Pido
un minuto y medio de silencio por las víctimas. Por aquellos
que - incautos - entraron en el cine atraídos por los mass-media
y tuvieron la grata suerte de contemplar las obras sublimes, maestras,
sensacionales que de un tiempo a esta parte han persistido en su colonización
del mundillo cinematográfico.
No
me lo saco de la manga, a los hechos me encomiendo: existe Pearl Harbour,
existe Destino de caballero, existe Martín Lawrence. Tópico
tras tópico, todo siempre lo mismo, parecido, idéntico,
ni un ápice de creatividad en una masa ingente de películas
fabricadas en cadena con el único fin de vaciar los bolsillos
de los incautos, que al fin y al cabo son los consumidores en potencia.
Nada es lo que parece, y ante tal derroche de medios en hacer historias
planas, más secuelas y diversos remakes (andan escasos de ideas
en USA) uno no puede evitar echarse a llorar por este insulto al arte.
Menos
mal que existen pañuelos para apaciguar las lágrimas;
ante bodrios de la magnitud de School Killer o Supermaderos, llegan
otros engendros menos dados a la promoción televisiva que -increíblemente
- intentan contarte una historia distinta de una forma distinta con
una mirada menos convencional. Es por ejemplo, el caso de Happiness,
de Todd Solondz. Película estadounidense rodada hace cinco años
que se adentra por temas escabrosos, tabúes en la sociedad que
nos acoge: homosexualidad y pederastia juntas en un padre de familia
que no tiene reparos en ofrecerse a ayudar a su hijo para que éste
obtenga su ansiada primera eyaculación.
La historia está tan bien contada, que en Cannes se lo agradecieron
y le concedieron el Premio de la Crítica. Seguro que sonoras
carcajadas resonaban aquella noche en la sala oficial de visionado,
cuando los críticos la contemplaban.
Si
nos atrevemos a alejarnos del fastuoso celuloide norteamericano, de
la hipócrita sonrisa de don Tom Cruise, de los falsos pechos
de Dense Richards, podemos tener mejor fortuna en cuanto a calidad cinematográfica
se refiere. Fijemos nuestra mirada en Europa: La franco-austríaca
La pianista de Michael Haneke, El experimento del alemán Oliver
Hirschbielgel Alemania, la noruega Elling de Peter Naess¸ la francesa
Intimidad de Patrice Cheréau... Todas ellas de hace menos de
dos años.
Son películas de sentimientos, de intentar expresar unas no siempre
determinadas sensaciones a través de un plano, de una frase,
de un papel secundario y a la vez importante. Y eso son actores de verdad;
sólo hay que ver a Isabelle Huppert (La pianista) haciendo de
mujer ambigua y desequilibrada, o el demacrado aspecto del protagonista
de Intimidad, Marc Railance, cuando después de los polvos salvajes,
sigue encontrándose perdido en una vida que no le pertenece.
Dos
películas protagonizaron el cine europeo en el 2002.Por un lado,
En tierra de Nadie,
del balcánico Danis Tanóvic. Una mirada lacónica
y reflexiva sobre el conflicto de Bosnia, que en clave de denuncia,
critica la influencia que los medios de comunicación ejercen,
la incapacidad y la propia incoherencia de los cascos azules y sobre
todo, las estúpidas diferencias que separan a los dos protagonistas,
cada uno de un bando, que se ven obligados a convivir en una trinchera,
con una escopeta y un herido que no puede ni debe incorporarse. Después
de su galardón en los Oscars, su carrera comercial se vio relanzada
llegando de esta manera a alcanzar un moderado éxito, para regocijo
de su director Tanóvic.
La
otra película destacada fue la francesa Amelie, de Jean Pierre
Jeunet. Después de estrellarse con Alien IV Resurrección,
este director decidió volver a sus mágicos orígenes
de Delicatessen, para construir una fábula en verso, salpicada
de color, brillantina y armonía. Y nos llegó Audrey Tatou,
una mocita gabacha, de rasgos tiernos y angelicales que fue la encargada
de encarnar a Amelie Poulan en la gran pantalla. Chica perdida, a todas
vistas triste, que a partir de un casual suceso, decide consagrar
su vida en hacer feliz a los demás, de esta forma - cree Amelie
- logrará su propia felicidad. Pero lo que fascina de esta cinta,
no es tanto el contenido como la forma. Un recorrido fugaz de pequeñas
imágenes, de detalles significantes, de guiños de genialidad
(gdg´s). La originalidad de la puesta en escena, es la que llena
de fantasía al contenido, teletransportando al espectador a una
ilusión óptica maravillosa que encadenada con la historia
enarbola el producto final hasta el virtuosismo.
No
puedo dejar de mencionar al cine español, ya que en el 2002 también
nos trajo películas interesantes, como la ignorada en los Goya
Hable con Ella o la denuncia social de Los Lunes al sol y Poniente.
Uno de los films más sorprendentes del año fue En la ciudad
sin límites, de Antonio Hernández.
Un
recorrido épico y psicológico, a través de Víctor,
el personaje de Leonardo Baraglia, que entrará en pugna contra
el pasado, contra las mentiras, contra su propia familia. La otra figura
es la de Fernando
Fernán Gómez, que en una nueva interpretación magistral,
provoca lágrimas y sonrisas y alguna que otra sorpresa.Todo ello,
ambientado en un París con música clásica de tintes
futuristas, con una cámara inquieta capaz de tomar los mejores
planos de la mejor manera. Toda una joya de la narración, que
no tuvo el éxito de cara al público que su calidad merecía.
También
destacaron dos coproducciones españolas: una se hizo con Francia
y les salió Una casa de locos (L´aubergue espagnole) Producto
realista, refrescante y a la vez embaucador, que habla de los erasmus,
estudiantes que becados, marchan por un año a estudiar a otro
país. Siete de estos erasmus se juntan en un piso de Barcelona,
cada uno venido de un país diferente. La película narrará
la epopeya hilarante de estos jovencillos dispuestos a ser felices siempre
que sea dentro de su burbuja particular.
Por
último, hablaré de la otra coproducción española,
esta vez con los argentinos. Una historia humilde, narrada desde la
sinceridad y el silencio sepulcral de la Patagonia, con actores no profesionales
y con unos medios demasiados mínimos. Por eso la llamaron Historias
Mínimas, y Carlos Sorín - el director - decidió
contar todo aquello desde las
particulares mentes de cada uno de los personajes. Es impagable la escena
del viejo descubriendo los elevalunas eléctricos. O la incansable
preocupación del vendedor a la hora de mandar hacer un pastel
de cumpleaños.
La
moraleja de todo este asunto está bastante clara. No resulta
perjudicial consumir de vez en cuando ciertos productos estadounidenses,
pero hay que abrir las miras y fijarse más en otras películas,
que puede que no vengan precedidas de una apabullante promoción,
pero que a priori parecen poseer todas las cualidades precisas para
que salgas del cine con la sensación de haber visto algo loable.
No hay que dejarse engatusar por las superproducciones, te acabas hartando
de ellas cuando después de cien veces te das cuenta de que siempre
te han contado la misma historia y siempre, de la misma manera. Hay
que buscar cosas nuevas, y actualmente el mercado estadounidense es
el que tiene más carencias en este apartado.
Bien
es cierto que las salas de cine españolas no facilitan esta labor
de búsqueda, ya que si vives en una ciudad pequeña ni
siquiera llegan a estrenar ciertas películas. Por eso hay que
hacerse socio de algún videoclub que no se llame Blockbuster.
Un videoclub donde se puedan encontrar, entre otras, todas las películas
que he mencionado a lo largo del artículo.