La fotografía
ofrece una evidencia irrefutable de que esa mujer, aquel nogal, este
puente, ese grupo de soldados y aquel perro existieron, sin duda, pero
nada nos dice del significado de su existencia. Jean Mohr explica que
una fotografía detiene el flujo del tiempo en el que una vez
existió el suceso fotografiado. Todas las fotografías
son del pasado, no obstante en ellas un instante del pasado queda detenido
de tal modo que, a diferencia de un pasado vivido, no puede nunca conducir
al presente.
Toda imagen fotográfica nos
presenta dos mensajes: un mensaje relativo al suceso fotografiado y
otro relativo a un brusco golpe de discontinuidad. Entre el momento
registrado y el momento presente en que miramos hay un abismo, la traumática
discontinuidad creada por la ausencia o por la muerte.
El retrato, por ejemplo, se halla inexorablemente
ligado a la noción del tiempo y de la muerte. La fotografía
recoge una interrupción del tiempo, un instante ya irrepetible,
y pone de manifiesto la ausencia. Cuando volvemos a ver un retrato,
a veces el sujeto ya no existe, pero su presencia sigue viva en la imagen.
De ahí el enigma y misterio que emana, y la ilusión que
genera el liberar a una persona de su condición de mortal, como
han hecho los artistas, los pintores, los escultores, a lo largo de
la historia.
Durante muchas décadas fue común
la costumbre, sobre todo entre los pobres, de fotografiarse con los
hijos pequeños recién fallecidos. De esa forma se aseguraba
el paso a la memoria familiar. A veces se realizaban con la intención
de darle la máxima naturalidad posible al niño yacente,
como si estuviera durmiendo o descansando, tal como intentarían
recordarla sus familiares en un deseo de negar la evidencia de la muerte.
En un retrato así hay muchos
implicados, principalmente tres: fotógrafo, retratado y espectador.
¿Y quién es el retratado, el padre o el hijo? ¿Quién
el muerto? Fotógrafo y retratado mueren en un tiempo relativamente
próximo entre sí, mientras que el espectador es, en cierta
manera, inmortal. Pero también están los demás
elementos de la fotografía: los familiares, los presentes/ausentes,
la muerte, el tiempo...
En las imágenes que obsevamos
debajo de este párrafo, representan a niños muertos en
el regazo y rodillas de sus padres, nos resulta difícil saber
quién es el que está más muerto, más ausente,
si el infante o quien lo sostiene, quizá por última vez
en su vida. ¿Esto no es culto a la muerte, necrofilia?
Podríamos comparar las fotografías
con momentos almacenados en la memoria. Pero mientras que las imágenes
recordadas son el residuo de una experiencia continua, una fotografía
aísla las apariencias de un instante inconexo. Como en la vida,
el significado de las imágenes no es instantáneo. Tenemos
que interpretar lo que vemos. Si observamos el muchacho de las fotografías
nos parece joven, vital, atractivo, su apariencia y su gesto es de tranquilidad.
Si vemos sus manos encadenadas, nos choca, nos hace preguntarnos qué
habrá hecho. Si nos dicen que es Lewis Payne, uno de los asesinos
del presidente norteamericano Lincoln, y que horas después sería
ahorcado...
Nos sorprende saber que esas fotos
son pasado, pero también futuro, son las últimas fotos
de una persona viva que sabe perfectamente que poco después estará
muerta. El fotógrafo lo mató antes y también lo
inmortalizó.
A medida que pasaban los años
se iban sucediendo vertiginosamente los nuevos descubrimientos técnicos
y aplicaciones prácticas de los principios fotográficos
a los campos de las ciencias experimentales. Cuando a principios del
siglo XX comienza a utilizarse la radiografía como método
de exploración del cuerpo humano, el impacto que producía
en la gente la visión de su propio interior generaba tanta inquietud
y temor en los profanos como sorpresa y expectación en los profesionales
de la medicina. En 1924 Thomas Mann escribió La montaña
mágica, una de las principales novelas del siglo. En ella describe
las consecuencias que para el joven Hans Castorp tiene el verse enfrentado
a la visión radiográfica de su propio cuerpo, se da cuenta
de que contempla una imagen que no es ya la suya, sino el preludio de
lo que será, la realidad de un cuerpo vulnerable, hecho de una
materia que se descompone a cada minuto. Es el principio del acabamiento
y la putrefacción, eliminando la carne para dejar subsistir únicamente
la osamenta. Es la confirmación anticipada de la propia muerte,
el anuncio de la tragedia por venir: ‘... y por primera vez en
su vida comprendió que estaba destinado a morir’.
Las relaciones entre enfermedad y fotografía
han ilustrado a menudo las novelas que tratan el tema del tiempo en
relación con el ser humano. La vejez, la finitud, la mortalidad,
luchan desde la aparición de la fotografía por mantener
el aura mágica que habían tenido durante los siglos anteriores.
Ahora aparece un medio por el que podremos congelar esos momentos. Siempre
los enfermos habían tenido un estatus intermedio entre la vida
y la muerte, entre la plenitud de la vida y su fin, permanecían
ajenos al discurrir del tiempo, y en esto, fotografía y enfermedad
discurren paralelas.
