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Los murales Seagram y otras series de Mark Rothko
Juan Diego Caballero
26/02/2009


En los primeros meses de 1958, bajo la dirección de Mies van der Rohe (con la colaboración del arquitecto norteamericano Philip Johnson) se concluye la construcción del famoso rascacielos Seagram Building de Nueva York. El edificio fue concebido para servir como sede central de la corporación Seagram, una importante compañía de destilación de bebidas alcohólicas. Poco después de su finalización se decidió que en él debería haber un restaurante de alto nivel, que atrajese una clientela elegante y distinguida. Y fue entonces, a fines del mes de junio del citado año, cuando el pintor Mark Rothko recibió un encargo ciertamente peculiar: encargarse de la decoración del 'Four Seasons Restaurant', para la cual suscribió un contrato en el que se comprometía a realizar una serie de pinturas que alcanzaría los cincuenta metros cuadrados y por la cual habría de recibir una sustanciosa cantidad, cobrando a cuenta un anticipo.

Sabemos de sobra del difícil carácter de Rothko y de sus tendencias depresivas. Pero el caso es que en esta ocasión pareció aceptar de buen grado la oferta y se puso de manera inmediata a trabajar en los cuadros. Sin embargo, tan solo un año después, el pintor declararía que con ellos pretendía ‘pintar algo que quitase el apetito a cualquier hijo de puta que comiese en ese salón’.

Mies van der Rohe and Philip Johnson Con la maqueta del Seagram Building, 1955. Fotografía de Irving Penn  Seagram Building de Nueva York  Seagram Building de Nueva York  Seagram Building de Nueva York

Pero regresemos al curso de los acontecimientos: una vez recibido el encargo, Rothko se puso a trabajar en él con un ímpetu inusitado. Para comenzar, y frente al modelo de cuadro aislado que hasta entonces había realizado, ahora diseñó toda una serie, inicialmente formada por siete cuadros, en la que pretendía establecer relaciones evidentes entre los distintos elementos. Por otra parte, en un artista que ya comenzaba a mostrar una clara preferencia por los colores muy oscuros, en esta ocasión se decantó por una gama de tonos más cálidos. Sin embargo, poco después acabó optando por una paleta más oscura en la que abundaban los rojos y granates; eso sí, acompañados por diversas tonalidades de marrón y de negro. El artista buscó además adaptar sus obras al espacio disponible y, a tal efecto, realizó numerosos bocetos. Siendo como ya era un pintor completamente decantado por el abstracto y que empleaba de manera netamente predominante en sus composiciones el conocido tema de los campos de color horizontales, en este caso no dudó en cambiar tal tendencia. Ahora, sobre el color de fondo, vamos a encontrarnos campos de color dispuestos en vertical, vacíos enormes que evocan puertas y cristaleras opacas; columnas y pilares que dan paso a profundos abismos. El propio artista consideraba a los murales Seagram adecuados para crear un espacio cercano a lo claustrofóbico, que propiciase una profunda contemplación de sus pinturas. En ese sentido, hacía mención a la atmósfera creada por Miguel Ángel en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, comentando que en esa obra el artista renacentista ‘consigue exactamente lo que yo estoy buscando, ya que logra que el espectador se sienta en un espacio en el no hay ni puertas ni ventanas’.

Seagram Building de Nueva York  Seagram Building de Nueva York  Seagram Building de Nueva York  

Rothko estuvo prácticamente un año completo trabajando en esta inmensa serie que acabó estando compuesta por más de treinta obras (pese a que sólo siete de ellas hubiesen cabido en el restaurante) y para ello reprodujo en papel, en su estudio, las dimensiones del restaurante en la que el conjunto habría de ser instalado. Pero en junio de 1959 el artista decidió interrumpir durante un tiempo su trabajo y efectuar un viaje por Europa, en el transcurso del cual visitó Italia, Bélgica, Holanda, Francia e Inglaterra. A su regreso, resolvió cenar una noche en el ‘Four Seasons’. Es evidente que no debió gustarle lo que allí pudo observar, con una clientela en la que a buen seguro abundaban los nuevos ricos. Cuentan que allí mismo tomó la irreversible decisión de que jamás un cuadro suyo serviría de decoración a un lugar como aquel.

Fue de ese modo como el conjunto de obras que Mark Rothko concibió como un todo acabó disperso por el mundo: nueve de aquellos cuadros fueron donados por el artista a la Tate Gallery de Londres, que creó con ellos la ‘Sala Mark Rothko’ (curiosamente, el pintor consideraba decadente el MOMA de Nueva York). Otra serie acabó instalada en el Kawamura Memorial Museum of Art de Sakura (Japón) y una tercera fue a parar a la Nacional Gallery de Washington.

