Diseñador
de arquitecturas no realizadas y de esculturas que el tiempo no conservó,
la primacía que siempre dio al arte de pintar ocupa muchas páginas
de su fecundísima tarea de escritor, vertida en su Tratado
de la pintura.
A pesar de que, entre otras cosas,
no recomendaba a sus discípulos utilizar modelos antiguos, Leonardo
es responsable de la primera definición consciente de formas
y estructuras pictóricas en las que se cifró la plenitud
conceptual del Renacimiento, es decir, de la implantación del
clasicismo del Cinquecento, y, con tal originalidad, que sus coetáneos,
aun siendo geniales como él, le son tributarios, como es el caso
de Rafael.
Leonardo da Vinci es el artista de
la Ciencia, de las máquinas y de la pintura como objeto mental.
Leonardo define la pintura como: ‘nieta de la naturaleza y pariente
de Dios’. Para él, el ojo es la ventana del alma y la pintura
es armonía para la mirada, como la música lo es para el
oído.
‘Leonardo, hombre típicamente
renacentista, que tiene interés por todo, da un gran paso
en la pintura al concebir todos los objetos inmersos, difuminados
y enlazados por el aire. Sus figuras, así, no tienen un
contorno preciso, sino difuminado en la atmósfera. Se preocupa
del claroscuro (luz y sombra) y sus obras más notables
son: La Adoración de los Magos, La Virgen
de las Rocas, Santa Ana, La Cena y la famosa
Gioconda.
Se puso Lionardo al hacer para Francesco del Giocondo el retrato
de Monna Lisa, su mujer, y pintó en el durante cuatro años,
lo dejó imperfecto; la cual obra hoy es del rey Francisco
de Francia en Fontainebleu; en aquella cabeza el que quisiera
ver como el arte puede imitar a la naturaleza, fácilmente
lo podía comprender; porque aquí estaban reflejadas
todas las minucias que puedan pintarse con sutileza. Incluso los
ojos había ese lustre y esas acuosidades que se ven constantemente
en los vivos, y en torno a estos había todas esas ojeras
lívidas y rosadas, y el vello, que sólo se puede
hacer con muchísima sutileza. Las cejas, por haberse hecho
según el modo de nacer los pelos en la carne, aquí
más tupido, allí más ralo, y girando según
los poros de la carne, no podían ser más naturales.
La nariz, con toda esa bella apertura arrebolada y tierna, parece
como si estuviera viva. La boca con esa hendidura suya, con la
fina unión del rojo de la boca con el encarne del rostro,
que no parece de colores, sino de carne verdadera. Con la nuez
de la garganta en la cual quien la mirara intensamente veía
latir el pulso; y de verdad se puede decir que ésta fuera
pintada de manera para hacer temblar y tener miedo a cualquier
gallardo artífice, y sea cual se quiera utilizado este
arte de modo que aún siendo Monna Lisa bellísima,
tenía mientras la retrataban, unos que tocaban o cantaban,
y continuamente bufones que la hacían estar alegres, para
ahuyentar la melancolía que suele a menudo salir en la
pintura del retrato que se hace; y en este de Lionardo hay una
sonrisa tan plácida, que era cosa más divina que
humana verla, y tenida como cosa maravillosa, y por no ser el
(modelo) vivo de otro modo.’
Giorgio
Vasari, La Vite,Florencia 1568.
Este artículo de investigación se centra en este gran
artista, debido al interés que conlleva el conocer toda o parte
de su producción artística, así como sus estudios
e inventos.
Pintor y hombre universal del Renacimiento
italiano (Anchiano, 1452- Amboise, 1519). Se ha dicho que Leonardo es
el Hamlet de la Historia del Arte. La verdad es que desde hace siglos
su figura
obsesiona al occidental por su carácter de esfinge, por su hondura
y sutileza, por su refinamiento. Leonardo, autor de la más enigmática
sonrisa, compendio del Renacimiento, es el símbolo cabal de la
individualidad llevada a sus últimas consecuencias universales;
por lo mismo, es un buen antídoto para nuestro tiempo de masificación
y rebaños.
Pintor y dibujante máximo, ingeniero
versado en física, mecánica y química, estratega,
arquitecto, urbanista, escultor, anatomista, inventor, hombre de espíritu
y de método, supo aunar ciencia y arte, aquella al servicio de
esta, análisis y emoción, naturaleza e idealismo, previsión
y espontaneidad, consciente e inconsciente, gravedad y juego.
