La construcción
de la postmodernidad
¿Qué busca, qué significa la foto finish
de una carrera? Quizá la captura, la medición de algo
que es inapreciable para el ojo humano, o quizá la demostración
técnica de que es posible separar infinitamente el tiempo en
sucesivos momentos... ¿Y el registro policial del rostro de todos
y cada uno de los ciudadanos? ¿Y las decenas de fotografías
que componen un álbum de familia? Probablemente la aparición
de este medio, su democratización, haya hecho que a menudo se
confundan el suceso y su representación. Ante las fotos decimos:
Éste es Al Capone, ésta Isabel II, ésta es mi familia...,
pero no, son imágenes que representan a mi familia, no mi familia.
Con los avances de la técnica
no se ha conseguido que la reproducción de las imágenes
logre el punto exacto de emoción que tiene lo que llamamos vida
real, el espíritu de los acontecimientos. La cámara lenta
hace lo contrario de lo que pretende: no 'se ve mejor' la acción
-una jugada de fútbol, unos pases taurinos, una escena de acción
cinematográfica-, sino que no se ve nada, tras haberle quitado
lo principal, el 'tempo'. Esto que comentaba Fernando Savater en uno
de sus libros, Sobre vivir, podemos aplicarlo al caso de la
fotografía y su función social de construcción
de la posteridad: la imagen instantánea como símbolo del
fin de las palabras. La fugacidad de ese tiempo irrepetible pero atrapado
en un papel se convierte en eficaz instrumento al servicio no ya de
la veracidad de una historia, sino de la Verdad y la Historia.
Hay diferencias entre el lenguaje del
cine y el fotográfico. La principal es que las fotografías
son retrospectivas, vestigios del pasado, mientras que las películas
son anticipadoras. Ante una fotografía vamos buscando lo que
estaba ahí, y en el cine se espera ver lo que viene a continuación,
como afirma John Berger.
Pertenece al mundo de los recuerdos,
pero no formando parte de la memoria, es la Memoria misma. Tanto la
fotografía como lo recordado dependen y se oponen al paso del
tiempo, las dos cosas a la vez.
La era visual sobrevive a la era industrial,
con la que nació. Sus bases son: lo Visible es lo Real, y lo
Real es lo Verdadero. Somos la primera civilización que puede
creerse autorizada por sus aparatos a dar crédito a sus ojos.
La primera en haber establecido un rasgo de igualdad entre visibilidad,
realidad y veracidad, según Debray. Lo mágico, una de
las bases del arte a lo largo de la historia, ha perdido su poder.
La fotografía de Franco y Millán
Astray, cantando en un cuartel en el periodo más convulso de
la reciente historia de España es, sencillamente, aterradora.
Como el acto es la fundación del cuerpo de la Legión,
estarán cantando su himno, el Soy el novio de la muerte, y la
cara de ambos es la de la chulería, la fanfarronería de
quien se cree dueño del mundo, dispuesto a sacrificar su vida
por la patria, el honor, etc. A mí también se me pone
la carne de gallina, sobre todo si miro más atentamente y puedo
escuchar el grito patético de ¡Viva la muerte! que tanto
escandalizaba a Unamuno. ¿Estas personas han mandado en España
cuarenta años?
Heráclito decía que nadie
se baña dos veces en el mismo río, intentando así
demostrar la imposible repetición de los acontecimientos temporales.
Lo importante en la era de la rapidez y la celeridad es atrapar, congelar,
coleccionar en un instante, nunca ver o contemplar -mirar con templanza
y sosiego- un paisaje, un cuadro, un rostro que nos es grato o nos trae
a la memoria recuerdos de un pasado común.
No escuchamos música, simplemente hacemos acopio de discos, y
los oímos cuando nos apetece. Se pierde así el espíritu
primitivo de lo musical, algo único, irrepetible e irreproducible.
Un concierto deja ya de ser un acontecimiento único en la medida
en que ese momento mágico de comunión con los instrumentos
y con el auditorio lo podemos manejar a nuestro antojo. No vemos películas
en el cine, un sitio comunal donde un juego de sombras y luces nos cuenta
cosas, proyectando en una tela o en una pared blanca nuestros sueños
y temores. Preferimos grabarlas, acumulamos cientos de ellas a sabiendas
de que la mayoría no las volveremos a ver jamás, pero
nos tranquiliza el hecho de que están ahí y son nuestras.
Ya no queremos viajar, sólo
hacemos turismo rápido fotografiando todo aquello que demuestre
luego que estuvimos allí. Tenemos billete de vuelta, nuestro
lugar en el mundo y al que nos remitimos siempre, lugares que nos son
familiares y en los que nos sentimos seguros. En eso consiste el auge
de los viajes pretendidamente aventureros a lugares exóticos,
simples transportes de cargamentos materiales de gente que necesita
salirse de la rutina a través de otra rutina intermitente, sin
más interés vital o cultural que el prestigio que demuestra
una batería de fotos de un monumento del que no se sabe nada
porque ni siquiera se ha visto estando allí. Estemos físicamente
o no en distintos lugares, reproducimos siempre nuestras costumbres,
nuestros lugares y coordenadas vitales, nuestra infancia y recuerdos,
nuestra cultura en suma. Por mucho que estemos constantemente moviéndonos
de un lugar a otro, y que lo hagamos rápidamente, nuestra mentalidad
es estática, contraria al cambio. Necesitamos ver para creer,
para creer que nosotros mismos fuimos coprotagonistas de la historia,
para creer que se cree en algo.
Con esa colección de instantáneas capturadas en un viaje
a modo de cacería mostramos que no estuvimos presentes sino más
bien ausentes, porque el viaje verdadero (que no tiene principio ni
final) no es tanto una lucha cronometrada contra la geografía
cuanto el afán personal de encontrar cada uno su sitio en el
mundo, para confirmar lo que ya sabíamos. Evidentemente, alguien
que sólo tiene tiempo para acumular el mayor número de
fotografías y souvenirs posible no es un viajero, sino una persona
cuya tranquilidad consiste en que sabe que hay una vuelta, y que a la
vuelta todo seguirá igual. Ayer estuve en Londres, hoy en Berlín,
pero siempre estaré aquí. El horror que provoca la quietud
como sinónimo de muerte es sustituido por la necesidad irreemplazable
de demostrar que uno se mueve y está vivo, tal es la función
principal de la fotografía en la era de la velocidad.
La foto del entierro de Franco nos
muestra a unas trabajadoras subidas en sillas, observando, cara al sol,
el fin de una época, el fin de la oscuridad. No quieren perderse
detalle, es un momento histórico. No es el cadáver de
un hombre el que es honrado en el cortejo, es la Historia de los cuarenta
años precedentes la que va camino de la tumba.
Observan la muerte, lenta, pasando por delante y alejándose.
Para siempre.