En la enfermedad y en la fotografía
se vive ausente y a la espera, no existen las nociones espacio-temporales
y todo se vuelve relativo. Por ello, en las pocas ocasiones en las que
se fotografía a enfermos, éstos nunca miran a la cámara.
En cierta forma, saben que el disparo del fotógrafo los pasará
definitivamente al almacén de los recuerdos, incluso en vida.
En el caso de que se recuperen y vuelva otra vez a la vida, cada vez
que miren la imagen de su postración no podrán evitar
sentir un malestar, puesto que la fotografía de su dolor revela
que están aquí prestados, en tiempo de descuento, resurrectos.
En cierta manera la imagen revelada los ha matado ya.
Para la enfermedad y la fotografía
sólo cuentan los límites y la presencia del cuerpo desgastado.
Una presencia que hoy se nos presenta incómoda y obscena, si
no es rodeada de los correspondientes afeites y eufemismos, al igual
que ocurre con su pariente cercano la muerte, al igual que los otros
márgenes de lo vital: locos, explotados, pobres, la tristeza.
Lo distinto y lo natural quedan bien
en la cámara si se convierte en lo exótico, en la portada
de National Geographic. Hace unos años hubo una gran polémica
por el uso que hizo Oliviero Toscani de una fotografía -en la
que se mostraba un enfermo de sida en fase terminal, junto a su familia-
para anuncios publicitarios de Benetton. Lo que molestó no era
tanto la crudeza de la imagen como la utilización del dolor ajeno
para vender ropa, se dijo. En realidad lo que no se entiende es la muerte,
lo natural de ese hecho, nuestra convivencia con ella.
La fotografía también
ha cumplido la función simbólica de representar un acontecimiento
histórico con la sola, desnuda e impresionante carga de una imagen,
una instantánea que resume una tragedia. Es el caso de la foto
de Robert Capa que representa el instante de la muerte de un miliciano
en el frente de Cerro Muriano. Esa imagen conlleva, en sí misma,
toda la carga histórica de la lucha encarnizada entre las distintas
realidades de un mismo pueblo.
A pesar de que la guerra civil española
ha generado polémicas, debates y ríos de tinta, esta fotografía
ha quedado como un símbolo único, intemporal y universal
de la catástrofe. Como se ha venido afirmando muchas veces desde
entonces, la bala enemiga mató al miliciano, y el disparo del
fotógrafo lo hizo inmortal.
Quizá uno de los casos más
trágicos que demuestran de qué manera puede la fotografía
cambiar nuestra propia historia personal sea el de Josep Pernau, decano
del Colegio de Periodistas de Barcelona. Huérfano desde niño,
descubrió la verdad sobre cómo había muerto su
padre al visitar una exposición antológica del fotógrafo
Agustí Centelles y ver por primera vez la imagen de su propia
madre llorando al pie de su cadáver, tras el bombardeo de Lérida,
el 2 de septiembre de 1937.
En
muchas ocasiones las imágenes reveladas demuestran cosas, acontecimientos,
hechos, actitudes, cumplen la función de notarios de la historia.
Pero en otras la sola presencia de una imagen no muestra más
que vestigios de lo que ha sido y ya nunca volverá a ser. La
fotografía no es más que taxidermia social, el embalsamamiento
de un momento y la disecación de la realidad. Borges comentaba
que nadie muere realmente hasta que desaparece la última persona
que conoció, tan intransitables son los caminos de la memoria
personal.
Otra vez nos enfrentamos aquí
a la doble muerte, la física y la real. La muerte física,
al igual que en todas las expresiones religiosas y espirituales, no
es más que un cambio de estado material, de lo vivo a lo inerte.
La muerte real sucede cuando desaparecen los recuerdos, cuando todo
vestigio de su paso por el mundo no es más que un nombre, una
fecha, una fotografía, cosas que no remiten a nada en la memoria
de nadie.
En Japón llaman hibakusha
a los supervivientes de Hiroshima, ‘aquellos que han regresado
del infierno’ o ‘los que han visto el infierno’. Ningún
objetivo captará esos momentos de horror, ninguna novela puede
narrar el fin del mundo, ninguna
palabra alcanza a describir lo que han visto esos ojos.
Precisamente en esto reside una de
las limitaciones de la fotografía como notaria de la historia,
en su incapacidad para captar el espíritu. Gente mirando notas
en las estaciones de tren de Alemania, gente buscando familiares tras
la catástrofe de la guerra, gente que no sabemos si va o si viene,
que sólo dispone de su mirada para reconocer un nombre, una letra,
una dirección, una firma o un rostro. Sólo disponen de
su mirada, y el fotógrafo los mira también.
Al igual que esos respetables ciudadanos
alemanes de Buchenwald, obligados a mirar. A mirar y a contemplar lo
que había sucedido cerca de sus casas, la muerte industrial,
la planificación del exterminio, las montañas de cadáveres
de judíos desnudos.
Sentirse responsables,
mirar, pensar. Estas fotografías observan la mirada, miran al
que mira, son testigos de lo que sucedió y no deseamos que vuelva
a pasar. No sabemos lo que ven, pero si sabemos lo que están
pensando.