El Museo Thyssen-Bornemisza presenta
la exposición Paseo por el amor y la muerte, dedicada al pintor
belga Paul Delvaux (1897-1994), que puede verse en el museo madrileño
hasta el 7 de junio de este año. Realizada en colaboración
con el Musée d’Ixelles y comisariada por Laura Neve, su
agregada científica, la muestra reúne en un recorrido
temático más de medio centenar de obras procedentes de
colecciones públicas y privadas de Bélgica, mereciendo
una mención especial la de Nicole y Pierre Ghêne, en la
que se asienta este proyecto, para el que han cedido 38 piezas.
Procedente de una familia de abogados,
Delvaux estudia Cultura de la Antigüedad Clásica en el Ateneo
de Saint-Gilles en Bruselas (1910-16), y posteriormente consigue el
permiso de su padre para acceder a la Academia de Bellas Artes de Bruselas,
donde, tras un breve periodo dedicado a la arquitectura, estudia pintura
decorativa, graduándose en 1924. En sus primeras obras se observa
la influencia de los expresionistas flamencos, como Constant Permeke
y Gustave de Smet, que constituyen la vanguardia belga del momento.
Ya entonces comienza a mostrar interés por la representación
del ser humano, sobre todo de la mujer, que se mantiene como una constante
a lo largo de su carrera.
Tras haber experimentado con el realismo,
el fauvismo y el expresionismo, Delvaux descubre la obra de Magritte
y Giorgio de Chirico. Según Laura Neve, comisaria de la exposición,
‘por el contacto con de Chirico sus obras adquieren un carácter
teatral, tanto por el protagonismo de los decorados como por las composiciones
estructuradas en planos sucesivos, las posturas hieráticas de
los personajes o incluso sus estrafalarias vestimentas. Las posturas
pierden naturalidad, se congelan, son una puesta en escena’.
El surrealismo se convierte en la revelación más decisiva
para el artista, pero él mismo no llega nunca a considerarse
propiamente un pintor surrealista. Aunque participa en la Exposición
Internacional del Surrealismo en París, en 1938, y en otras posteriores
en Ámsterdam y México, se mantiene al margen del grupo,
preocupado por conservar su independencia de pensamiento. Le interesa
más la atmósfera poética y misteriosa del movimiento
que su lucha iconoclasta, por lo que, a partir de la década de
1930, crea un universo propio y original, libre de las reglas de la
lógica universal, y que se sitúa entre el clasicismo y
la modernidad, entre el sueño y la realidad. Su obra destaca
por la unidad estilística y está marcada por un ambiente
extraño y enigmático. Sus protagonistas, de la mujer a
los trenes, pasando por los esqueletos y la arquitectura, son parte
de este universo, seres aislados, ensimismados, casi sonámbulos,
que se ubican en escenarios a menudo nocturnos y sin relación
aparente; el único vínculo entre ellos son las propias
vivencias del artista.
En la exposición
del Museo Thyssen-Bornemisza se abordan los cinco grandes temas de la
iconografía de Paul Delvaux desde el punto de vista del amor
y la muerte: Venus yacente, un motivo recurrente en su obra que remite
a su amor incondicional por la mujer; El doble (parejas y espejos),
el tema de la seducción y la relación con el otro, el
alter ego; Arquitecturas, omnipresentes en su producción, en
especial de la Antigüedad clásica pero también de
la localidad de Watermael-Boitsfort (Bruselas, Bélgica), donde
reside; Estaciones, esenciales en la construcción de su personalidad
pictórica, y, finalmente, El armazón de la vida, que pone
de manifiesto su fascinación por los esqueletos, que sustituyen
a los humanos en sus actividades cotidianas.
Venus yacente
El interés de Delvaux por el motivo de la Venus dormida se remonta
a 1932, cuando visita el Museo Spitzner, una de las principales atracciones
de la Feria de Midi de Bruselas, que exhibe figuras de cera para mostrar
avances quirúrgicos, enfermedades y deformaciones humanas, junto
a otras curiosidades conservadas en botes de formol. Le impresiona sobre
todo una pieza que se titula precisamente La Venus dormida y, ese mismo
año, pinta su primer lienzo sobre el tema, reinterpretándolo
después en múltiples ocasiones con variaciones sorprendentes.
