Fruto de una actitud crítica
frente a la exuberancia y el gusto por lo ornamental del Barroco
y la búsqueda de la pureza de las formas aparece el Neoclasicismo.
A mediados del siglo XVIII hay una intención de ruptura en la
cultura del viejo continente. Europa comienza a cansarse y aparece la
necesidad de rectificar el camino de las artes.
Es la ley del cansancio de las formas. Se tiene ansias de simplicidad,
equilibrio y reposo, que son fomentados por la normativa de las Academias
Francesas. Esa reacción, como ya sucedió a principios
del siglo XVI, le invita a volver los ojos hacia la antigüedad
clásica.
Pero, a pesar, del sentido de la medida y del reposo espiritual que
reflejan sus formas artísticas, el movimiento neoclásico
se impone con un grado de apasionamiento que raras veces es superado
por otras revoluciones artísticas. La acometividad contra el
Barroco es extraordinaria y el Neoclasicismo, encuentra pronto favor
en las alturas, su lucha, mas que de conquista, es de persecución
y exterminio del Barroco, y por si esto fuera poco, los padres de la
Revolución Francesa, al reconocer en lo neoclásico lo
opuesto a lo rococó de los gabinetes de los palacios reales,
lo consideran el estilo del nuevo régimen. En el fondo, era la
lucha de los intelectuales contra la aristocracia de empolvadas pelucas.
Este nuevo estilo no se conforma con tomar como modelo lo romano, sino
que es Grecia su inspiradora, y tiene en el estudioso alemán
J.J. Winckelmann su teórico.
Al mismo tiempo, nace una tendencia sentimental, el prerromanticismo,
que tendrá subterránea vida durante el esplendor del Neoclasicismo
y que posteriormente, triunfaría sobre él, dando lugar
al Romanticismo.
Con la victoria del Neoclasicismo comienza en la pintura el periodo
que podríamos llamar francés, durante el cual París
se convierte en el centro desde donde se irradian las principales novedades
artísticas.
Los pintores neoclásicos encuentran
el grave inconveniente de no disponer de modelos importantes de la pintura
clásica. Los edificios y las esculturas abundan en Italia, pero
no existen las grandes obras de maestros de la antigüedad que permitan
conocer las perfecciones alcanzadas en el color, y los pintores tienen
que buscar sus fuentes de inspiración en la escultura y en el
relieve y, más concretamente, en el arte monocromo. Esa monocromía
de sus modelos les hace olvidar un elemento capital en la pintura, el
color. Sus creaciones carecen de riqueza cromática. Su estilo
está fundado en el rigor geométrico de las composiciones,
el predominio aplastante del dibujo, y el recurso a una luminosidad
difusa y homogénea enemiga de contrastes y efectivismos.
El máximo exponente del Neoclasicismo en cuanto a pintura es
el pintor francés Jacques-Louis David, aunque no hay que olvidar
a otros artistas que pertenecieron a los círculos romanos que
jugaron un papel importante en el inicio de las representaciones pictóricas
clasicistas como el escocés Gavin Hamilton, y el alemán
Anton Raphael Mengs.
Jacques-Louis David, verdadero promotor del estilo neoclásico
en Francia y casi coetáneo de Goya, nació en París
el 30 de agosto de 1748 en el seno de una familia de clase media alta.
Estudió en la Academia real con el pintor rococó Joseph
Marie Vien. En 1774 ganó el Premio de Roma con El médico
Erasístrato descubre la causa de la enfermedad de Antioco.
Una vez, becado, David fue a Roma
en 1775, junto con Vien, que acababa de ser nombrado Director de la
Academia de Roma. Hace un recorrido por Italia y llega a Parma donde
tiene contacto con el color y la luz de Correggio. Durante los cinco
años que duró su estancia en este país, en los
cuales pese a sus ideas contrarias a la Antigüedad, Lo antiguo
no me seduce, carece de brío y no me conmueve, fue descubriendo
con admiración esa misma antigüedad, y fundamenta en ella,
en adelante, su arte.
David desarrolló rápidamente su propia línea neoclásica,
sacando sus temas de fuentes antiguas y basándose en las formas
y la gestualidad de la escultura romana.
