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La pintura barroca española
Juan Diego Caballero
21/09/2007



Durante la época renacentista, la pintura española alcanzó un desarrollo menor que el que se produjo en otros países europeos y, sobre todo, en Italia. De este modo, y con el paso del tiempo, únicamente la obra de El Greco ha alcanzado verdadero renombre internacional. Es por lo tanto evidente que en el siglo en el que Castilla podía considerarse como la primera potencia mundial los focos de innovación y de creación de las novedades artísticas, en la pintura, quedaban alejados de las fronteras españolas.

Sin embargo, en el siglo XVII, con la estética barroca, podemos considerar que la pintura española alcanza su plena madurez. Es bien cierto que con respecto al periodo anterior los focos artísticos europeos se diversifican y que el centro de toda novedad ya no es Italia. Pero, aun siendo importantes las aportaciones españolas en el campo de la arquitectura y la escultura, va a ser en el arte de pintar donde asistamos a una verdadera revolución, por la diversidad de focos artísticos (aunque no haya grandes diferencias entre ellos), por el número de artistas y, sobre todo, por la increíble calidad pictórica que alcanzaron algunos de los autores.

Juan de Zurbarán, ‘Bodegón con manzanas y azahar’ (hacia 1640), Colección privada.  Diego Velázquez, ‘Retrato de la infanta Margarita’ (hacia 1660), Madrid.

Gran parte de la pintura barroca española, como no podía ser de otra manera, es de tema religioso, dada la influencia de la iglesia católica en las mentalidades y su importancia como cliente. Así pues, los temas mitológicos, el paisaje o las composiciones históricas son muy escasos. Sin embargo, caracteriza a las obras su naturalismo y su tendencia al realismo. Y detrás de todo ello está el interés por representar al país a través de los personajes mostrados en las obras, no sólo los de los grupos pudientes, sino también esos modelos anónimos, los hombres de la calle, cuyos rostros curtidos podemos ver en tantos cuadros, la sociedad en suma, vista desde múltiples ópticas.

Siempre solemos creer que la nómina de pintores barrocos españoles se reduce a sus primeros espadas: Zurbarán, Murillo y, sobre todo, Velázquez. Sin embargo artistas como Ribalta, Ribera, Valdés Leal, Carreño de Miranda, Claudio Coello y otros tantos han de ser tenidos en cuenta a la hora de valorar lo que la pintura española fue capaz de desarrollar en el siglo XVII: una mirada profunda, y muchas veces crítica y aguda, sobre la sociedad de su época. Es evidente que, en este sentido, el genio de Velázquez luce de tal manera que eclipsa a todos los demás. Pero entenderemos mejor la pintura barroca si, alejados de ese deslumbramiento que las obras de Velázquez nos producen, volvemos nuestra mirada sobre los otros artistas y somos capaces de valorar lo que entonces se hizo en pintura.

En definitiva, es correcto decir que en Velázquez encuentra su cumbre la pintura barroca, pero resulta igualmente válido afirmar, en un sentido más general, que en el barroco la pintura española alcanzó su momento álgido. Había llegado la madurez. Y este hecho coincidió, aunque no es mera coincidencia, con un momento en el que también llegaba el declive al país. Un país todavía inexistente en el que el arte (sobre todo la pintura), al igual que la literatura, alcanzó la primera posición en cuanto a las realizaciones culturales se refiere.


Sobre la fugacidad de la vida: La obra de Valdés Leal

Uno de los más importantes pintores españoles de la época barroca, es el sevillano Juan de Valdés Leal (1622-1690), un pintor de tendencia tenebrista y gusto por lo dramático, típicamente barroco. Valdés se hizo hermano de la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla, institución dedicada al auxilio de pobres, enfermos y moribundos. Precisamente, por encargo de Miguel de Mañara, fundador de dicha institución, realizó dos de sus cuadros más famosos, conocidos con el nombre de ‘las postrimerías’.

Juan de Valdés Leal, ‘Finis gloria mundi’ (1672). Sevilla.  Juan de Valdés Leal, ‘In ictu oculi’ (1672). Sevilla.

Se trata de dos lienzos rematados en medio punto, titulados In ictu oculi (‘en un abrir y cerrar de ojos’) y Finis gloriae mundi (‘Final de las glorias terrenales’). En el primero de ellos, la muerte con su guadaña nos muestra su poder: de un soplo (como le sucede a una vela que se apaga) la vida humana finaliza, poniendo límite a todos los poderes terrenales. En el segundo, Valdés nos presenta los cuerpos muertos de un caballero y un obispo. En ambos casos sus famas y sus glorias de nada les han servido, porque los dos cadáveres se encuentran en estado de pudrición. Mientras tanto, la mano de la justicia divina pesa las buenas y malas obras que en la tierra se han realizado.

En definitiva, pura mentalidad barroca, inspirada por Miguel de Mañara, de quien se cuenta que, dedicado a una vida desenfrenada, vio un día pasar su propio entierro por una calle sevillana. A partir de ahí su actitud ante la vida cambió profundamente, asumiendo que la muerte es la gran igualadora que a todos nos equipara. ‘Memento mori’: polvo somos y en polvo nos habremos de convertir.


