Durante la época renacentista, la pintura española alcanzó
un desarrollo menor que el que se produjo en otros países europeos
y, sobre todo, en Italia. De este modo, y con el paso del tiempo, únicamente
la obra de El Greco ha alcanzado verdadero renombre internacional. Es
por lo tanto evidente que en el siglo en el que Castilla podía
considerarse como la primera potencia mundial los focos de innovación
y de creación de las novedades artísticas, en la pintura,
quedaban alejados de las fronteras españolas.
Sin embargo, en el siglo XVII, con
la estética barroca, podemos considerar que la pintura española
alcanza su plena madurez. Es bien cierto que con respecto al periodo
anterior los focos artísticos europeos se diversifican y que
el centro de toda novedad ya no es Italia. Pero, aun siendo importantes
las aportaciones españolas en el campo de la arquitectura y la
escultura, va a ser en el arte de pintar donde asistamos a una verdadera
revolución, por la diversidad de focos artísticos (aunque
no haya grandes diferencias entre ellos), por el número de artistas
y, sobre todo, por la increíble calidad pictórica que
alcanzaron algunos de los autores.
Gran parte de la pintura barroca española,
como no podía ser de otra manera, es de tema religioso, dada
la influencia de la iglesia católica en las mentalidades y su
importancia como cliente. Así pues, los temas mitológicos,
el paisaje o las composiciones históricas son muy escasos. Sin
embargo, caracteriza a las obras su naturalismo y su tendencia al realismo.
Y detrás de todo ello está el interés por representar
al país a través de los personajes mostrados en las obras,
no sólo los de los grupos pudientes, sino también esos
modelos anónimos, los hombres de la calle, cuyos rostros curtidos
podemos ver en tantos cuadros, la sociedad en suma, vista desde múltiples
ópticas.
Siempre solemos creer que la nómina
de pintores barrocos españoles se reduce a sus primeros espadas:
Zurbarán, Murillo y, sobre todo, Velázquez. Sin embargo
artistas como Ribalta, Ribera, Valdés Leal, Carreño de
Miranda, Claudio Coello y otros tantos han de ser tenidos en cuenta
a la hora de valorar lo que la pintura española fue capaz de
desarrollar en el siglo XVII: una mirada profunda, y muchas veces crítica
y aguda, sobre la sociedad de su época. Es evidente que, en este
sentido, el genio de Velázquez luce de tal manera que eclipsa
a todos los demás. Pero entenderemos mejor la pintura barroca
si, alejados de ese deslumbramiento que las obras de Velázquez
nos producen, volvemos nuestra mirada sobre los otros artistas y somos
capaces de valorar lo que entonces se hizo en pintura.
En definitiva, es correcto decir que
en Velázquez encuentra su cumbre la pintura barroca, pero resulta
igualmente válido afirmar, en un sentido más general,
que en el barroco la pintura española alcanzó su momento
álgido. Había llegado la madurez. Y este hecho coincidió,
aunque no es mera coincidencia, con un momento en el que también
llegaba el declive al país. Un país todavía inexistente
en el que el arte (sobre todo la pintura), al igual que la literatura,
alcanzó la primera posición en cuanto a las realizaciones
culturales se refiere.
Sobre la fugacidad de la vida: La obra de Valdés Leal
Uno de los más importantes pintores españoles
de la época barroca, es el sevillano Juan de Valdés Leal
(1622-1690), un pintor de tendencia tenebrista y gusto por lo dramático,
típicamente barroco. Valdés se hizo hermano de la Hermandad
de la Santa Caridad de Sevilla, institución dedicada al auxilio
de pobres, enfermos y moribundos. Precisamente, por encargo de Miguel
de Mañara, fundador de dicha institución, realizó
dos de sus cuadros más famosos, conocidos con el nombre de ‘las
postrimerías’.
Se trata de dos lienzos rematados en
medio punto, titulados In ictu oculi (‘en un abrir y
cerrar de ojos’) y Finis gloriae mundi (‘Final
de las glorias terrenales’). En el primero de ellos, la muerte
con su guadaña nos muestra su poder: de un soplo (como le sucede
a una vela que se apaga) la vida humana finaliza, poniendo límite
a todos los poderes terrenales. En el segundo, Valdés nos presenta
los cuerpos muertos de un caballero y un obispo. En ambos casos sus
famas y sus glorias de nada les han servido, porque los dos cadáveres
se encuentran en estado de pudrición. Mientras tanto, la mano
de la justicia divina pesa las buenas y malas obras que en la tierra
se han realizado.
En definitiva, pura mentalidad barroca,
inspirada por Miguel de Mañara, de quien se cuenta que, dedicado
a una vida desenfrenada, vio un día pasar su propio entierro
por una calle sevillana. A partir de ahí su actitud ante la vida
cambió profundamente, asumiendo que la muerte es la gran igualadora
que a todos nos equipara. ‘Memento mori’: polvo somos y
en polvo nos habremos de convertir.
