el bolsazo de mandado. Dio señales de vida: Quítale el reloj y huimos, yo pido la bajada. Le clavé el codo en el hocico a la anciana que seguía golpeándome y la hice a un lado. Los pasajeros le advirtieron a mi negociante que corriera, que no se dejara alcanzar. Lo jalé de la camisa, le di un golpe en el abdomen para sofocarlo y luego le arrebaté el artefacto mientras un par de personas se me acercaban para impedir mi robo.

Crucé la puerta del autobús frente a la oficina de correos. Casualmente llegué ahí. Revisé el ornamento; las habitantes se veían contentas. Eran casi las diez de la mañana y aún seguía oscura la ciudad. No compré la muñeca inflable. Deposité a la mujercita en su lugar y tomé nuevamente un camión que tardó casi una hora, por culpa de un embotellamiento, llevarme a casa.

Al llegar escruté con fascinación mi nuevo juguete. No era muy grande ni pesaba demasiado; parecía un termo. Era de vidrio ahumado y cuando se veía de lejos su color cambiaba a gris como el metal. De cerca se trasparentaban sus paredes y se podía descubrir las cabañas en hilera, un lago con palmeras en el centro, jardines y un bosque húmedo con aves que volaban alrededor. No había centros comerciales ni oficinas de trabajo ni automóviles. Tampoco cinemas o lugares nocturnos donde se pudiera encontrar diversión.

Acomodé el artefacto en una mesa de té al lado de mi cama.

Platicó Armilda, la diminuta mujer, que el niño al que le robé el ornamento mató a los hombres para usar la isla como un paraíso sexual y lucrar con ellas. Y ¿cómo le han hecho para sobrevivir y reproducirse? ¿Qué es eso? Sí, tener hijos. ¿Qué son los hijos? Yo tampoco lo sé muy bien porque no tengo uno, pero cuando pasas la mayor parte de tu vida con la persona que amas hay un mecanismo biológico que te recuerda que debes traer una persona al mundo que tenga tu sangre, tus genes y que crezca con tus cuidados. Eso sólo se da cuando conviven hombres y mujeres. Es una manera de hacer que aumente la suma de la densidad demográfica con el pretexto de que tu árbol genealógico siga en pie. Ah, te entiendo. Nosotras tenemos pájaros en la isla que reciben los cuidados y el cariño de todas y ellos nos hacen compañía. ¿Por qué mejor no entras a conocerlos? Saben cantar bien. ¿Cómo entro? Fácil, dijo mientras trepaba por el gollete del reloj. Sólo cárgame ciñendo las palmas, acércame a tus labios y di que quieres empequeñecer repetidas veces hasta que estés de mi tamaño.

Entré a la isla.

Estaban agradecidas porque las rescaté del niño vendedor. Prepararon una fiesta de bienvenida. Canté todo el día junto a las diez chicas que vivían allí. Eric y Bob, dos aves que me llegaban al ombligo, nos hicieron coro y emularon percusiones y guitarrazos con su voz. Fraternicé rápido. Armilda era la más atractiva del lugar. En la isla no existían jerarquías, pero Armilda era la que orientaba a todas las chicas y tomaba las decisiones importantes. Por la noche se decidió que viviría con ella, en su cabaña.

La rutina del primer mes fue agradable.

Al medio día las chicas se bronceaban recostadas en los camastros. Por la tarde, Bob el ave y yo íbamos de paseo al bosque y bebíamos algunas cervezas. Recargados en el cristal que dividía la isla del mundo real entonábamos cantos de libertad y de exiliados que evidenciaban nuestra embriaguez. Al terminar con las cervezas se intercambiaban experiencias o historias que nos entristecían. Bob siempre relataba la misma: estaba enamorado de una de las chicas de la isla y continuamente soñaba con ella. El ave se sentía mal porque sus sueños siempre finalizaban cuando estaba por tocarla o besarla y amanecía con las plumas mojadas. ¿Sabes que significa eso? Creo que sí, le contestaba.

