Quizás pocas cuestiones deberían
despertar en nosotros una atención tan especial si nos interesa
el arte, como la realidad que en él se representa, manipula o
transforma. Otro tanto debería suceder con los realismos que
se dedicaron a reflejarla en distintas y variadas ocasiones durante
este siglo.
Quizás pocas cuestiones deberían despertar en nosotros
una atención tan especial si nos interesa el arte, como la realidad
que en él se representa, manipula o transforma. Otro tanto debería
suceder con los realismos que se dedicaron a reflejarla en distintas
y variadas ocasiones durante este siglo.
El Realismo es tan multimilenariamente viejo como el arte mismo. Existe
desde Altamira y sus manifestaciones nos despiertan muchas y variadas
sensaciones. El Egipcio sentado en el Louvre, nos deja estupefactos.
Un retrato de la Roma Imperial, nos impone, Velázquez nos hace
penetrar en la interioridad humana.
Ya más cercanos a nosotros
mismos, nos desconciertan ciertas obras hiperrealistas o híperfotográficas,
dispuestas a dejar perplejo al espectador más exigente con la
representación más veraz. Todo ello, porque el Realismo
no ha sido nunca un modo de ver y hacer unívoco que se limita
a reproducir lo visible, y aunque todos ellos han tenido una clara voluntad
de saber ver y aprehender directamente lo que se percibe, la mayoría
se movieron en el entorno de muy distintos planteamientos existenciales
e ideológicos, que enriquecieron el puro realismo. Fue voluntad
de este punto de vista comprometerse con distintos empeños y
tuvieron los antiguos y esporádicos realismos, fe en el hombre
y sus respectivas creencias. Sin embargo, el Realismo del siglo XIX
nacería de un determinado positivismo, cree en lo que se podía
tocar y palpar, como el empirismo científico. Decidido, a contraponer
lo objetivo al subjetivismo romántico, no tardó en cargarse
su literatura y responsabilidades y quiso ser portavoz fundamentalmente
de inquietudes políticas. Se hizo docente. Ejerció el
patriotismo exageradamente nacionalista de un instante. Hay que tener
en cuenta que la mayoría de las obras más ambiciosas del
siglo XIX, debían realizarse con la mirada puesta en los salones
y certámenes nacionales e internacionales y serían los
expertos los llamados a premiarlas. Cada vez eran más los espectadores
y entendidos.
Nace el gusto por el pintar en sí. Por otra parte, el burgués
prefiere el arte anecdótico, banal y superficial porque no desea
que el arte le añada un quebradero de cabeza más a todos
los que le viene proporcionando el siglo con cierta frecuencia. En consecuencia,
desea que se reduzca al mínimo el asunto literario narrado en
la pintura.
Hay que tener presente que desde la segunda mitad del siglo XIX, el
mundo ha sufrido una gran transformación y consecuentemente a
medida que avanza el siglo, se convierte el Realismo en algo bien distinto,
aunque participa de ciertos rasgos comunes con el Realismo inicial.
Se trata del Naturalismo a quien le interesa la observación y
reproducción de lo natural pero concediéndole
una alta categoría al mimetismo. Lo que para el Realismo había
sido un medio, la imitación de lo visible, para el Naturalismo
se convierte en un fin y se piensa que el arte no puede ser otra cosa
que la imitación de la naturaleza. Desde la Península
Ibérica hasta Rusia, Realismo y Naturalismo son cultivados
en dosis masivas.
En general, se acepta que el Realismo decimonónico nace con el
francés Gustave Courbet (1819-1877) aunque hubiese tenido una
cierta comparecencia en la poética romántica con Gericault
y Delacroix. Fuera de Francia, Goya nunca rompió el cordón
umbilical que le unía con el Realismo del siglo XVII español.
Coubert pinta sirviéndose de
grandes manchas con gruesos toques de negro. Reacciona contra todo lo
clásico. Su Mujer durmiendo, en nada se parece a una
Venus. Los Picapedreros son un retazo de la vida trabajadora.
Es evidente que no se exalta el trabajo, sino que late una condenación
de esta vida, como expresión de las ideas políticas. El
Entierro de Ornans nada tiene que ver con el Entierro Del Conde
Orgaz. El primero es un cuadro desconsolador, nos muestra un pequeño
cementerio donde unos campesinos ven como ‘dan tierra’ a
uno de los suyos, cada personaje representa su papel, todo es verdadero
y de una conmovedora realidad; el segundo eleva el espíritu.