El pintor de las inmaculadas y los niños de la calle.
Bartolomé Esteban Murillo
¿Qué sucede en una familia de clase media andaluza, en
el siglo XVII, cuando fallece el padre, dejando tras de sí a
una viuda, que muere a los pocos meses, y catorce hijos? Esta enorme
tragedia familiar le sucedió al sevillano Bartolomé Esteban
Murillo (1.617-1.682), el menor de la familia, quien perdió a
su padre con nueve años y a su madre con diez. Del niño
acabó haciéndose cargo una de sus hermanas mayores, que
le envió a aprender pintura a uno de los talleres existentes
en la ciudad.
En esa infancia difícil se forjó
el carácter de Murillo quien sin embargo hacia 1645 era ya un
pintor de relativa importancia, que recibía encargos propios,
de cierto interés. Ya para entonces la mayor parte de sus cuadros
eran de tema religioso, destinados a las iglesias y conventos de la
ciudad. En este tipo de obras basó Murillo su prestigio y su
fama, destacando sobre todo como pintor de inmaculadas, tema al que
dedicó varias de sus obras, en las que definió un tipo
de virgen caracterizada por sus rasgos juveniles, su dulzura y la presencia
de unos fondos luminosos.
En general, en su obra podemos apreciar
numerosas influencias. Así, los fondos oscuros de algunos de
sus lienzos nos remiten a Ribera y Zurbarán. El colorido brillante
nos habla de la pintura veneciana, mientras que los rompimientos de
gloria de sus cuadros, sobre todos los de las inmaculadas, deben ponerse
en relación con la pintura barroca flamenca.
Por otro lado, el pintor cultivó
también los temas de género, sobresaliendo sobre todo
su serie dedicada a personajes infantiles, en la que retrata, de manera
realista, a verdaderos niños de la calle, esos mendigos tan frecuentes
en la Sevilla de mediados del siglo XVII, aunque casi siempre vistos
con unos colores dulces y unos fondos luminosos.
Aunque residió por una breve
temporada en Madrid, donde mantuvo contactos con Velázquez, la
mayor parte de la obra de Murillo fue realizada en Sevilla, al calor
de la extensa clientela que poseía en la ciudad y su área
de influencia, donde alcanzó el prestigio suficiente como para
impulsar la creación de una academia sevillana de pintura. Paradójicamente,
ya en edad avanzada Murillo recibió un encargo de un convento
gaditano, lo que le hizo trasladarse a esa ciudad. Allí tuvo
una caída de un andamio, lo que acabaría provocando su
muerte pocos meses después.
Zurbarán, el pintor místico. Sobre santas, mártires
y asuntos religiosos.
Santa Águeda (o Santa Ágata) nació en Italia hacia
el año 230. De joven la distinguían su fe cristiana y
su gran belleza. Atraído por ella, el cónsul Quintiliano
procuró conseguir sus favores, pero fue rechazado por la doncella.
Ni siquiera la hizo cambiar de opinión el que la encerrasen durante
un mes en un prostíbulo, buscando que se contagiase de las rameras
que allí se ocupaban.
Así pues, el cónsul la envió a una celda y la sometió
a tortura. Tras pasarla por el potro, sus sicarios le arrancaron lentamente
los pechos. Sin embargo, Águeda recibió el auxilio de
San Pedro, que por la noche se le apareció en su celda y la sanó
de sus heridas, hasta el punto de recuperar los pechos amputados.
Cuando el cónsul reparó en la milagrosa curación,
ordenó que la mártir fuese quemada en la hoguera. Ya en
la pira, un terremoto provocó las iras del pueblo, que achacó
el seísmo a la crueldad de Quintiliano con la joven. Así
pues, ésta fue devuelta a su celda donde, finalmente, murió
sin perder su virginidad y habiéndose mantenido fiel a Jesús.
El martirio que, brevemente, acabo
de describir, es uno de los temas que más atrajo al pintor Francisco
de Zurbarán (1598-1.664), nacido en Fuente de Cantos (Badajoz)
pero trasladado de joven a Sevilla, donde aprendió el oficio
de pintor y donde se estableció definitivamente en 1629. Aquí
conoció a Velázquez, quien más tarde lo reclamó
a Madrid para que participase en la decoración del Alcázar
de los Austrias. Tras su regreso a Sevilla, Zurbarán pasó
unos años dedicado a pintar sobre todo obras de tipo religioso
para los numerosos conventos de la ciudad y de su área de influencia.
Años después el pintor regresaría de nuevo a la
Corte, instalándose en Madrid, donde finalmente murió.