Yo llegué a contarle lo trivial que era mi vida antes de conocer a Armilda: encerrado en mi casa, gastando el tiempo frente al televisor, sin familia, sin amigos, con una dieta alimenticia desagradable. Vendí mi estufa y refrigerador para comprar un nuevo equipo de video y pagar el Internet y el sistema de cable por dos años. Armilda es la primera mujer que toco, le confesé a Bob, y me hace feliz, pero creo que no todo en la vida es estar haciendo el amor. ¿Por qué dices eso?, cuestionaba mi acompañante. Aquí tienes lo que nunca tuviste. Aquí nunca te va a faltar nada. Tienes locas a todas las chicas. Qué daría yo por estar en tu lugar, amigo. Lo sé, lo sé, Bob. Pero el mundo de donde vengo me enseñó que no hay felicidad sin hastío. Cuando era un hombre solo y no lograba conseguir la felicidad no había de otra que imaginarla. En esta isla no se deja nada a la imaginación. No puedes vivir pensando en dos lugares a la vez, recomendó Bob.

Por las noches tomaba un baño en el lago hasta bajar el efecto de las cervezas y eructaba hasta terminar con los gases. Armilda siempre me llevaba una toalla y regresábamos a su cabaña para hacer el amor hasta la fatiga. Por las mañanas Bob y Eric me despertaban con algunas canciones de su repertorio y un seis de cerveza para recibir la luz de un nuevo día. Modorro me dirigía a la mesa y ya tenía el desayuno listo. Después salía en traje de baño rumbo al lago y charlaba con las otras chicas. Al recostarme en el camastro bajo una cálida palma de cocos, ellas cubrían mi cuerpo, por órdenes de Armilda, con aceite y relajaban mis músculos.

No me causó problemas olvidar las banalidades que te hieren en la vida. Salí de las presiones, el cansancio, el instinto de competencia para destacar dentro de un círculo social, las responsabilidades y las deudas económicas. Pero el aburrimiento llegó rápido. Comencé a extrañar mi antigua vida por las noches, cuando terminaba de hacer el amor con Armilda. ¿Qué habrá sido del smog? ¿Mi ciudad estará más contaminada? ¿Los carros seguirán provocando ruidos que crispan? ¿Las calles seguirán sucias? ¿Aún trasmitirán mis programas de televisión favoritos? ¿Mis vecinos seguirán igual de conflictivos? ¿Los Yankees habrán ganado la serie mundial?, me preguntaba hasta que Armilda pedía que durmiéramos.

Bob el ave me cansó con su historia sobre Lucilda y las plumas mojadas. Irritado le expliqué qué es una masturbación. Sólo imagina. Y Bob duró varios días sin salir de su casa.

La rutina cambió.

Comencé a dar los paseos de forma solitaria, a cantar y a embriagarme sin compañía lejos de las cabañas. Una noche llegué con varias cervezas de más y le pregunté a Armilda, mientras salía de bañarse, si era feliz dentro de la isla, si le gustaba su vida y si no se había hartado de mi cuerpo. Me contestó: Si lo que quieres es convencerme que salgamos de aquí la respuesta es no. Tu mundo es estúpido, miserable. Cualquiera que salga del reloj para irse a tu mundo se hará sistemático y burdo como las máquinas. ¿Cómo que tienes que experimentar el hastío para saborear la felicidad? Idioteces, desde que le dijiste eso al pobre de Bob no ha salido de su casa y Eric no tiene con quien cantar. Bob es una ave tonta que sólo sabe tomar cerveza, ¿él qué puede saber de la vida? Lo fundamental, respondió Armilda exasperada, en tu mundo todo es banalidad y esa vida no es para nosotros.

