En los primeros meses de 1958, bajo
la dirección de Mies van der Rohe (con la colaboración
del arquitecto norteamericano Philip Johnson) se concluye la construcción
del famoso rascacielos Seagram Building de Nueva York. El edificio
fue concebido para servir como sede central de la corporación
Seagram, una importante compañía de destilación
de bebidas alcohólicas. Poco después de su finalización
se decidió que en él debería haber un restaurante
de alto nivel, que atrajese una clientela elegante y distinguida. Y
fue entonces, a fines del mes de junio del citado año, cuando
el pintor Mark Rothko recibió un encargo ciertamente peculiar:
encargarse de la decoración del 'Four Seasons Restaurant',
para la cual suscribió un contrato en el que se comprometía
a realizar una serie de pinturas que alcanzaría los cincuenta
metros cuadrados y por la cual habría de recibir una sustanciosa
cantidad, cobrando a cuenta un anticipo.
Sabemos de sobra del difícil carácter de Rothko y de sus
tendencias depresivas. Pero el caso es que en esta ocasión pareció
aceptar de buen grado la oferta y se puso de manera inmediata a trabajar
en los cuadros. Sin embargo, tan solo un año después,
el pintor declararía que con ellos pretendía ‘pintar
algo que quitase el apetito a cualquier hijo de puta que comiese en
ese salón’.
Pero regresemos al curso de los acontecimientos:
una vez recibido el encargo, Rothko se puso a trabajar en él
con un ímpetu inusitado. Para comenzar, y frente al modelo de
cuadro aislado que hasta entonces había realizado, ahora diseñó
toda una serie, inicialmente formada por siete cuadros, en la que pretendía
establecer relaciones evidentes entre los distintos elementos. Por otra
parte, en un artista que ya comenzaba a mostrar una clara preferencia
por los colores muy oscuros, en esta ocasión se decantó
por una gama de tonos más cálidos. Sin embargo, poco después
acabó optando por una paleta más oscura en la que abundaban
los rojos y granates; eso sí, acompañados por diversas
tonalidades de marrón y de negro. El artista buscó además
adaptar sus obras al espacio disponible y, a tal efecto, realizó
numerosos bocetos. Siendo como ya era un pintor completamente decantado
por el abstracto y que empleaba de manera netamente predominante en
sus composiciones el conocido tema de los campos de color horizontales,
en este caso no dudó en cambiar tal tendencia. Ahora, sobre el
color de fondo, vamos a encontrarnos campos de color dispuestos en vertical,
vacíos enormes que evocan puertas y cristaleras opacas; columnas
y pilares que dan paso a profundos abismos. El propio artista consideraba
a los murales Seagram adecuados para crear un espacio cercano a lo claustrofóbico,
que propiciase una profunda contemplación de sus pinturas. En
ese sentido, hacía mención a la atmósfera creada
por Miguel Ángel en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, comentando
que en esa obra el artista renacentista ‘consigue exactamente
lo que yo estoy buscando, ya que logra que el espectador se sienta en
un espacio en el no hay ni puertas ni ventanas’.
Rothko estuvo prácticamente
un año completo trabajando en esta inmensa serie que acabó
estando compuesta por más de treinta obras (pese a que sólo
siete de ellas hubiesen cabido en el restaurante) y para ello reprodujo
en papel, en su estudio, las dimensiones del restaurante en la que el
conjunto habría de ser instalado. Pero en junio de 1959 el artista
decidió interrumpir durante un tiempo su trabajo y efectuar un
viaje por Europa, en el transcurso del cual visitó Italia, Bélgica,
Holanda, Francia e Inglaterra. A su regreso, resolvió cenar una
noche en el ‘Four Seasons’. Es evidente que no debió
gustarle lo que allí pudo observar, con una clientela en la que
a buen seguro abundaban los nuevos ricos. Cuentan que allí mismo
tomó la irreversible decisión de que jamás un cuadro
suyo serviría de decoración a un lugar como aquel.
Fue de ese modo como el conjunto de obras que Mark Rothko concibió
como un todo acabó disperso por el mundo: nueve de aquellos cuadros
fueron donados por el artista a la Tate Gallery de Londres, que creó
con ellos la ‘Sala Mark Rothko’ (curiosamente, el pintor
consideraba decadente el MOMA de Nueva York). Otra serie acabó
instalada en el Kawamura Memorial Museum of Art de Sakura (Japón)
y una tercera fue a parar a la Nacional Gallery de Washington.
