Si planteásemos una triple adivinanza
consistente en resolver cómo se llama cierto arquitecto holandés
famoso por un edificio que tiene algunas líneas de color y por
una determinada silla que emplea esos mismos colores, cualquier lector
mínimamente avezado en Arte responderá sin duda que se
trata de Gerrit Rietveld, que la obra arquitectónica es la Casa
Schroeder (1924) y que el mueble no es otro que la famosísima
Silla roja y azul (1917).
De la obra de Rietveld (1888-1964) habría que hablar poniendo
énfasis en su vinculación con el neoplasticismo y (más
en concreto) con el grupo Der Stijl. Sin embargo, no es ese el centro
de nuestro interés en esta ocasión. Ahora vamos a analizar
brevemente sus más destacadas intervenciones arquitectónicas
en la ciudad de Amsterdam. Lo hacemos como si formulásemos una
propuesta de un irregular itinerario para paseantes dispuestos a disfrutar
de los detalles de buen gusto de uno de los arquitectos más originales
de todo el siglo XX. Nos sorprenderá un Rietveld que ya ha dejado
atrás su periodo neoplasticista y ha avanzado hacia la depuración
de su lenguaje arquitectónico, interesado especialmente por la
funcionalidad de los edificios; un perfecto ejemplo del significado
del Movimiento Moderno en Holanda, de siempre un país abierto
a las novedades en arquitectura.
Podemos comenzar nuestro recorrido
imaginario tomando un café en uno de los espacios más
singulares levantados por Rietveld. Se encuentra en la tienda de la
empresa Metz & Co, un edificio de fines
del siglo XIX y una empresa para la que el arquitecto diseñó
en 1934 una serie de muebles baratos, listos para montar por el comprador
(con lo que se anticipaba en décadas a las tendencias actuales).
Para la exposición del citado mobiliario Rietveld reaprovecha
la terraza del edificio, en uno de cuyos extremos se encuentra una torre,
y convierte el espacio disponible en un pequeño pabellón,
dándole la forma de proa de barco y creando una perfecta atalaya
que, casi en pleno centro, permite atisbar toda la ciudad. Su interior,
hoy transformado en cafetería, respeta los volúmenes que
Rietveld creó, con esa escalera central que rinde un homenaje
a la de la Villa Savoye de Le Corbusier y con esa nitidez de los ambientes,
en un espacio tan reducido y que sin embargo proporciona una sensación
de gran amplitud.
La sensación de amplitud debe
ser una de las señas de identidad de la marca Rietveld porque,
no lejos de allí, se encuentra el restaurante Walem, un edificio
concebido inicialmente como tienda de la misma empresa. En este caso
se trata de la típica casa de canal de Amsterdam, muy estrecha
y de mucha altura: cinco plantas más el hastial superior, que
se resuelve al modo barroco. Algunos detalles demuestran la originalidad
de las propuestas del arquitecto holandés: de un lado, acristala
toda la superficie externa de la planta baja y coloca al fondo del alargado
espacio un breve jardín, casi un patio de luces que permite respirar
a la construcción.
Además aquí parecen coincidir el racionalismo de Rietveld
y la necesidad de orden en una fachada de tan estrechas dimensiones,
como se aprecia a la perfección en la rítmica disposición
de los amplios ventanales.
Una visita al Walem nos permitirá comprobar de qué forma
el espacio, conforme avanzamos hacia el interior, se va industrializando,
de manera que la última zona, frontera con el jardín final,
levanta sus paredes en ladrillo desnudo, como si Rietveld hubiese dispuesto
allí el almacén propio de la tienda originaria y, al mismo
tiempo, quisiera coordinar esta zona con el aspecto de la propia fachada
de la tienda.
A un corto paseo de estos dos edificios,
se encuentra la obra más conocida de Rietveld en Amsterdam. Decimos
esto con cierto reparo, porque nos referimos al Museo Van
Gogh, donde muchas veces puede observarse cómo
una gran parte de los visitantes, atraída por el contenido, no
repara apenas en el contenedor. En este caso el edificio en sí
mismo bien merece una atenta observación. El estudio de Rietveld
ganó un concurso convocado en 1963 para albergar una amplia colección
del pintor y las obras se prolongaron hasta 1973, de manera que nuestro
arquitecto no puedo verlas terminadas, ya que falleció en 1964.
Pero si hacemos abstracción de una ampliación de 1999,
el resultado es por completo obra suya: un exquisito juego de volúmenes,
una lección sobre la distribución de espacios, un máster
sobre la luz en el interior de los edificios y una tesis sobre la dialéctica
de la masa y el vacío.
El arquitecto ha creado aquí un atrio central, vacío,
al que se asoma todo el volumen de la edificación, distribuida
en tres plantas, de forma que el recorrido por la obra de Van Gogh tiene
mayoritariamente un sentido de paseo abierto que conecta al visitante
con ese vacío central. La luz natural llega a cada planta desde
el techo y por las amplias cristaleras que cada una de aquellas posee
hacia el exterior. Toda esta disposición del conjunto recuerda
la propuesta de F.L. Wright en Museo Guggenheim de Nueva York, pero
aquí resulta omnipresente la línea recta, que alcanza
su máxima expresión en la escalera que desde un lateral
pero de forma rotunda, organiza los desplazamientos.
La última plataforma de esta
impresionante escalera constituye otro de esos puentes de barco que
tanto parecían gustar a Rietveld. Asomado a su extremo, el visitante
del museo se enfrenta a un volumen mucho más amplio que lo que
los tres pisos de altura permitirían suponer y la sensación
de vacío (y con ella, la de vértigo) se incrementan considerablemente.
Allí apostado, siempre acabo por olvidarme de que me encuentro
en un museo.
Dejamos para el final de este breve paseo virtual
por las realizaciones de Rietveld en Amsterdam, la que debe ser su obra
menos conocida y, sin embargo de mayores dimensiones. Se trata de la
Academia que actualmente lleva el nombre del arquitecto y que está
dedicada a las artes aplicadas y el diseño, situada en un barrio
del extrarradio de la ciudad. En este caso, el esquema del edificio
es bien sencillo: vigas y plataformas de hormigón armado, lo
que permite jugar con la tabiquería interior a voluntad para
crear los multiformes espacios que deben corresponder a un centro dedicado
a artes diversas.
Pero lo más
interesante del conjunto es esa disposición del muro-cortina
exterior, que se extiende por todas las caras de la construcción,
sin limitaciones evidentes, creando una especie de alisada piel de vidrio
y acero, con una uniforme tonalidad grisácea, muy alejada de
los colores vivos de la época neoplasticista.
Tan sólo en un lugar
el edificio levantado por Rietveld (ahora hay dos) rompe esa aparente
monotonía del cristal y el acero y lo hace para levantar un breve
y delgado tabique de ladrillo claro. En ese tabique, hoy día,
figura el nombre del arquitecto en letras rojas, uno de sus colores
favoritos. Silencioso y sencillo homenaje a un maestro de la arquitectura
que fue así toda su vida. Sencillo y silencioso.