Sirva la introducción anterior para explicar cuál es el origen de la exposición que hasta finales de enero de 2009 ha tenido lugar en la Tate Modern Gallery de Londres y que en la próxima primavera llegará al museo japonés antes citado. Con tal muestra se ha pretendido analizar al mismo tiempo dos facetas de la vida y obra del genial artista. De un lado, sus últimos años (1958-1970) incluidos dentro del denominado ‘periodo clásico’, iniciado en torno a 1949 y en el cual el artista optó ya definitivamente por la pintura de los campos de color. De otro lado, revisar el concepto de obra en serie según lo entendía Rothko y algunas de sus realizaciones más destacadas en este sentido. Recordemos que el pintor valoraba enormemente las estrategias de variación y repetición, según él mismo señaló en su conocida frase de que ‘si vale la pena hacer una cosa una vez, entonces vale la pena hacerla una y otra vez, explorándola, probándola, demandando mediante su repetición que el público la contemple’.

Untitled 1958–9 National Gallery of Art, Washington, Gift of The Mark Rothko Foundation, Inc. 1986, © Kate Rothko Prizel and Christopher Rothko/DACS 1998

Y efectivamente, los llamados murales Seagram jamás acabaron en el lugar para el que fueron concebidos, pero en la década de los años sesenta del siglo pasado, última de su vida, Rothko trabajó en varias ocasiones más el tema de las series pictóricas. Muy poco después de la experiencia que acabamos de relatar, Rothko fue invitado a efectuar una nueva serie de murales para un comedor de uno de los centros de la Universidad de Harvard. Allí fueron a parar finalmente los cinco cuadros en los que se concretó la serie, quedando colocados a gusto del propio artista a quien le pareció excelente que sus cuadros acabasen colgados en un ático excesivamente luminoso. El resultado final ha sido que, tras unos años allí expuestas, estas obras acabaron afectadas por la sobreexposición a la luz solar (también por anónimos graffitis e incluso restos de comida) y perdieron de manera irreparable sus tonalidades originales, hasta tener que ser finalmente retirados de allí en 1979. En este caso Rothko siguió planteamientos formales semejantes a los de los murales Seagram, en el sentido de crear espacios cerrados con puertas y ventanas sellados para la eternidad. Según él mismo afirmó en una de esas frases lacónicas con las que terminaba muchas conversaciones, sus murales ‘no son pintura; he hecho un lugar’.

El interés de Rothko por el trabajo en serie queda evidenciado por las pinturas negras que abordó en 1964. Es este un tema bien querido por algunos de los más conocidos expresionistas abstractos de la escuela de Nueva York, como Barnett Newman o Ad Reinhardt, quienes trabajaron el tema de la superposición del color negro... sobre negro. En el caso de Rothko, se trata de una serie de nueve cuadros sin título, simplemente numerados del 1 al 8 (el cinco figura dos veces) en los que podría decirse que el pintor continúa fiel a sus planteamientos de los campos de color como motivo central de su pintura si no fuese porque en estas obras prima la monocromía más absoluta. Sólo el color negro concurre a esta cita en la que la pintura se vuelve completamente emocional, muy acorde con la evolución personal del pintor.

Para un espectador poco atento podría parecer que Rothko se ha limitado a embadurnar los lienzos de un único color negro. No es el caso: una observación detallada permite apreciar como el color negro no es ni mucho menos sólido y cómo el artista está aplicando de nuevo sus ideas sobre los campos de color, pero recurriendo a un procedimiento cercano al minimalismo: el empleo de un único color en el que pueden apreciarse suaves diferencias de tonalidad. Desde luego, hace falta mucha fuerza intelectual y un determinado estado de ánimo para colocarse ante un lienzo y llevar a él únicamente pinceladas de color negro, concluyendo en una sinfonía de oscuridad absoluta que abunda en el sentido de lo profundo. Un abismo en el que todo rastro de luz acaba completamente desaparecido. Rothko no quiere (en el fondo, nunca ha querido) que el espectador se quede en la superficie de la obra que le presenta. Busca ir bastante más allá: convertir al mismo cuadro en una puerta por la que el observador se deslice hacia su propio autoanálisis, en un proceso de búsqueda interior muy próximo al que podría producirse en experiencias religiosas de carácter intimista.

Conforme Rothko concluía esta serie de obras, recibía un peculiar encargo de manos de un matrimonio de filántropos y mecenas norteamericanos, Jon y Dominique de Menil, interesados en crear una capilla de carácter no confesional en la ciudad de Houston. La pareja, que conocía los murales que el pintor había realizado en los años anteriores, resolvió encargarle la completa decoración de la capilla e incluso accedió a que fuese él quien aportase sus propias ideas acerca de la forma que habría de tener el edificio, de modo que a propuesta suya acabó construyéndose con planta octogonal.