Sirva la introducción anterior
para explicar cuál es el origen de la exposición que hasta
finales de enero de 2009 ha tenido lugar en la Tate Modern Gallery de
Londres y que en la próxima primavera llegará al museo
japonés antes citado. Con tal muestra se ha pretendido analizar
al mismo tiempo dos facetas de la vida y obra del genial artista. De
un lado, sus últimos años (1958-1970) incluidos dentro
del denominado ‘periodo clásico’, iniciado en torno
a 1949 y en el cual el artista optó ya definitivamente por la
pintura de los campos de color. De otro lado, revisar el concepto de
obra en serie según lo entendía Rothko y algunas de sus
realizaciones más destacadas en este sentido. Recordemos que
el pintor valoraba enormemente las estrategias de variación y
repetición, según él mismo señaló
en su conocida frase de que ‘si vale la pena hacer una cosa
una vez, entonces vale la pena hacerla una y otra vez, explorándola,
probándola, demandando mediante su repetición que el público
la contemple’.
Y efectivamente,
los llamados murales Seagram jamás acabaron en el lugar para
el que fueron concebidos, pero en la década de los años
sesenta del siglo pasado, última de su vida, Rothko trabajó
en varias ocasiones más el tema de las series pictóricas.
Muy poco después de la experiencia que acabamos de relatar, Rothko
fue invitado a efectuar una nueva serie de murales para un comedor de
uno de los centros de la Universidad de Harvard. Allí fueron
a parar finalmente los cinco cuadros en los que se concretó la
serie, quedando colocados a gusto del propio artista a quien le pareció
excelente que sus cuadros acabasen colgados en un ático excesivamente
luminoso. El resultado final ha sido que, tras unos años allí
expuestas, estas obras acabaron afectadas por la sobreexposición
a la luz solar (también por anónimos graffitis e incluso
restos de comida) y perdieron de manera irreparable sus tonalidades
originales, hasta tener que ser finalmente retirados de allí
en 1979. En este caso Rothko siguió planteamientos formales semejantes
a los de los murales Seagram, en el sentido de crear espacios cerrados
con puertas y ventanas sellados para la eternidad. Según él
mismo afirmó en una de esas frases lacónicas con las que
terminaba muchas conversaciones, sus murales ‘no son pintura;
he hecho un lugar’.
El interés de Rothko por el
trabajo en serie queda evidenciado por las pinturas negras que abordó
en 1964. Es este un tema bien querido por algunos de los más
conocidos expresionistas abstractos de la escuela de Nueva York, como
Barnett Newman o Ad Reinhardt, quienes trabajaron el tema de la superposición
del color negro... sobre negro. En el caso de Rothko, se trata de una
serie de nueve cuadros sin título, simplemente numerados del
1 al 8 (el cinco figura dos veces) en los que podría decirse
que el pintor continúa fiel a sus planteamientos de los campos
de color como motivo central de su pintura si no fuese porque en estas
obras prima la monocromía más absoluta. Sólo el
color negro concurre a esta cita en la que la pintura se vuelve completamente
emocional, muy acorde con la evolución personal del pintor.
Para un espectador poco atento podría parecer
que Rothko se ha limitado a embadurnar los lienzos de un único
color negro. No es el caso: una observación detallada permite
apreciar como el color negro no es ni mucho menos sólido y cómo
el artista está aplicando de nuevo sus ideas sobre los campos
de color, pero recurriendo a un procedimiento cercano al minimalismo:
el empleo de un único color en el que pueden apreciarse suaves
diferencias de tonalidad. Desde luego, hace falta mucha fuerza intelectual
y un determinado estado de ánimo para colocarse ante un lienzo
y llevar a él únicamente pinceladas de color negro, concluyendo
en una sinfonía de oscuridad absoluta que abunda en el sentido
de lo profundo. Un abismo en el que todo rastro de luz acaba completamente
desaparecido. Rothko no quiere (en el fondo, nunca ha querido) que el
espectador se quede en la superficie de la obra que le presenta. Busca
ir bastante más allá: convertir al mismo cuadro en una
puerta por la que el observador se deslice hacia su propio autoanálisis,
en un proceso de búsqueda interior muy próximo al que
podría producirse en experiencias religiosas de carácter
intimista.
Conforme Rothko concluía esta
serie de obras, recibía un peculiar encargo de manos de un matrimonio
de filántropos y mecenas norteamericanos, Jon y Dominique de
Menil, interesados en crear una capilla de carácter no confesional
en la ciudad de Houston. La pareja, que conocía los murales que
el pintor había realizado en los años anteriores, resolvió
encargarle la completa decoración de la capilla e incluso accedió
a que fuese él quien aportase sus propias ideas acerca de la
forma que habría de tener el edificio, de modo que a propuesta
suya acabó construyéndose con planta octogonal.
