He
de reconocer que me cuesta mucho contenerme; la imagen es poderosa,
la ocasión oportuna y mi pecho se inflama con facilidad. He de
reconocer que me cuesta, que probablemente no aguantaré mucho
más, pero por ahora me contengo.
Me contengo y no aprovecho la imagen que me brindan para no pensar y
lucir mi papel en blanco con felicitaciones de primer número,
con amores de estudiantes, con curiosos impertinentes, con viajeros,
con músicos, con poetas y viandantes, con los tranvías
rojos y blancos de Viena, con pintores callejeros y con los románticos
trastos lisboetas.
Me contengo y no hablo del ultramoderno tranvía de Estrasburgo,
del tiempo y los caminos, de los acordeonistas del Trastevere romano
viajando en el ocho (dirección Teatro Argentina), de Bob Dylan,
de la Malvarrosa o del recuerdo que el tranvía madrileño
dejó bajo el Faro de Moncloa o en El Escorial.
Me contengo todavía un poco más, y no aprovecho la ocasión
para contar un cuento a bocajarro, ni para lanzar proclamas, ni pasquines
baratos, ni para disparar poemas a la barriga y al corazón de
alguna señorita despistada de ojos negros y boca de seda.
Todavía no. Y esto último, tengo que decir, ha sido mucho
más difícil que contener la imagen del Arte, el Tranvía
y el Primer Número porque, creo que ya lo he dicho, mi pecho
se inflama con una facilidad pasmosa.
No se crean, no es fácil escribir un primer artículo para
el primer número de una revista de Arte, sin perder la razón
y la salud con el devaneo de sesos y el vaivén de las tripas.
Me explico. Que mi pecho se inflame con facilidad no es una novedad
para mí, pero sí para muchos que no han hecho examen de
conciencia. Y esos muchos, son una barbaridad. La alabanza, ya lo decía
Jenofonte, es el más dulce de los sonidos. Y como alguien no
haga algo pronto nos vamos a empachar. Y ya ven que me incluyo sin rubor
ni vergüenza.
Es de sobra conocida la influencia de la publicidad en la valoración
del Arte Contemporáneo y los ríos de tinta derramados
al respecto, son más caudalosos que el Ebro, que en paz descanse.
Pero más impresionante es el efecto de la publicidad del propio
Arte en nuestra sociedad.
Curiosa cosa es, no sé si se han dado cuenta, que entre nosotros
ocho de cada diez personas (personas en el sentido jurídico de
la palabra, esto es, con forma humana y desprendidas del seno materno
durante más de veinticuatro horas), ocho de cada diez, que las
tengo contadas, dicen ser, son o se consideran artistas.
Artistas, dicen o piensan ser, seres imbuidos de un talento natural
que sólo unos pocos pueden reconocer y que caminan por la calle,
llenan los bares y los ascensores, saludan desde los balcones o cogen
el metro todos los días.
Quién no aprendió de pequeño a tocar la flauta,
asistió durante dos años a clases de piano o le enseñaron
a tocar la guitarra en la parroquia, en botellones o en cualquier otro
evento social. Y el que no, por lo menos considera que canta bien, o
por lo menos canta lo suficientemente bien como para medirse con media
España en multitudinarios castings y pruebas varias, mientras
la otra mitad del país pasa de la noche a la mañana, (¡oh,
extraordinario suceso!), a convertirse en experta juez de danza y canto.
El jurado de Operación Triunfo, dicen, se equivocó, deberían
haber cogido a fulanito o no haber echado a menganito porque zutanito
cantaba mejor. El jurado se equivocó porque deberían haber
hecho lo que ellos opinan.
Algunos se resisten, es cierto. Algunos están en contra del sistema
y alzan los puños y con tachuelas en los ojos y en el pecho protestan.
Pero no en manifestaciones (están politizadas, dicen). Se organizan
en grupos y tocan canciones. También son artistas, pero no como
los otros...
A los pocos que no se dejaron seducir con el mundo del oído,
(sí, he dicho bien, pues no hace falta tener oído para
dedicarse a la música, basta con tener un sintetizador, cuatro
pistas y llamar música a lo que hagas, del mismo modo que después
de abolir la métrica y la rima tampoco hace falta ya dominar
el ritmo interno para ser poeta) se les metió por los ojos las
pantallas y decidieron ser actores de teatro, de cine, de teleserie,
directores, guionistas, directores de foto o tramoyistas versados. O
pintores, dibujantes, escultores, cocineros (ya saben, el Arte Culinario)
o diseñadores de moda, o qué sé yo. Pocos se salvan.
Money for nothing, checks for free.
En el mundo universitario se aprecia claramente. En esta comunidad compuesta
por personas que han elegido estudiar, es decir trabajar en algo que
no es estrictamente la creación artística, hay un porcentaje
increíble de artistas.
