Si
hubiera que hacer una síntesis de la obra de Theo Angelopoulos,
habría que concluir que su cine es un intento repetitivo
por poner la Odisea en imágenes y traerla al siglo
XX, por recuperar la pureza de la mirada primitiva y asistir al
gran teatro del mundo desde una poética y coreografía
ritual, con una historia suspendida en el tiempo y con una música
que transpira nostalgia y desencanto ante los ideales frustrados.
No es posible, a su vez, analizar ninguna de sus películas
sin reflexionar sobre esa historia reciente de Europa asolada por
la guerra y la destrucción, con individuos que sufren una
pérdida de la memoria e inician un viaje en busca de sí
mismos. Cada uno de sus trabajos supone, por otra parte, un acto
de resistencia frente a un mundo de bienestar y materialismo en
que la hipocresía y lo efímero se ha instalado, o
frente a un cine de consumo fatuo y adormecedor de conciencias:
ante esa crisis de identidad y el aletargamiento del espíritu
que le impiden reaccionar, el autor de El viaje de los comediantes
pone el grito en el cielo y dibuja una tragedia (griega) teñida
de tristeza y desesperación, como lo harían los héroes
individuales del teatro de Sófocles. Una estructura mítica
para una escenografía brechtiana alejada de los parámetros
realistas o espectaculares, pero que deviene en historia y se acerca
al hombre para darle luz entre la niebla y convocarle a un mejor
entendimiento del mundo desde su particular mirada, con su propia
conciencia.
FICHA TÉCNICA DE 'LA MIRADA
DE ULISES'
+
Dirección: Theodoros Angelopoulos
+ Guión: Tonino Guerra, Theodoros
Angelopoulos y Petros Markaris
+ País: Grecia-Francia-Italia
+ Año: 1995
+ Duración: 176 min.
+ Interpretación: Harvey
Keitel (A), Erland Josephson (S., conservador de películas del
museo), Maia Morgenstern (Mujer de Ulises), Thanasis Vengos (Conductor
de Taxi), Giorgos Mihalakopoulos (Amigo y periodista), Costas Santas,
Dora Volanaki (Mujer mayor).
+ Producción: Theodoros Angelopoulos,
Eric Heumann Dragan Ivanovic, Herbert G. Kloiber, Saimir Kumbaro, Piro
Milkani, Ivan Milovanovic, Amedeo Pagani, Lucian Pricop y Giorgio Silvagni
+ Diseño de producción:
Dinos Katsouridis
+ Montaje: Takis Koumoundouros y
Yannis Tsitsopoulos
+ Música: Eleni Karaindrou
+ Fotografía: Yorgos Arvanitis
+ Vestuario: Giorgos Ziakas
La mirada de Ulises y la de Angelopoulos insisten en la necesidad
de escuchar las voces del pasado que se abren paso en el silencio de
un mundo de contornos desdibujados sumido en el desasosiego, y entiende
la vida como un continuo viaje de aprendizaje y de naturaleza trágica,
como un escenario de círculos infernales –al modo que lo
hiciera Virgilio en La Eneida o Dante en La Divina comedia,
donde el horror aflora y sepulta la humanidad de manera insistente.
‘En el principio Dios creó el viaje’ comenta el director
de la filmoteca de Belgrado, a lo que el nuevo Ulises responde ‘…
y después el silencio, la duda y la nostalgia’. De ahí
que su propósito de encontrar esas tres bobinas sin revelar,
quizá la primera película griega de 1905, realizada por
Yannakis Manakis, no sea más que una vuelta al pasado en busca
de la memoria, de una toma de conciencia de su ceguera y del aislamiento
de una realidad silente, de una duda sobre la existencia de las bobinas
pero que le empuja a no abandonar el viaje, y de esa nostalgia ante
la pérdida y la utopía. Todo con la esperanza de que ese
esfuerzo le permita conformar la mirada actual, de que suponga un revulsivo
que le saque del sinsentido de un peregrinar alocado y fatigoso.
Es la mirada necesaria para saber quiénes
somos y en qué entorno nos hemos formado, y ahí es donde
el director –el innombrado A. y el propio Angelopoulos que se
esconde bajo sus múltiples máscaras que esconden al exiliado
y lo humano– sólo encuentra guerra y violencia, deportaciones,
confiscaciones e injusticias, hambre y atropello de autoridad: un siglo
XX que terminó con la misma guerra de los Balcanes con que había
comenzado, después de haber sufrido dos grandes conflagraciones
y dejado tras de sí miles de refugiados y exiliados.
Como en el resto de sus trabajos, Angelopoulos construye una puesta
en escena de la subjetividad con unos personajes políticamente
desencantados, derrotados tras unos sueños evaporados en el tiempo:
es, en definitiva, el pesimismo de un socialista confuso y desorientado
en el siglo XXI, que mira al pasado con tristeza y al presente con preocupación.