Coubert alcanza el genio cuando se entrega sin predisposición
a pintar la naturaleza. Su obra tiene todo el valor de un símbolo.
Su proceder sin atadura ha sido la causa de su éxito. Su realismo
no parece estar cargado de la crudeza con la que en su tiempo fue juzgado.
Sus lienzos, especialmente, los de paisajes, rezuman carga poética.
Se dice que no admitía más lecciones que las que le daba
la naturaleza: ‘Yo soy su alumno’. Sólo
escuchaba a su instinto y no creía más que lo que veían
sus ojos. Cada una de sus obras adquiría para él el valor
de un manifiesto.
Jean-François Millet (1814-1875), pinta temas lejos del trajín
de la ciudad. Campesinos que creen, rezan y aman el trabajo, ajenos
a las ideas políticas del momento. A veces se ha considerado
su obra como un alegato a Coubert. Otros piensan que no. El Hombre
de la azada, El Angelus, Las Espigadoras, guardan
un romanticismo en su real factura, pero sus luces alumbran ya el camino
del Impresimo. Si Coubert representa el camino del Realismo puro, el
del siglo XIX, Millet nos ha deparado un Realismo clásico camino
del Impresionismo.
En Francia se consolida el Realismo
gracias a la ayuda de los literatos. El Naturalismo de Zola coincide
con el Realismo de Coubert.
La mayor parte de la obra de Édouard
Manet (1832-1883) está imbuida de sentido realista. Trata de
unir la tradición clásica del Renacimiento con el espíritu
realista. Desayuno sobre la hierba y Olimpya produjeron
escándalo y se prohibió su incorporación a los
museos.
La novedad que incorpora Manet radica en la utilización de las
figuras como soporte del tema. Sus telas, aunque muy trabajadas, dan
sensación de haber sido pintadas de una sola vez. En ellas los
volúmenes están como aplastados, y los claros chocan sin
transición con los oscuros. Pronto se adivina que es una nueva
teoría del color lo que aquí expone el artista. La renovación
de la pintura de Manet se basa en la eliminación del tema que
es ordinariamente realista. El pintor representa la escena sin corregirla,
componerla o juzgarla, rechaza toda intervención en la escena.
Esto se refleja perfectamente en El torero muerto donde sin
anécdotas nos muestra a la muerte como una crónica documental.
Esto mismo sucede en la literatura. La obra más representativa
del Realismo, Madame Bovary (1857) de Flaubert persiguió
lo mismo que la pintura: suprimir todo análisis y juicio moral
en los personajes. Su indiferencia a lo hora de describir los sucesos
más sórdidos, lograron una crónica de la vida trivial
de lo más expresiva.
Jean-Louis-Ernest Meissonier (1815-1891) representa en Francia una pintura
de historia, reaccionaria y academicista, que trataba de resucitar las
glorias napoleónicas. Famoso por sus temas costumbristas, militares
y sus retratos, tratados con una pincelada rápida y precisa a
la vez, se hallaba en el extremo opuesto de Coubert.
En España, el Realismo está representado por la pintura
de Historia que añade escasa gloria al arte nacional. Enormes
lienzos se cubren con figuras y de un sin fin de detalles secundarios
que desperdigan la atención. Esta pintura deriva de la romántica
pero entre ambas hay mucha diferencia. El artista romántico pinta
con el afán de exaltar el espíritu nacional pero sin gran
preocupación por la exactitud histórica de la indumentaria
y el ambiente. El artista realista es erudito y da más importancia
a la verosimilitud. El asunto es lo importante en estos cuadros, razón
por lo cual es el deleite de los comentaristas de historia de los Museos.
Los cuadros son verdaderos trozos del pretérito, de modo que
el asunto principal se desvirtúa.
El Estado y las corporaciones públicas
son los principales clientes. Se solicitan inmensos lienzos para llenar
las paredes de los inmensos salones públicos. Pero una pintura
puede descalificarse si se encuentra un error histórico. Los
cuadros restallan heroísmo y abnegación, pues de alguna
manera se quiere poner de manifiesto la importancia de las personas
que gobiernan. Hay una presuntuosa carrera de ‘patriotismo’.