Estoy aburrido. Extraño el cine, las sopas Maruchan y los súper mercados. Prometo que si salimos de aquí te haré amar los malos productos de consumo, los programas televisivos que no suelo ver y enfrentaremos juntos los documentales de amor que me hacían sentir una especie rara y solitaria. Nunca has estado solo, aclaró secándose el cabello y poniéndose el traje de baño. Estos últimos meses hemos estado juntos. Tú me libraste de ese vendedor pueril, yo te he hecho feliz hasta donde he podido. Ya no me corresponde hacerte entrar en razón y que valores lo que todos te hemos dado. Si ya te aburriste de mi cuerpo puedes acostarte con cualquiera de las chicas, vivir un tiempo en la cabaña que quieras, pero no me exijas que abandonemos la isla porque podrías arrepentirte.

Armilda pidió a las demás chicas que dejaran de hablarme hasta que le ofreciera disculpas. Renuncié a tomar cerveza, a dormir en la cabaña y a nadar en el lago. Gastaba el tiempo dando largas caminatas para siempre acabar en el final del reloj, donde están las paredes de cristal que marcan el límite entre la fantasía y lo real. Durante horas observaba los edredones abultados encima de mi cama, la ropa tirada, los anaqueles llenos de hojas de máquina, los libros abiertos, los cajones del buró despostillados y mi escritorio barnizado por una capa de hollín. Llegué a trazar en el cristal circulitos o escribía la M de MacDondalnd’s. La abulia me hacía llorar y terminaba golpeando las paredes creyendo en que podían ser derribadas.

Armilda intentó darle un rumbo distinto a nuestra relación, pero ya no podía asombrarme. Era tan pequeña cuando la conocí; cabía como una patata frita en la palma de mi mano, éramos distintos, que por esos momentos me pareció usual que estuviéramos de la misma estatura. Propuso volver al principio: Fingimos que acabas de entrar a la isla y que no conoces a nadie y te recibimos con una fiesta que dure dos semanas, después viajamos solo tú y yo en bote por el lago y acampamos en una de las orillas de la isla. Volverás a ser feliz.

Seguimos la recomendación de Armilda. Bob volvió en sí para cantar en la fiesta junto a Eric. Hubo cerveza, playeras mojadas y nos hicimos pasar por spring breakers. Las mujeres ampliaron las cabañas y construyeron el bote. A los dos días frente al timón Armilda y yo discutimos. Yo quería viajar hacia el norte para instalar el campamento frente a una ventana de mi habitación que daba a las calles. Ella prefería el sur, donde no había ventana ni objetos que me conectaran con mi mundo. Si tú vas a mandar en todo el viaje mejor hazlo sola. Entonces bájate de mi bote y regrésate nadando a las cabañas. Por último terminamos acampando en el oeste, una parte desértica y aburrida.

Sufrimos otro pleito. Se me ocurrió decirle a Armilda, antes de hacer el amor dentro de la casa de campaña, que estaba algo subida de peso y que era un poco cansado cuando lo hacíamos ella arriba de mí. Si estuviéramos en mi mundo ya te hubiera comprado el manual de Pilates para que recuperes tu cuerpo de vedette. Si no te agrado como estoy mejor ten relaciones contigo mismo, respondió enfurecida para irse a dormir al bote. Por la mañana levantamos el campamento y regresamos a las cabañas.

Armilda llegó provocando una hecatombe. Todos se dieron cuenta que venía disgustada por el viaje y no querían acercársele. Convocó a las chicas a una junta que duró más de una hora. No aceptaron que entrara. Caminé a la orilla del lago para matar el tiempo. Bob se acercó preguntando cómo nos había ido en nuestra aventura de amor. Creo que hemos terminado Armilda y yo. Tus razones se respetan, buen amigo, pero Armilda es una mujer especial, espero y no te arrepientas nunca de lo que está sucediendo, dijo el ave acomodando su ala en mi espalda.