Su famoso Juramento de los Horacios representa
la consagración definitiva de David y la obra por excelencia
del estilo neoclásico. En él destacan el dramatismo en
la utilización de la luz, las formas idealizadas y la claridad
gestual.
Trata del juramento que ante su padre
hicieron, los tres hermanos Horacios, de luchar contra los tres hermanos
albanos, Curiacios, hasta la muerte, si fuera preciso, por Roma. A la
derecha aparecen las hermanas y una oscura figura femenina completa
la escena. En la composición destaca un estilo depurado, austeridad
de medios y claridad expositiva. El espacio teatral se va acentuando
por la luz caravaggiesca procedente de la izquierda del óleo.
La plástica energía de las figuras femeninas de tensos
músculos, unido al ritual del juramento de las espadas que procede
del medievo y no de la antigua Roma, contrasta con el pasivo desconsuelo
del grupo de mujeres cuyas cabezas finamente diseñadas, forman
al unirse la cúspide de la pirámide que construyen sus
cuerpos.
Su temática de contenido va paralela al contrato de Rousseu,
donde la unidad familiar integra al individuo. La obra tiene un mensaje
patriótico y de obediencia al Estado para el bien de una comunidad
y está cargada de referencias simbólicas. Padre con los
hijos, hablan del núcleo familiar. Figuras femeninas, presentan
el abatimiento. Figuras masculinas, firmeza e iniciativa. Arco de triunfo,
enmarca y dignifica las figuras.
La obra presentaba una temática de un elevado moralismo y patriotismo
que la convirtió en el modelo de la pintura histórica
de tono heroico y aleccionador de las dos décadas siguientes.
En 1781, realiza Belisario
recibiendo limosna, donde muestra a un héroe caído,
viejo y ciego, mendigando en la calle en compañía de un
joven niño mientras que uno de sus antiguos soldados, con gran
asombro, reconoce al viejo.
Su cuadro, La muerte de Sócrates, de
1787 no se refiere a la historia romana, sino a la griega, refleja el
momento en que ya encarcelado por sus ideas, el filósofo elige
la muerte antes de abjurar de las mismas. Con gran serenidad y estoicismo,
el filósofo se dispone a beber el veneno de la copa que le tiende
un discípulo, mientras otros, en vivo, muestran su desespero
ante la decisión del maestro.
El espacio arquitectónico es muy limpio y sobrio. Para David,
lo más importante de esta pintura era lo que los tratadistas
clásicos llamaban expresión y es muy evidente que este
lienzo constituye un homenaje a Poussin. Junto al desarrollo central
de la escena, la obra está llena de pequeños detalles
iconográficos que refuerzan su sentido moral y la llenan, al
mismo tiempo, de humanidad.
Otra obra clave de David es Los
lictores llevando a Bruto los cuerpos de sus hijos, de
1789, donde se representa a Bruto, hombre y padre, quien sacrificó
a sus propios hijos. Él situado a los pies de la estatua de Roma,
se ve interrumpido en su aflicción por los gritos de su esposa
y por el miedo y el desmayo de su hija mayor.
Los dramáticos contrastes de la luz y la desesperación
que expresa el grupo de las tres figuras enlazadas, que por la iluminación
escenográfica se dirían que son las verdaderas protagonistas
del tema, indican que el principal interés del pintor es la manifestación
plástica de un dolor humano que desgarra y divide a una familia.
La escena se divide en dos partes: en una esquina el cuerpo de uno de
sus hijos, al que solo se le ven las piernas, iluminado, contrasta con
la escena del padre en penumbra, sentado, expresando estabilidad, con
un gesto de melancolía y pesadumbre, sin que llegue al abatimiento.
Por otro lado las cuatro mujeres separadas de la otra escena por una
columna dórica, sin basa, en la que se concentra todo el dolor
humano.
Después de 1789 adoptó
un estilo más realista que neoclasicista para poder registrar
las escenas de su tiempo relacionadas con la Revolución Francesa,
como en la obra de gran dramatismo La muerte de Marat
de 1793 que se fundamenta en lo ideal y conceptualmente se basa en el
mimetismo. La simétrica composición logra mediante líneas
geométricas enfatizar magistralmente el rigor y la claridad del
cuadro con el que David alcanza definitivamente la severidad y la desnudez
huérfana de todo accesorio innecesario.