Si Zurbarán no hubiese sido
el genio artístico que fue, su obra podría definirse como
la de un pintor barroco volcado al tema religioso, que de muy de vez
en cuando aborda otros temas como el retrato o el bodegón. Pero
el arte de Zurbarán es especial, completamente especial. Comenzó
su producción influido por las modas tenebristas que llegaban
de Italia, pero el contacto con su amigo Velázquez acabó
por aclarar su paleta, mientras el artista adquiría esa enorme
capacidad para remarcar los volúmenes de los personajes que representa,
hasta el punto de que en ocasiones llegan a parecer esculturas bidimensionales.
Pero las obras de Zurbarán enseñan
al mundo también, en plena Contrarreforma, una manera de entender
la religión católica bastante peculiar: el pintor renuncia
la mayor parte de las veces a mostrarnos el dolor de los personajes,
los aspectos violentos o desagradables de sus martirios si es el caso,
y se concentra en reflejar la religiosidad en los rostros, en las actitudes.
En definitiva, sus planteamientos están muy cercanos a la mística,
como vía personal e interior del acercamiento a Dios.
Como muestra de ello, valga esta serie
de santas en las que Zurbarán nos dejó lo mejor de su
pintura: esas mujeres, todas mártires (de hecho cada una lleva
el atributo de su martirio), pero en las que el dolor no está
representado. Las santas aparecen absortas en sí mismas, ataviadas
a la usanza de la época, pero rebosan serenidad, majestuosidad
y belleza. Una belleza que irradia del interior del personaje y que
se extiende a la totalidad de lo representado. Que se encuentra en el
color y en la forma, en los volúmenes, pero que nos lleva a los
rostros y desde éstos al interior de cada personaje. A lo más
profundo de cada uno, a su corazón, como los místicos
querían.
El Tenebrismo en España. Sobre la obra de José
de Ribera, el ‘Spagnoletto’.
He aquí a un pintor español, José de Ribera
(1591-1652) que se trasladó a Italia en plena juventud y que
ya prácticamente no regresó más a nuestro país.
Este hecho marcó profundamente su trayectoria artística,
porque en Italia pudo conocer las obras de los grandes autores del Renacimiento,
pero también la de Caravaggio, que influiría enormemente
en su producción. Ribera acabó asentándose en Nápoles,
que entonces pertenecía a la corona aragonesa, consiguiendo el
apoyo de los virreyes, hasta el punto de alcanzar un status parecido
al de los pintores de cámara.
Todo ello explica que en la producción
del pintor predomine la temática religiosa, con obras en las
que el realismo es la nota más característica. Un realismo
que más que natural busca provocar el efecto y la sorpresa en
el espectador. Pero también tuvo tiempo de hacer incursiones
en otro tipo de temas, como los mitológicos o los retratos, entre
los cuales llaman enormemente la atención esos personajes populares
a los que la naturaleza ha traído alguna desgracia, como la mujer
barbuda o el patizambo. Quizás estos ‘monstruos barrocos’
le interesaron tanto porque él mimo era de muy corta estatura,
hasta el punto de que ello dio origen a su sobrenombre de ‘El
españolito’. Pero a mi siempre me ha llamado la atención
la serie que se conoce con el nombre de ‘los filósofos’,
en la que retrata (recurriendo como modelos a personajes populares)
a algunos de los más insignes científicos y filósofos
de la Antigüedad.
De Caravaggio tomó Ribera ese acusado tenebrimo que está
presente en la mayor parte de su producción hasta, aproximadamente
1634. En efecto, en esas obras, parece como si un violento foco de luz,
externo al propio cuadro, se empeñase en mostrarnos el tema representado,
dejando una parte importante del lienzo en una oscuridad casi absoluta.
Después de esa fecha esta tendencia se aminora y los colores
de algunos de sus cuadros cobran mayor luminosidad. Quizás en
todo ello influyeron las circunstancias de su propia vida personal,
porque sus últimos años suponen de nuevo el regreso al
claroscurismo más estricto, mientras el artista veía desaparecer
la confortable situación económica en la que había
vivido y moría prácticamente arruinado. Muy propio de
una biografía barroca. El contraste, siempre el contraste. Como
la luz y la sombra, en definitiva.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Juan Diego Caballero Oliver (Sevilla,
1957), dedicado a la enseñanza desde 1980, es catedrático
de Geografía e Historia en el IES Néstor Almendros de
Tomares (Sevilla), donde ocupa el cargo de Jefe del Dpto. de Geografía
e Historia. Tiene diversas publicaciones destinadas al alumnado de Educación
Secundaria y ha sido Director, Vicedirector y Jefe de Estudios en varios
IES de Cádiz y Sevilla. Además es el autor del blog ENSEÑ-ARTE.