Ese es el origen de la hoy conocida
como ‘capilla Rothko’, que no pudo inaugurarse
hasta 1971, un año después de la muerte del artista. En
su interior cuelga aún la serie completa de catorce cuadros (cinco
individuales y tres trípticos) que podríamos considerar
como un legado explícito de Mark Rothko con sus ideas acerca
de lo ‘espiritual en el arte’, recurriendo a la conocida
frase de Kandinsky. La mitad de esas obras es de carácter monocromo
y en líneas generales predominan en ellas los colores muy oscuros:
negros, violetas y marrones. Hay constancia de cómo el pintor,
ayudado por varios colaboradores, se dedicó con ahínco
durante mucho tiempo a la realización de estas pinturas, en la
cuales podemos hallar una clara búsqueda de la trascendencia.
Más allá de sus vinculaciones familiares con el judaísmo,
no hay en Rothko referencias religiosas explícitas y, en este
caso, hemos de poner su participación protagonista en el levantamiento
y ornato de esta capilla ecuménica en relación con su
propio interés en la creación de climas anímicos
que atraigan al espectador, llevándolo hacia la reflexión
y la meditación más profundas. El propio artista concluyó
de su experiencia en el trabajo de los murales de la capilla, como éstos
le habían enseñado ‘a extenderme más
allá de lo que creía que era posible para mí’.
Tratar de describir unos cuadros de tendencia fuertemente monocroma
es hacer a estas pinturas un flaco favor. Como podría afirmarse
de gran parte de la obra de Rothko en los últimos años
de su vida, resulta completamente vigente su famosa frase de que, ante
este tipo de expresión pictórica, ‘el silencio es
bastante acertado’. Adviértase, en todo caso, que los catorce
cuadros de la capilla presentan un número idéntico al
de las catorce estaciones del viacrucis cristiano. Sin embargo, este
paralelismo fue negado por el mismo Rothko, quien fue como hemos señalado
el responsable de la planta octogonal de la capilla. Modelo de planta
que viene a corresponderse con las iglesias de planta centrada que el
pintor habría podido conocer en sus viajes por algunos países
europeos y, sobre todo, por Italia.
Llegamos de este manera al año
1969, a pocos meses ya del suicidio del genial artista, cuando éste
aborda sus dos últimas series: de un lado, un conjunto de obras
sobre papel en las que únicamente ha empleado los colores marrón
y gris, asignando en horizontal a cada uno de ellos un espacio en la
superficie del cuadro, diferente en cada ocasión. Como nota distintiva,
en toda la serie el pintor colocó unas cintas en los bordes del
papel, de forma que al desprenderlas el extremo exterior de cada obra
aparece como no pintado. En general, podemos entender estos trabajos
sobre papel como verdaderos paisajes del alma, en los que la parte inferior
semeja una superficie terrestre y la parte superior un cielo en el que
casi todo rastro de luz ha desaparecido.
Ese mismo sentido de paisajismo abstracto
está también presente en la última gran serie de
Rothko, realizada sobre lienzos de tamaño considerable y en los
que retoma los formatos apaisados, aunque no de forma exclusiva. Para
entonces el pintor ya ha visto la muerte de cerca: ha sufrido un aneurisma
de aorta y se encuentra aquejado de fuerte hipertensión, agravada
por el constante consumo de alcohol y tabaco. Divorciado además,
decidió vivir en soledad en su propio estudio. Quizás
como reflejo de estas vicisitudes de su vida personal, las obras de
esta última serie carecen de título o numeración
alguna, de forma que parece ser que el silencio más absoluto
ha caído sobre ellas. Y efectivamente, eso es lo que depara su
contemplación: el espectador se encuentra ante una propuesta
construida a base de dos colores, negro y gris, ordenados en dos franjas
distribuidas siempre de la misma forma: arriba el negro y abajo el gris,
con diferente extensión en cada caso. La soledad y los aspectos
depresivos de la vida de Rothko en estos últimos meses están
bien patentes en estos lienzos de los que, sin embargo, hemos de suponer
que el mismo artista debía de sentirse bastante satisfecho. Cómo
explicar si no que a fines de 1969 convocase a un numerosos grupo de
personas vinculadas con el mundo del arte neoyorquino a que vieran,
en su propio estudio, este impresionante conjunto de pinturas.
Pero quizás esa especie
de íntima satisfacción por estas obras en negro y gris
duró en Rothko poco tiempo. A finales de febrero de 1970 el pintor
ponía fin a su vida. Paradójicamente, lo hacía
el mismo día en que llegaban a Londres esos nueve cuadros que
había donado a la Tate Gallery. Una parte de los murales Seagram
de los que hemos empezado escribiendo estas notas. Unos murales que
marcaban el inicio del interés de Mark Rothko por el trabajo
seriado y parte de los cuales recorre ahora el planeta, desde Reino
Unido a Japón, en exposiciones de éxito asegurado. Unas
obras que demostraban al mundo que en el Arte, a veces, la emoción
debe buscarse más allá de la propia superficie del lienzo.