Esta pintura de histórica, alcanzó un grado muy alto de
cotización en perjuicio de otros géneros como el del ‘paisaje’.
La alta calidad del retrato en esta época pone de manifiesto
el despilfarro de energías que se hicieron por centrarse solamente
en un género tan perecedero como el de historia. La verosimilitud
mató la inspiración y ello hace que la nómina de
pintores de historia no tenga relieve y vale más citar cuadros
que autores, como: La rendición de Bailén de
José Casado Alisal (1832-1886) inspirado en Las lanzas
de Velázquez; El fusilamiento de Torrijos, de Antonio
Gisbert (1835-1902); Doña Juana la loca acompañando
el cadáver de Felipe el Hermoso, de Francisco Pradilla (1841-1921)
o Los amantes de Teruel de Antonio Muñoz Degrain. (1841-1924),
así como otros cuadros pintados por Eduardo Cano, José
Moreno Carbonero, Ulpiano Checa, etc.
El mejor cuadro de historia de esta época es El testamento
de Isabel la Católica, 1824, de Eduardo Rosales (1836-1873),
Museo del Prado. El lienzo es una muestra de la resurrección
de la pintura española en el siglo XIX. El cuadro convence por
la naturalidad del ambiente, lejos de toda retórica, como parece
pedir el tema. Las pinturas permanecen inmóviles, perplejas,
sin poder reaccionar ante la irreparable pérdida de la reina.
Por una vez el sentimiento verdadero había desplazado al artificio.
El sentimiento de lo trágico, también sobriamente expresado,
brilla en La muerte de Lucrecia. Pintados con colores claros
y transparentes que recuerdan a la acuarela. Se aprecia la renovación
de la paleta, ávida de colores limpios.
Tobías y el Angel y el Desnudo de la mujer,
ponen de manifiesto que Rosales marchaba en la misma dirección
que Manet y los pioneros de la pintura moderna.
Otro artista de gran valía
es Mariano Fortuny (1838-1874). Pertenece al Realismo por su amor al
detalle, pero se nota en él una afición a los juegos de
luz de los impresionistas. Su técnica es de una minuciosidad
impresionable. Canta las bellezas africanas, los tipos marroquíes,
las sangrientas batallas de españoles y musulmanes. Es un cronista
de guerra del pincel aunque seguía la tendencia orientalista
del Romanticismo. El preciosismo del color se nota en las estampas andaluzas
sobre todo en la tabla de La Vicaria o en La elección
del modelo. Fortuny dio al cuadro dimensiones reducidas con lo
cual aumentaba su efecto suntuoso y hacia más ligera la composición.
El paisaje realista en España está representado por Carlos
Haes (1826-1898) que descubre la belleza de los picachos españoles.
También mencionar a Martí Alsina (1826-1894) quién
representa mejor la tendencia del Realismo siguiendo las pautas europeas
debido a sus imágenes críticas carentes de todo pintoresquismo.
Sus obras contrastan con las imágenes preciosistas de Mariano
Fortuny.
Hay que señalar que el nacimiento del Realismo coincidió
con la divergente actitud de los prerafaelistas ingleses y que en su
seno sensorialista, brotaría el Impresionismo, paso inconsciente
y decisivo para el más acelerado resurgimiento de otras muchas
divergencias en el mundo de la pintura.
Bibliografía
- AA.VV.: Historia
General del Arte. Pintura. Tomo IV, Ediciones del Prado. Madrid,
1996.
-AA.VV.: Historia del Arte: El mundo Contemporáneo,
Tomo 4, Ed. Alianza, Madrid, 1997.
-AA.VV.: Del Neoclasicismo al Impresionismo, Ediciones Akal,
Madrid, 1999.
- CALVO SERRALLER, F. y BENITO P.: Rosales, Ed. Sarpe, Madrid,
1988.
-FOLCH I TORRES, J.: El pintor Martí i Alsina, Barcelona,
1920.
- GIL FILLOL, L.: Mariano Fortuny, su vida, su obra, su arte,
Barcelona, 1952.
- MARTÍN GONZÁLEZ, J. J.: Historia del arte.
Ed. Gredos, Madrid, 1996.
- ROSEN, CH. y ZERNER, H:: Romanticismo y Realismo. Los mitos del
arte del siglo XIX, Blume, Madrid, 1988.