A pesar de tanta obra maestra que dejó
tras de sí, sospechamos que ninguna sobre pasa a la creación
de si mismo. ‘Es libre quien es causa de si mismo’, escribió
Tomas de Aquino. Poco podía sospechar que con este axioma anticipaba
la figura renacentista de Leonardo. ‘Lo splendor dell’area
sua, che bellísimo era, riserenava ogni animo mesto’, dijo
de él Vasari [Nota 1]
Aunó también sabiduría espiritual y prestancia
física: dice la leyenda, y no niega la historia, que era alto,
rubio, de ojos azules, y fuerte. Era un inventor prodigioso y sabía
organizar fiestas deslumbrantes y divertidas. Nunca tuvo dinero y trabajó
sólo en lo que le interesaba. Sin embargo, vivió holgadamente.
Por encima de todo, amaba la independencia y la soledad.
Su obra es risueña, clara y
enigmática, polivalente y sencilla. Parece como si hubiera nacido
de una gozosa intimidad con la naturaleza, captada siempre con rostro
de mujer, a veces hermana, otras, esposa, siempre madre. Quizá
el ideal de Leonardo, como dijo alguien de él, fuera de convertirse
en naturaleza para crear, como ella, desde su interior.
Nació en 1452, año en
que, empujado por manos turcas, se derrumbaba el Imperio Romano de Oriente.
El lugar fue Anchiano, cerca de Vinci, vecino, a su vez, de Florencia.
Fue hijo natural de ser Piero, un notario y Caterina, que pronto lo
abandonó para casarse con un aldeano, que trabajaba en el campo.
Ser Piero, por su parte, se casó con donna Albieri, con quien
vivió en Villa Adriano. No tuvieron hijos hasta que Leonardo
empezó su aprendizaje.
A sus trece años, se fue a vivir
a Florencia, en la calle de los Gondi. Tres años después
entra en el taller de Verrocchio, eslabón que lo unirá
a la cadena de los Ghiberti, Brunelleschi y Donatello. Seis años
duró su aprendizaje en casa del pintor, escultor y matemático.
Célebre es el David de Verrocchio, doblemente interesante
por su belleza y por reproducir los rasgos del joven Leonardo. Afirma
Vasari que Verrocchio dejó la pintura después que Leonardo
realizara en el Bautismo de Cristo del maestro un ángel
en el que anunciaba su futura elegancia. Con Verrocchio, coronó
la cúpula de Brunelleschi en Santa Maria dei Fiore con la esfera
de cobre dorado que sostiene la cruz, izada 27 de mayo de 1471.
Acusado de sodomía, fue encarcelado
hasta que se demostró su inocencia. El incidente sucedió
en abril del 1476, tan sólo hacía cuatro años que
pertenecía al gremio de pintores. Y hacía tres que, el
5 de agosto, había dibujado un Paisaje del Arno, la
obra más antigua que se conoce de Leonardo actualmente. Dibujo,
con pluma y bistre y sombras acuareladas, lleva la inscripción
que señala con exactitud el momento de su realización:
'Día de Santa María de las Nieves, 5 de agosto de 1473'.
‘Estoy satisfecho’, es la frase que aparece en el reverso
de esta obra.
En 1481 Leonardo tiene veintinueve
años, y ya ha realizado una Anunciación y el
Retrato de Ginevra Benci (en este retrato muestra razgos inconfundibles
del estilo que caracterizó su pintura principio de su carrera
y que puede observarse fácilmente en la paleta restringida, el
trazo preciso de los rizos de la cabellera, el suave modelado del rostro
y la perspectiva atmosférica en el paisaje). En esta época
recibe el encargo de pintar una Adoración de los pastores.
Es una obra ambiciosa, con sesenta y seis figuras y cuarenta y un animales.
De ella se ha dicho que sólo Goya en sus pinturas negras logra
un tratamiento igual de la masa humana. Pero Leonardo, como sucedió
con tantos otros proyectos suyos, lo dejó inacabado.
Ludovico el Moro, señor de Milán,
lo hizo llamar para levantar un monumento ecuestre al fundador de la
dinastía Sforza. En 1483 Leonardo empieza a trabajar en el proyecto
gigante, al tiempo que recibe el encargo de pintar la que será
su Virgen de las Rocas. Lo primero no lo pudo concluir. Ya
acabada y expuesta la maqueta en arcilla del gran caballo diez años
después, fue destruida por los franceses en 1494. La Virgen,
por su parte, fue concluida (y en doble versión) veintitrés
años después.
Junto
con el jinete de bronce, Leonardo recibió otro encargo de Ludovico
Sforza, para pintar una cena en el refectorio dominico de Santa Maria
delle Grazie. Trabajaba en el fresco desde el amanecer hasta la puesta
del sol, olvidándose de comer y beber. Luego, dejaba pasar varios
días sin tocar la obra, examinándola y criticándola.