En La Venus dormida I (1932), la ejecución es especialmente
original. Delvaux estaba entonces próximo al expresionismo y
en ella puede verse la influencia de James Ensor, sobre todo en el recurso
a lo grotesco y en la atmósfera extraña que lo invade.
Todavía no ha creado su universo surrealista, pero ya muestra
algunos elementos esenciales como la mujer, el esqueleto, lo insólito,
la angustia… Dos años después admira la obra de
De Chirico en la exposición Minotaure, celebrada en
1934 en Bruselas, y en El sueño (1935), muestra ya los
nuevos planteamientos creativos, en los que la realidad onírica
se impone a la objetiva. La protagonista de este lienzo no remite directamente
a una Venus, sino que representa a la mujer en sentido general, como
una portavoz del género femenino. Debido probablemente a que
su relación con el sexo opuesto no fue fácil (tuvo una
madre autoritaria, un amor platónico, un matrimonio frustrado…),
el tema de la mujer es una de las obsesiones de Delvaux y se refleja
en su obra con jóvenes bellas y misteriosas, inalcanzables para
él.
Como
ha indicado la comisaria de la muestra: ‘Con el paso de los años
las mujeres se nos presentan cada vez más afectadas, disfrazadas,
preciosas: están en una representación. Las composiciones
evocan por otra parte la estructura de un escenario teatral: personajes
majestuosos sobre el fondo de un minucioso decorado arquitectónico.
La terraza es a este respecto una obra sintomática. Pese a la
precisión del trazo y a una indiscutible voluntad mimética,
el artista, ajeno a la fidelidad histórica, mezcla estilos arquitectónicos
y vestimentas que pertenecen a épocas muy distintas. El lienzo
adquiere a partir de ahora el aspecto de un teatro onírico, mental,
inmutable’.
El doble (parejas y espejos)
Otra de las constantes en su obra es la seducción. Desde comienzos
de la década de 1930, pinta tanto parejas heterosexuales como
de lesbianas, una relación que le llega a fascinar por pertenecer
a la intimidad femenina y que representa de manera mucho más
sencilla, íntima y espontánea que la heterosexual. La
visita a un prostíbulo hacia 1930 puede estar en el origen de
este tema de las ‘amigas’, que pronto se hace recurrente.
Durante los meses siguientes, representa a numerosas mujeres abrazadas
en unos apuntes y bocetos que transmiten una gran libertad de expresión.
Más vivos y expresivos que sus lienzos, estos dibujos le permiten
dar rienda suelta a la imaginación y explorar temas tabú.
Para algunos expertos, Delvaux recurre
al lesbianismo para indicar su decepción con las relaciones heterosexuales,
a las que tiende a estigmatizar en sus obras, condenando a los personajes
de sexo opuesto a la falta de contacto y de diálogo. En Pigmalión
(1939), en la exposición se muestra un estudio previo, el personaje
femenino prefiere una escultura de piedra a un hombre, invirtiendo el
mito original por el que un escultor se enamora de la estatua que él
mismo ha tallado. En el cuadro, cada miembro de la pareja posee en segundo
plano su alter ego. Es el tema del doble, muy presente también
en la producción del artista, y que remite así mismo a
los espejos como elementos relevantes de sus obras. En algunas de ellas,
tituladas explícitamente Mujer ante el espejo (1936),
atribuye un papel activo al reflejo, prefiriendo la realidad imaginaria
a la tangible.
Arquitecturas (Acrópolis)
La arquitectura ocupa un lugar preferente en la obra de Delvaux desde
mediados de la década de 1930. Ya de niño le apasiona
la mitología clásica y dibuja batallas como las que lee
en la Ilíada y la Odisea. Entre 1924 y 1925 dedica su primer
lienzo a la mitología, El regreso de Ulises, anunciando
ya la importancia que tendrá el mundo clásico en su producción,
aunque lo trata sin grandes libertades interpretativas. El resultado
no le convence y abandona la temática en favor del expresionismo,
para recuperarla en 1934. La influencia de De Chirico se revela en esta
vuelta a la cultura clásica, pieza clave de su iconografía
que se manifiesta no solo a través de la arquitectura, sino también
de la mitología o la vestimenta de las figuras femeninas. La
Antigüedad supone para él una escapatoria del mundo cotidiano,
una forma de liberar la imaginación que, además, le resulta
reconfortante.