El pintor de las inmaculadas y los niños de la calle. Bartolomé Esteban Murillo

¿Qué sucede en una familia de clase media andaluza, en el siglo XVII, cuando fallece el padre, dejando tras de sí a una viuda, que muere a los pocos meses, y catorce hijos? Esta enorme tragedia familiar le sucedió al sevillano Bartolomé Esteban Murillo (1.617-1.682), el menor de la familia, quien perdió a su padre con nueve años y a su madre con diez. Del niño acabó haciéndose cargo una de sus hermanas mayores, que le envió a aprender pintura a uno de los talleres existentes en la ciudad.

En esa infancia difícil se forjó el carácter de Murillo quien sin embargo hacia 1645 era ya un pintor de relativa importancia, que recibía encargos propios, de cierto interés. Ya para entonces la mayor parte de sus cuadros eran de tema religioso, destinados a las iglesias y conventos de la ciudad. En este tipo de obras basó Murillo su prestigio y su fama, destacando sobre todo como pintor de inmaculadas, tema al que dedicó varias de sus obras, en las que definió un tipo de virgen caracterizada por sus rasgos juveniles, su dulzura y la presencia de unos fondos luminosos.

Bartolomé Esteban Murillo, ‘Niños jugando a los dados’ (hacia 1675). Munich. Bartolomé Esteban Murillo, ‘Inmaculada’ (Hacia 1678). ). Madrid. Bartolomé Esteban Murillo, ‘Muchacha con dueña’ (1670). Washington

En general, en su obra podemos apreciar numerosas influencias. Así, los fondos oscuros de algunos de sus lienzos nos remiten a Ribera y Zurbarán. El colorido brillante nos habla de la pintura veneciana, mientras que los rompimientos de gloria de sus cuadros, sobre todos los de las inmaculadas, deben ponerse en relación con la pintura barroca flamenca.

Por otro lado, el pintor cultivó también los temas de género, sobresaliendo sobre todo su serie dedicada a personajes infantiles, en la que retrata, de manera realista, a verdaderos niños de la calle, esos mendigos tan frecuentes en la Sevilla de mediados del siglo XVII, aunque casi siempre vistos con unos colores dulces y unos fondos luminosos.

Aunque residió por una breve temporada en Madrid, donde mantuvo contactos con Velázquez, la mayor parte de la obra de Murillo fue realizada en Sevilla, al calor de la extensa clientela que poseía en la ciudad y su área de influencia, donde alcanzó el prestigio suficiente como para impulsar la creación de una academia sevillana de pintura. Paradójicamente, ya en edad avanzada Murillo recibió un encargo de un convento gaditano, lo que le hizo trasladarse a esa ciudad. Allí tuvo una caída de un andamio, lo que acabaría provocando su muerte pocos meses después.


Zurbarán, el pintor místico. Sobre santas, mártires y asuntos religiosos.

Santa Águeda (o Santa Ágata) nació en Italia hacia el año 230. De joven la distinguían su fe cristiana y su gran belleza. Atraído por ella, el cónsul Quintiliano procuró conseguir sus favores, pero fue rechazado por la doncella. Ni siquiera la hizo cambiar de opinión el que la encerrasen durante un mes en un prostíbulo, buscando que se contagiase de las rameras que allí se ocupaban.
Así pues, el cónsul la envió a una celda y la sometió a tortura. Tras pasarla por el potro, sus sicarios le arrancaron lentamente los pechos. Sin embargo, Águeda recibió el auxilio de San Pedro, que por la noche se le apareció en su celda y la sanó de sus heridas, hasta el punto de recuperar los pechos amputados.
Cuando el cónsul reparó en la milagrosa curación, ordenó que la mártir fuese quemada en la hoguera. Ya en la pira, un terremoto provocó las iras del pueblo, que achacó el seísmo a la crueldad de Quintiliano con la joven. Así pues, ésta fue devuelta a su celda donde, finalmente, murió sin perder su virginidad y habiéndose mantenido fiel a Jesús.

El martirio que, brevemente, acabo de describir, es uno de los temas que más atrajo al pintor Francisco de Zurbarán (1598-1.664), nacido en Fuente de Cantos (Badajoz) pero trasladado de joven a Sevilla, donde aprendió el oficio de pintor y donde se estableció definitivamente en 1629. Aquí conoció a Velázquez, quien más tarde lo reclamó a Madrid para que participase en la decoración del Alcázar de los Austrias. Tras su regreso a Sevilla, Zurbarán pasó unos años dedicado a pintar sobre todo obras de tipo religioso para los numerosos conventos de la ciudad y de su área de influencia. Años después el pintor regresaría de nuevo a la Corte, instalándose en Madrid, donde finalmente murió.