Acabó la reunión. No supe qué negociaron. Las chicas formaron un círculo en el centro junto a las cabañas. Algunas me vieron con reticencia y murmuraron mientras se tomaban de la mano: A ver si ahora deja de quejarse. Sólo falta que no valoré lo que vamos hacer por él. Dieron vueltas y vueltas en círculo y comenzaron una canción de despedida que las hizo llorar mientras repetían el estribillo: La isla que somos todas y en ella estaremos todas. De pronto se unieron las diez mujeres en una sola. Formaron una Armilda gigante que en pocos segundos salió del reloj estirando su cuerpo.

En mi habitación había libros tirados, entre ellos el catálogo fotográfico de Man Ray, un álbum con las pinturas de Eduard Hopper. Había también varias revistas para caballeros y otras que resolvían preguntas sobre la sexualidad. Armilda pasó la mitad del día revisando ese material. En ocasiones se acercaba al reloj para decir: Así que éste es tu mundo, no se ve tan mal. Dio vueltas por las habitaciones para encontrar algún entretenimiento, hurgó en mis cosas personales y se midió mi ropa. Recomendé que escuchara mi colección discográfica de rock pesado, que revisara los anaqueles donde tenía algunas postales de varios países y que encendiera mi computadora para que navegara en Internet. Duró toda la madrugada y parte de la mañana conectada al Messenger. Al principió le costó trabajo sostener la conversación con otros usuarios porque no sabía teclear con agilidad y manejar el dispositivo manual.

Durmió. Al despertar tomó reloj y preguntó: ¿Tienes algo de comida? Debajo de mi cama hay una bolsa de palomitas a la mitad. ¿Recuerdas qué me ibas a recomendar para bajar de peso?, preguntó degustando los granos de maíz. Sí, enciende el televisor, le expliqué cómo se utilizaba el control remoto, cuáles eran los canales que enseñan las técnicas de ejercicio para bajar de peso y qué canales veía yo cuando estaba fastidiado. Duró largos días frente al televisor siguiendo la rutina gimnástica ordenada por una instructora. Cuando se aburría cambiaba hasta encontrar una mejor programación. Aprendió rápido. La última noche que estuvo con nosotros se burló tanto que el estómago comenzó a dolerle gracias a un programa conducido por un inglés que mostraba a los televidentes las costumbres sexuales de cada país. Si quieres conocer el mundo sin gastar dinero y sin salir de casa, recomendaba el hombre del programa, dura frente al televisor diez horas diarias.

Bob y Eric murieron de tristeza. La ausencia de las mujeres acabó con ellos. Duraron varios días trepados en sus respectivos árboles como estatuillas, hasta que un día se desplomaron. Al impactarse contra el suelo sus cuerpos provocaron un ruido amargo. Los enterré junto a las cabañas. Al arrastrar la última paletada de tierra hacia su tumba la isla comenzó a destruirse: los árboles cayeron en pedazos lentamente, el lago se abrió a la mitad y todo se vino abajo como si el ornamento estuviera sufriendo un temblor.

Escúchame, Armilda, grité mientras esquivaba a los árboles que se desprendían de su base, sácame de aquí, moriré si no lo haces. La chica estaba boquiabierta con las novedades televisivas. Clavó una mirada apática en el ornamento, lo alejó de la mesa de té en la que se encontraba. Se levantó del sillón sin deshacerse del reloj y se dirigió al baño. Armilda, no me dejes aquí, en este lugar. Haré lo que sea porque seamos felices, lo prometo. ¿Me escuchas? Tenemos que vivir juntos, le grité mientras bajaba sus calzoncillos para orinar. Después arrojó el artefacto al escusado para drenarlo.


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DATOS DEL AUTOR: 

Joel Flores. 1984. Zacatecas. Narrador. Colabora en Barca de Palabras, Finisterre, Reitia, La cabeza del Moro, Prisma volante y Acento de La Voz de Michoacán. Becario por el Instituto de Cultura y las Artes del Estado de Zacatecas en el periodo 2004-2005. Actualmente trabaja en su libro de cuentos Simulador y habita en www.bunker84.blogspot.com