Sus obras adquieren un carácter
teatral, incluso cinematográfico, por el protagonismo de los
decorados, las composiciones estructuradas en planos sucesivos y las
posturas hieráticas de los personajes. Unas veces, la Antigüedad
se sugiere con detalles arquitectónicos que se funden en el decorado.
Otras, pinta auténticos paisajes antiguos, ciudades enteras en
las que, sin embargo, incluye elementos incongruentes y mezcla diversos
estilos, lo que confiere a la escena un carácter absurdo. Palacio
en ruinas (1935), es su primera obra realmente surrealista y sienta
las bases de su estilo, caracterizado por un clima de misterio poético
sometido por el silencio.
Las arquitecturas que aparecen en sus lienzos se hace cada vez más
exacta, sobre todo tras los viajes a Italia, en 1937 y 1939, y a Grecia,
en 1956, y la iconografía de la ciudad antigua se vuelve también
más recurrente, en detrimento de las ruinas, haciendo referencia
a edificios y vestigios reales.
Estaciones
Desde muy joven, Delvaux se interesa por el mundo del ferrocarril, símbolo
de una modernidad emergente que le fascina. Ya en la década de
1920, la Estación de Luxemburgo en Bruselas es uno de sus temas
de inspiración favoritos e incluso se convierte en su lugar de
trabajo al aire libre, pintando una decena de cuadros de gran formato.
Abandona después el mundo de los trenes para volver a él,
más preparado académicamente, en la década de 1940;
será desde entonces indisociable de su identidad pictórica,
hasta el punto de que se le llega a conocer como el ‘pintor de
estaciones’. Sin una referencia real sobre su trayectoria, Delvaux
sitúa trenes y tranvías en decorados de la época
o en ciudades de la Antigüedad, en escenas protagonizadas por mujeres
que aguardan en andenes o salas de espera la llegada de una cita o el
inicio de un viaje.
En referencia a sus propios recuerdos
infantiles, a partir de 1950, pinta una serie de escenas nocturnas en
las que unas niñas esperan en estaciones desiertas, ilustrando
sus miedos frente al mundo de los adultos. La tensión erótica
de los años cuarenta da paso a la tranquilidad y la calma, como
en El viaducto (1963), donde todo está paralizado, como
a la espera de un acontecimiento que no acaba de producirse
El armazón de la vida
La fascinación del pintor por los esqueletos se remonta a su
etapa escolar, cuando no pierde de vista el que hay en su aula de biología,
y que le provoca a la vez miedo y curiosidad. A partir de 1932 hace
del esqueleto un elemento de su vocabulario plástico, dotándolo
de una especial expresividad. En ocasiones los esqueletos sustituyen
al personaje principal y reinterpretan por él la historia, como
un alter ego. Cuando no es el protagonista, aparece al fondo, fundiéndose
con el decorado y adoptando un papel secundario, pero no menos importante,
y comportamientos típicos de los humanos.
En la década de 1950, realiza
una serie de versiones de la Pasión de Cristo (la Crucifixión,
el Descendimiento o el Entierro) protagonizadas también
por esqueletos, que se exponen en 1954 en la Bienal de Venecia y cuyo
lema es Lo fantástico en el arte. Con estas piezas, Delvaux,
provoca un escándalo sin pretenderlo, magnificado por el cardenal
Roncalli (futuro Papa Juan XXIII), que las condena por herejía.
Paul Delvaux. 'Paseo
por el amor y la muerte'
Museo Thyssen-Bornemisza
Paseo del Prado, 8, Madrid, España
Desde el 24 de enero hasta el 7 de junio de 2015
_______________________
Para
saber más