Francisco de Zurbarán, 'Santa Casilda' (1633). Madrid  Francisco de Zurbarán, 'Santa Águeda' (Hacia 1630), Montpellier. (Detalle)  Francisco de Zurbarán, 'Santa Águeda' (Hacia 1630), Montpellier.

Si Zurbarán no hubiese sido el genio artístico que fue, su obra podría definirse como la de un pintor barroco volcado al tema religioso, que de muy de vez en cuando aborda otros temas como el retrato o el bodegón. Pero el arte de Zurbarán es especial, completamente especial. Comenzó su producción influido por las modas tenebristas que llegaban de Italia, pero el contacto con su amigo Velázquez acabó por aclarar su paleta, mientras el artista adquiría esa enorme capacidad para remarcar los volúmenes de los personajes que representa, hasta el punto de que en ocasiones llegan a parecer esculturas bidimensionales.

Pero las obras de Zurbarán enseñan al mundo también, en plena Contrarreforma, una manera de entender la religión católica bastante peculiar: el pintor renuncia la mayor parte de las veces a mostrarnos el dolor de los personajes, los aspectos violentos o desagradables de sus martirios si es el caso, y se concentra en reflejar la religiosidad en los rostros, en las actitudes. En definitiva, sus planteamientos están muy cercanos a la mística, como vía personal e interior del acercamiento a Dios.

Como muestra de ello, valga esta serie de santas en las que Zurbarán nos dejó lo mejor de su pintura: esas mujeres, todas mártires (de hecho cada una lleva el atributo de su martirio), pero en las que el dolor no está representado. Las santas aparecen absortas en sí mismas, ataviadas a la usanza de la época, pero rebosan serenidad, majestuosidad y belleza. Una belleza que irradia del interior del personaje y que se extiende a la totalidad de lo representado. Que se encuentra en el color y en la forma, en los volúmenes, pero que nos lleva a los rostros y desde éstos al interior de cada personaje. A lo más profundo de cada uno, a su corazón, como los místicos querían.


El Tenebrismo en España. Sobre la obra de José de Ribera, el ‘Spagnoletto’.

He aquí a un pintor español, José de Ribera (1591-1652) que se trasladó a Italia en plena juventud y que ya prácticamente no regresó más a nuestro país. Este hecho marcó profundamente su trayectoria artística, porque en Italia pudo conocer las obras de los grandes autores del Renacimiento, pero también la de Caravaggio, que influiría enormemente en su producción. Ribera acabó asentándose en Nápoles, que entonces pertenecía a la corona aragonesa, consiguiendo el apoyo de los virreyes, hasta el punto de alcanzar un status parecido al de los pintores de cámara.

José de Ribera, ‘Arquímedes’ ("El filósofo sonriente"), 1630, Madrid. (Detalle) José de Ribera, ‘Pitágoras’ (Hacia 1630), Valencia.

Todo ello explica que en la producción del pintor predomine la temática religiosa, con obras en las que el realismo es la nota más característica. Un realismo que más que natural busca provocar el efecto y la sorpresa en el espectador. Pero también tuvo tiempo de hacer incursiones en otro tipo de temas, como los mitológicos o los retratos, entre los cuales llaman enormemente la atención esos personajes populares a los que la naturaleza ha traído alguna desgracia, como la mujer barbuda o el patizambo. Quizás estos ‘monstruos barrocos’ le interesaron tanto porque él mimo era de muy corta estatura, hasta el punto de que ello dio origen a su sobrenombre de ‘El españolito’. Pero a mi siempre me ha llamado la atención la serie que se conoce con el nombre de ‘los filósofos’, en la que retrata (recurriendo como modelos a personajes populares) a algunos de los más insignes científicos y filósofos de la Antigüedad.

De Caravaggio tomó Ribera ese acusado tenebrimo que está presente en la mayor parte de su producción hasta, aproximadamente 1634. En efecto, en esas obras, parece como si un violento foco de luz, externo al propio cuadro, se empeñase en mostrarnos el tema representado, dejando una parte importante del lienzo en una oscuridad casi absoluta. Después de esa fecha esta tendencia se aminora y los colores de algunos de sus cuadros cobran mayor luminosidad. Quizás en todo ello influyeron las circunstancias de su propia vida personal, porque sus últimos años suponen de nuevo el regreso al claroscurismo más estricto, mientras el artista veía desaparecer la confortable situación económica en la que había vivido y moría prácticamente arruinado. Muy propio de una biografía barroca. El contraste, siempre el contraste. Como la luz y la sombra, en definitiva.

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Para saber más


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DATOS DEL AUTOR:


Juan Diego Caballero Oliver (Sevilla, 1957), dedicado a la enseñanza desde 1980, es catedrático de Geografía e Historia en el IES Néstor Almendros de Tomares (Sevilla), donde ocupa el cargo de Jefe del Dpto. de Geografía e Historia. Tiene diversas publicaciones destinadas al alumnado de Educación Secundaria y ha sido Director, Vicedirector y Jefe de Estudios en varios IES de Cádiz y Sevilla. Además es el autor del blog ENSEÑ-ARTE.