Mark Rothko con una de sus pinturas negras  Interior de Rothko Chapel en Houston  Interior de Rothko Chapel en Houston

Ese es el origen de la hoy conocida como ‘capilla Rothko’, que no pudo inaugurarse hasta 1971, un año después de la muerte del artista. En su interior cuelga aún la serie completa de catorce cuadros (cinco individuales y tres trípticos) que podríamos considerar como un legado explícito de Mark Rothko con sus ideas acerca de lo ‘espiritual en el arte’, recurriendo a la conocida frase de Kandinsky. La mitad de esas obras es de carácter monocromo y en líneas generales predominan en ellas los colores muy oscuros: negros, violetas y marrones. Hay constancia de cómo el pintor, ayudado por varios colaboradores, se dedicó con ahínco durante mucho tiempo a la realización de estas pinturas, en la cuales podemos hallar una clara búsqueda de la trascendencia. Más allá de sus vinculaciones familiares con el judaísmo, no hay en Rothko referencias religiosas explícitas y, en este caso, hemos de poner su participación protagonista en el levantamiento y ornato de esta capilla ecuménica en relación con su propio interés en la creación de climas anímicos que atraigan al espectador, llevándolo hacia la reflexión y la meditación más profundas. El propio artista concluyó de su experiencia en el trabajo de los murales de la capilla, como éstos le habían enseñado ‘a extenderme más allá de lo que creía que era posible para mí’.

Tratar de describir unos cuadros de tendencia fuertemente monocroma es hacer a estas pinturas un flaco favor. Como podría afirmarse de gran parte de la obra de Rothko en los últimos años de su vida, resulta completamente vigente su famosa frase de que, ante este tipo de expresión pictórica, ‘el silencio es bastante acertado’. Adviértase, en todo caso, que los catorce cuadros de la capilla presentan un número idéntico al de las catorce estaciones del viacrucis cristiano. Sin embargo, este paralelismo fue negado por el mismo Rothko, quien fue como hemos señalado el responsable de la planta octogonal de la capilla. Modelo de planta que viene a corresponderse con las iglesias de planta centrada que el pintor habría podido conocer en sus viajes por algunos países europeos y, sobre todo, por Italia.

Llegamos de este manera al año 1969, a pocos meses ya del suicidio del genial artista, cuando éste aborda sus dos últimas series: de un lado, un conjunto de obras sobre papel en las que únicamente ha empleado los colores marrón y gris, asignando en horizontal a cada uno de ellos un espacio en la superficie del cuadro, diferente en cada ocasión. Como nota distintiva, en toda la serie el pintor colocó unas cintas en los bordes del papel, de forma que al desprenderlas el extremo exterior de cada obra aparece como no pintado. En general, podemos entender estos trabajos sobre papel como verdaderos paisajes del alma, en los que la parte inferior semeja una superficie terrestre y la parte superior un cielo en el que casi todo rastro de luz ha desaparecido.

  Sin título. Negro sobre gris. Mark Rothko, 1969. Colección Beyeler  Mark Rothko, Sin titulo, 1969  Mark Rothko, Sin título, 1969, National Gallery of Art, Washington, D.C.

Ese mismo sentido de paisajismo abstracto está también presente en la última gran serie de Rothko, realizada sobre lienzos de tamaño considerable y en los que retoma los formatos apaisados, aunque no de forma exclusiva. Para entonces el pintor ya ha visto la muerte de cerca: ha sufrido un aneurisma de aorta y se encuentra aquejado de fuerte hipertensión, agravada por el constante consumo de alcohol y tabaco. Divorciado además, decidió vivir en soledad en su propio estudio. Quizás como reflejo de estas vicisitudes de su vida personal, las obras de esta última serie carecen de título o numeración alguna, de forma que parece ser que el silencio más absoluto ha caído sobre ellas. Y efectivamente, eso es lo que depara su contemplación: el espectador se encuentra ante una propuesta construida a base de dos colores, negro y gris, ordenados en dos franjas distribuidas siempre de la misma forma: arriba el negro y abajo el gris, con diferente extensión en cada caso. La soledad y los aspectos depresivos de la vida de Rothko en estos últimos meses están bien patentes en estos lienzos de los que, sin embargo, hemos de suponer que el mismo artista debía de sentirse bastante satisfecho. Cómo explicar si no que a fines de 1969 convocase a un numerosos grupo de personas vinculadas con el mundo del arte neoyorquino a que vieran, en su propio estudio, este impresionante conjunto de pinturas.

Pero quizás esa especie de íntima satisfacción por estas obras en negro y gris duró en Rothko poco tiempo. A finales de febrero de 1970 el pintor ponía fin a su vida. Paradójicamente, lo hacía el mismo día en que llegaban a Londres esos nueve cuadros que había donado a la Tate Gallery. Una parte de los murales Seagram de los que hemos empezado escribiendo estas notas. Unos murales que marcaban el inicio del interés de Mark Rothko por el trabajo seriado y parte de los cuales recorre ahora el planeta, desde Reino Unido a Japón, en exposiciones de éxito asegurado. Unas obras que demostraban al mundo que en el Arte, a veces, la emoción debe buscarse más allá de la propia superficie del lienzo.


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DATOS DEL AUTOR:

Juan Diego Caballero Oliver (Sevilla, 1957), dedicado a la enseñanza desde 1980, es catedrático de Geografía e Historia en el IES Néstor Almendros de Tomares (Sevilla), donde ocupa el cargo de Jefe del Dpto. de Geografía e Historia. Tiene diversas publicaciones destinadas al alumnado de Educación Secundaria y ha sido Director, Vicedirector y Jefe de Estudios en varios IES de Cádiz y Sevilla. Además es el autor del blog ENSEÑ-ARTE.