Ilustración
Marc Montijano
De
todos es conocido que no se puede vivir y escribir a la vez y estando,
como desgraciadamente estamos, acostumbrados a leer lo no vivido, lo
poco imaginado y aún peor, lo no entendido, espero que me sea
dispensado el haber tardado tanto en escribir la siguiente de esta,
todavía corta, serie de Cartas Australes. Por fin he tenido una
pausa en la que he intentado asimilar lo que últimamente he vivido.
Vivir viene antes que aprender y, a pesar de haber vivido y no haber
escrito, temo que al escribir sólo pueda escribir lo vivido y
no haber entendido ni aprendido nada.
Desde donde estoy, ahora tan lejos de casa, de los códigos que
conozco y sé desentrañar, me vuelvo a sentir como un niño,
ingenuo y curioso, con ganas de aprender lo que no entiende y ya os
digo que entiendo poco.
También he tardado tanto porque me he dado cuenta de lo fácil
que es describir cualquier cosa de las que veo, haciendo que parezcan
a los ojos de los que comparten mis códigos, exótico todo
y novelesco.
Pero no sería justo para los que aquí viven, para los
que lo descrito es cotidiano; tampoco sería justo para los que
esperan un producto original de la imaginación y del ingenio
de un hombre. Sería además, y sin poder evitarlo, de pésima
calidad estética.
Otra vez vuelvo, por tanto, a reprimir mi pluma, a decirle que se calle.
Ya van dos veces.
Podría
rellenar volúmenes enteros de volcanes antiguos, lagunas misteriosas,
cascadas increíbles, selvas impenetrables, cafés inexplorados,
arañas del tamaño de mi mano derecha, autobuses adornados
de puntillas y colores, cuyes empalados, Vírgenes coronadas con
tubos de neón, mujeres, días azules, encebollados, predicadores,
indígenas, encuentros, desencuentros y malentendidos, taxis amarillos,
playas tropicales, carnavales, aguas termales, ron barato, salsa, miseria,
niños aniñados, niños limpiabotas, niños
esnifando pegamento, ceviches de camarón y concha, esperas interminables
delante de este puto teléfono que nunca acaba de sonar, paseos
y canciones que sigo sin entender.
Podría dedicar un capítulo entero a la profunda mirada
andina, otro a la chica que me botó sin más explicaciones,
otro al manto de estrellas en el que Quito se convierte cuando puntualmente
se oculta corriendo su sol justiciero y vertical.
Pero es tan fácil...Y tan injusto. El ingenio es duro y no se
perdona. El ingenio se sirve de la vida y a su servicio debe estar,
pero no debe, según mi parecer, intentar plagiarla.
Porque la vida es tan compleja y tan rica, que unas líneas de
mala copia sólo servirían para confundirnos.
La vida hay que observarla, vivirla, deducirla, sobarla e inducirla.
Servirnos de ella para poder comprenderla un poco, en el poco tiempo
que nos queda antes de morirnos. Porque sólo si la hemos observado
de cerca y de lejos, si la hemos vivido hasta extenuarnos, amando, odiando,
riendo y llorando, deducidas las conclusiones de las premisas que nos
pusieron delante, solo si la hemos sobado, si hemos inducido lo que
nos ha dado tiempo a aprender, sólo entonces podremos decir satisfechos,
en el postrer momento, que hemos vivido.
Qué falta de respeto es intentar copiar la vida. Qué prepotencia
la de algunos. Y aún peor, qué mal gusto.
Del mismo modo, pero en sentido inverso, podría plagiar la vida
de allá de donde vengo y aquí sería, si no aclamado,
sí fácilmente respetado con un respeto que ya he dejado
claro que no merecería. Pero no por mucho tiempo.
El ingenio no perdona y el plagio es pronto descubierto. El ingenio
no quiere fotos, aunque el virtuosismo que las haya producido sea tal
que de la realidad no se pudieran distinguir, algo en todo punto imposible,
como hemos visto. Admiraremos la habilidad, algunos lo llamarán
talento. El mismo talento y la misma habilidad que un Neandertal tiene
tallando un canto de cuarcita.
Pero, ¿y el ingenio, él que crea conceptos y los destruye
y los vuelve a crear y los fija en la mente como si hubiéramos
nacido con ellos?, ¿no es acaso el padre y la madre de lo que
somos y de lo que podemos llegar a ser? Quien puede lo más, puede
lo menos, y si los plagios y la falta de imaginación y de gusto
nos pueden entretener durante un rato, cuando el ingenio aparece, todo
lo demás se oscurece como se oscurecen las estrellas cuando la
luna se planta a su lado.
Bien está. No seré pues una guía de viajes, fría
y descriptora, sino la guía que sólo son los pies y los
viajeros y habitantes que por el camino se van encontrando. No haré
fotos ni me serviré injustamente de las vidas de los que me rodean.
No multiplicaré artificiosamente la imaginación saliendo
a la ventana y grabando en un papel todo lo que vea. De hoy en adelante
me salvo condenándome a respetar la imaginación y el asombro,
para seguir reprimiéndome y, concediendo, eso sí, lo suficiente
a la luz, al color y a la historia, para evitar el aburrimiento, que
es lo peor de todo por ser antivital. Hablaré de conceptos, intentando
destruir aquellos que nos hacen daño, intentando crear y agrandar
aquellos que nos alegren lo que nos queda.
La abstracción garantiza el ingenio y el ingenio garantiza la
vida.