A veces, de repente, dejaba otra ocupación, se dirigía
al convento y daba una pincelada, para marcharse inmediatamente [Nota
2]. En esta obra no hay trece figuras aisladas, sino una
escena entrelazada. Este hito de la historia de la pintura, un punto
y aparte, significa también un solemne interrogante crítico
a la actividad de Leonardo. Aficionado a la experimentación,
inventó para ella una técnica al fresco que acabó
por arruinar esa obra maestra. La última Cena, hoy sombra
de sí misma a pesar de cuatro restauraciones, fue destruida por
el mismo que la pintó. Peor suerte corrió la Batalla
de Anghiari que pintó en competencia con Miguel Ángel.
De esa marabunta de caballos luchando sólo quedan apuntes y copias,
aunque hay algún restaurador que dice que puede que quede algo,
están en estos momentos buscándolo.
Leonardo había dejado a Ludovico,
tras veinte años en Milán, en manos francesas. Ahora,
en Florencia, se entregaba a la redacción de sus manuscritos
y a elaborar su cumbre pictórica. La sonrisa de la pretendida
esposa del Giocondo, sin anillo en sus dedos, no es una anécdota,
sino la suprema categoría de Leonardo. A pesar de sus fracasos
y amarguras, de sus cavilaciones y visiones catastróficas, a
pesar de haber visto convertido en blanco de la soldadesca su sueño
más acariciado, aprendió esa sonrisa, adivinada en el
tocón del alma humana, allí donde arraiga en el origen
olvidado, empapándose de perfecta y total intimidad. Todo, entonces,
se convierte en seno materno. ‘El enigma de esa sonrisa conmoverá
al hombre europeo, llevándole hacia delante’, comenta un
crítico inspirado. Se dice que Leonardo nunca se separó
de ella. Otros, que la compró en vida del autor, Francisco I.
La verdad es que esa sonrisa acompañó sus horas de desaliento
y de fatiga. Allí estaba su alma, y la plasmó de nuevo,
sonriente, en su Santa Ana, la Virgen y el Niño, y en
su andrógino San Juan Bautista.
Viajero es el Leonardo de los últimos
veinte años. Milán, francés ya, le reclama. Después,
se pone al servicio de Cesar Borgis y asiste a su muerte. El 24 de Septiembre
de 1513 se encamina a Roma. Topa allí con los privilegios de
Rafael, con la fuerza de Miguel Ángel, con el olvido del papa.
En Roma enferma por primera vez y se multiplican sus imágenes
apocalípticas. Su hambre de conocimiento le obliga a transitar
por la geometría, la botánica, y la anatomía. Se
enfrenta con las leyes humanas diseccionando cadáveres. Requerido
por el rey de Francia, se pone en marcha rumbo al país galo.
El 15 de agosto de 1517 se halla en Amboise y vive en el castillo del
Cloux. Tiene el brazo derecho paralizado. Se autorretrata con larga
barba y ojos cansados. Deja sus manuscritos, miles de páginas
a su discípulo Melzi. El 2 de mayo de 1519 muere el gran genio
creador.
Nota 1: ANGULO IÑIGUEZ, Diego.: Historia del Arte,
Distribuidora E.I.S.A., Madrid 1960.
Nota 2: ESPAÑOL BERTRÁN,
Francesca.: Cuadernos de Arte Español: El Renacimiento,
Historia 16, Madrid, 1992.
Bibliografía
- ANGULO ÍÑIGUEZ, DIEGO.: Historia del Arte,
Distribuidora E.I.S.A. Madrid 1960.
- BACCIO, MINA.: Pinacoteca de
los genios: Leonardo, Editorial Codex S.A. Buenos Aires 1964.
- CLARK, KENNETH.: Leonardo da
Vinci, Alianza Editorial, Madrid 1986.
- DE DIEGO, ESTRELLA.: El arte
y sus creadores: Leonardo da Vinci, Historia 16, Madrid, 1995.
- ESPAÑOL BELTRÁN, FRANCESCA.: Cuadernos de arte español:
el Renacimiento, Historia 16, Madrid, 1992.
- FERRE, CARMEL.: Historia del
arte, Editorial Planeta, Barcelona 1996.
- FROMMER, ARTHUR.: Europa,
Salimos Editora S.A. Barcelona 1987.
- RIZZATTI, MARÍA LUISA.:
Leonardo: grandes maestros del arte, Editorial Marín
S.A., Toledo, 1978.
- VINCI, LEONARDO, DA.: El Tratado de la pintura por Leonardo da
Vinci, Ediciones González García, Murcia 1980.