No me refiero a los estudiantes de Bellas Artes. Me refiero a todos
los demás. ¿Cuántos filólogos, en especial
hispanistas, no son sino grandes escritores que estudian mientras esperan
su oportunidad?. Los estudiantes de periodismo, por supuesto, no se
libran dos. Los filósofos e historiadores, siete de cada diez.
Los estudiantes de comunicación audiovisual, para qué
hablar. Entre la legión de aprendices de juristas es algo exagerado:
no sólo escritores, guionistas, directores de cine, y actores
se han sentado en las aulas de Derecho, he conocido hasta cantantes
de ópera con serias aspiraciones. Por no hablar de los estudiantes
de Arquitectura que llegan a parodiarse a sí mismos, practicando
el arte que explora la cuarta dimensión, arte que no sólo
es tridimensional sino que además es vivido. La leche. Así
podría seguir un buen rato, deteniéndome tal vez y encontrando
alguna excepción entre los estudiantes de medicina, dada, en
general, su fuerte vocación por curar artistas y encontrando,
también alguna que otra excepción entre algún ingeniero
que para sobrevivir a su desesperación se ve obligado a pensar
de sí mismo que hace todo bien. Entre otras cosas, se dice, también
podría ser artista. Esto, como comprenderán, no vale para
nuestro estudio.
La misma proporción de individuos con capacidad creadora de lo
bello y lo sublime hay en el resto de la sociedad. Desde el alto ejecutivo
de un gran banco que pudo ser un gran entintador de tebeos, hasta las
manualidades del ama de casa, pasando por jardineros, escaparatistas,
pasteleros y niñas pijo hippies que deciden dedicar su escaso
talento a hacer pendientes de alambre o muñecos de plastilina.
Hay quien pinta, hay quien restaura obras de arte porque es artista
de la restauración, y hay quien es restaurador porque no tuvo
valor para pintar. Pero hay pocos que restauren sin pensar que son artistas.
Y los que no saben a qué Musa pinchar para ver si les inspira,
se convierten en personajes de la prensa rosa o hacen performances en
el MOMA de Nueva York o en el IVAM de Valencia.
Una sociedad compuesta de artistas. Todos artistas. Bueno todos no,
sólo ocho de cada diez personas se considera especialmente dotada.
Y yo me pregunto, si hay tan alto porcentaje de gente con una capacidad
tal para crear belleza que, sin querer, se les va escapando obras maestras,
¿por qué coño enciendo la tele y todo sigue siendo
tan condenadamente feo?.
Y no me vale aquí que la apreciación de la belleza sea
algo subjetivo y sujeto a la cultura de cada cual.
Se crea así el nuevo artista, el artista del siglo veintiuno.
El poeta ya no es raro, ya no es especial. Y el no creador se vuelve
especial, distinto y se le valora más; es un buen gestor, un
tío serio.
Uno entre millones, una gota de agua en el mar, el creador se torna
triste porque ya no hace lo que él cree que los verdaderos creadores
hacen, que no es sino destacar entre los que les rodean y revolucionar
la estética del mundo y aún el mundo mismo en el que viven
(¿qué fue del Renacimiento?). Sin embargo, engañado,
sigue produciendo, no por necesidad vital en conjunción con una
habilidad o técnica aprendida ni siquiera por la necesidad sola,
sino porque así es como la sociedad le dice que debe ser. Como
un periodista encadenado a su columna de los jueves, como un publicista
creativo con la campaña que debe presentar el lunes a las diez,
como un músico de estudio, prisionero de la gloria de otros y
condenado a no poder dominarla.
Al menos, el mito del Cielo está bien montado. No se puede demostrar
si la gloria eterna existe o no, y la decepción en caso de que
no exista se la lleva uno después de muerto, y no antes.
Sin embargo, el mito de la gloria en vida se desmonta durante la vida.
Podríamos decir que la anestesia de los piropos y de las palmaditas
en la espalda se pasa antes de tiempo. El fracaso y las consecuentes
burlas y las chuflas en vida, esas sí que se hacen conscientes
y se aparecen a los ojos y al corazón de uno como dolorosas y
verdaderas.
¿Qué le sucederá en un futuro no muy lejano a una
sociedad compuesta por millones de individuos frustrados, en su orgullo
heridos, destrozados sus pechos de artista inflamados por las alabanzas
y la tontería?. ¿Cuántos fantasmas pueden vagar
por nuestras calles?.
Podría gritar, pero ya es tarde. Podría escribir aún
más, podría coger la guitarra y pegar desde mi terraza
cuatro gritos a la luna. Podría hacerlo, pero es tarde y mañana
es martes.
Ya es tarde y mis vecinos podrían no oírme.
Por eso me contengo.