En Las Sabinas de 1799, David retoma el sentido
de la pintura de historia de las décadas de 1770 y 1780, aunque
esta vez incidiendo más en el carácter monumental de la
obra. Hace referencia a la antigüedad pero volviéndose cada
vez más clasicista. Sus torres con almenas, recuerdan cada vez
más a los castillos medievales.
Hay personajes que evocan a Caravaggio, otros a Rafael. Comienza a trabajar
el desnudo como el clasicismo, con el modelo de la antigüedad,
manteniendo los atributos identificadores, cascos, escudos…ideas
de guerra y política.
Entre 1799 y 1815 fue el pintor oficial
de Napoleón y registró las crónicas de su reinado
en obras de gran formato, como Napoleón cruzando
los Alpes de 1801, donde David conserva el dibujo incisivo,
predominio de lo lineal sobre lo pictórico, común a todas
las obras del Neoclasicismo, pero ha dejado de lado aquella simple geometría
a base de verticales y horizontales que aquí ceden totalmente
ante el impacto de la diagonal ascendente. Napoleón es presentado
como un héroe, triunfante sobre un corcel agitado que representara
la Revolución, mientras él como sereno jinete, personificara
la paz. Napoleón quiso mitificarse al modo de los antiguos héroes
clásicos, tales como Carlo Magno o Aníbal. El nombres
que aparecen escritos debajo del de Bonaparte en el ángulo inferior
izquierdo de la composición.
O Coronación de Napoleón y Josefina
de 1805-07, es un enorme lienzo destinado a conmemorar la consagración
de Bonaparte en Notre Dame, en diciembre de 1804. Eligió para
esta composición el momento en el que en una conflictiva ceremonia,
Napoleón se autocorona prescindiendo del Papa y se dispone a
colocar la corona imperial sobre Josefina. Despliega en esta tela toda
la riqueza que la nueva aristocracia no había dudado en desplegar.
Armiños, terciopelos, brocados y joyas que Napoleón trata
vanamente de olvidar con su corona de laurel a la manera de los antiguos
emperadores romanos.
En la parte inferior de la composición,
los asistentes a la ceremonia, individualizados con el realismo propio
de los retratos, quedan en cierto modo minimizados por el amplio espacio
superior por el que ascienden, con rectas verticales, las arquitecturas
del interior de la catedral y los largos brazos de los candelabros del
altar, verticalismo al que se une el crucifijo, que sostenido por un
obispo, centra la escena. Todo es muy teatral, ya no hay síntesis
de elementos esenciales. Vemos toda la parafernalia imperialista del
estilo barroquizante.
David también fue un prolífico
retratista. Muchos críticos modernos consideran sus retratos
como sus mejores obras, sobre todo porque no conllevan la carga de los
mensajes moralizantes y la técnica, a menudo artificiosa, de
sus obras neoclasicistas.
La carrera artística de David representa la transición
del rococó del siglo XVIII al realismo del siglo XIX. Su neoclasicismo
frío y calculado, sus temas heroicos y patrióticos prepararon
el camino para el romanticismo.
Ideológicamente, como puede
verse en su obra, David fue un artista comprometido con su tiempo. Sus
halagos fluctuaron conforme a la situación de cada momento. Al
aceptar la pintura de la Historia Contemporánea hubo de correr
este riesgo. Con el Juramento de los Horacios, transfería
el heroísmo de los romanos a la Francia contemporánea.
La revolución se veía representada. Luego supo adaptarse
a Napoleón. Se comprometió con el poder de tal manera,
que a la caída del Emperador tuvo que refugiarse en Bruselas,
donde habría de vivir hasta su muerte. Trataba de servir con
su pintura a la sociedad.
Bibliografía
- CARMONA,
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Historia 16, Madrid, 1993.
- HOURTICO, Louis.: El Arte en Francia, Librería Gutenberg
de José Ruiz, Madrid, 1922.
- MARTÍN GONZÁLEZ, J. J.: Historia del arte,
Ed. Gredos, Madrid, 1996.
- VV.AA.: Historia
General del Arte. Pintura. Tomo IV. Ediciones del Prado. Madrid.1996.