De esta manera cobra sentido ese ‘en mi fin está mi comienzo’
dicho por A. al inicio de la película, que obedece al carácter
continuo y circular –o en espiral– del viaje, de la misma
vida y del propio relato cinematográfico desarrollado por Angelopoulos:
en sus imágenes, el pasado se hace presente y vemos a A. con
aspecto adulto asistiendo a la fiesta familiar en Constanza y besar
a su madre y abuelos como si fuera un espectro del niño que fue,
o reencontrarse con la mujer que amó años atrás
(la Penélope homérica) sin que ésta pertenezca
ya a su tiempo…: es el pasado histórico que irrumpe en
el presente y que se hace simultáneo, que pasa con la rapidez
del pensamiento –magníficas elipsis en esos brindis de
Año Nuevo– y que se aloja en la conciencia como lo que
pudo ser y se perdió.
Un viaje iniciático y una mirada al pasado que busca también
un ideal de justicia que se ve frustrado una y otra vez, hasta el punto
de que la vida queda como petrificada y la nostalgia por aquella utopía
se materializa en esa monumental estatua de Lenin, desmontada y trasladada
por el Danubio hasta Alemania –estremece ver a esas personas arrodillándose
y santiguándose a su paso, en la ribera del río–;
son ‘momentos perdidos’ que también quedan
reflejados gráficamente en esos ciudadanos que contemplan ‘congelados’
el paso del tiempo y las continuas injusticias sociales e injerencias
políticas en el ámbito individual.
A su vez, asistimos a un baile y música
que quedan suspendidos en el momento presente como lo fueron anteriormente,
aunque en ese Sarajevo de finales de siglo algunas notas de la joven
orquesta parecen escaparse a la violencia y llegar con el viento hasta
el pueblo: es la esperanza de las nuevas generaciones.
El infatigable A. ha regresado desde el exilio de los Estados Unidos,
aparentemente para encontrar las famosas bobinas y hacer un documental
sobre los hermanos Manakis, aunque en el fondo se debe más a
la necesidad de recuperar la mirada de la infancia y de volver a creer
en el hombre. Allí revive su propio pasado en Florina, su encuentro
con los refugiados albaneses o con una periodista en Skopie que se siente
seducida por su sinceridad y perseverancia; también recuerda
poco después el baile familiar –referencia a la vida como
representación de un gran baile donde se cambia de pareja a ritmo
del vals– o el regreso de su padre desde el campo de concentración
en 1945 o el posterior arresto de su tío Vangelis en el inicio
de las purgas estalinianas, para volver más adelante a encontrarse
con otras ‘mujeres de Ulises’ (cuatro en total, abarcando
una variada tipología) a las que da vida la actriz Maïa
Morgenstern: son imágenes del amor imposible que trata de abrirse
paso entre la violencia y que hablan también del que Angelopoulos/A.
siente hacia los Balcanes. Decididamente, Angelopoulos ha decidido romper
las coordenadas espacio-temporales, y traernos a escena la esencia de
la vida y contemplar el eterno femenino con encuentros efímeros…
porque el viaje debe continuar.
En cierto sentido, este viaje o recorrido al pasado no es otra cosa
que la eterna lucha entre el amor y la guerra, entre la luz y las tinieblas.
Y en ese entramado de claroscuros, Angelopoulos encuentra instantes
de felicidad y perspectivas de futuro, fundamentalmente cuando la cámara
se fija en la persona individual y escruta su alma. Entonces advierte
el vacío de afecto y de memoria que invade Europa y que necesita
ser reparado cuanto antes: un sentimiento puesto en escena con esa periodista
de Skopie que descubre la verdad que mueve al viajero, o con la campesina
búlgara que ‘rescata’ el amor de su marido
difunto en la persona de A.; son epifanías de humanidad en un
mundo de destrucción que, con la conciencia dormida y la memoria
laminada, se haya sometida a las autoridades políticas. Y sin
embargo, como tales epifanías, su resplandor y brillo resulta
fugaces y pasajeros y terminan apagándose en un grito desgarrador.
Sólo queda entonces volver a intentarlo una vez más (como
dice el conservador de la filmoteca de Sarajevo Ivo Levy, un magnífico
Erland Josephson), siempre en busca de la fórmula química
que permita el revelado de aquellas imágenes primigenias y sin
contaminar, que conceda una nueva mirada del mundo por parte de quien
quiere ser testigo imparcial: es la mirada de Ulises, humana y poética,
inocente e íntegra, cercana y trascendente, como lo eran aquellas
primeras filmaciones de los hermanos Manakis que ahora busca obsesivamente
(o de los Lumière, se podría decir también).
El cine de Angelopoulos supone, por
tanto, un acercamiento reflexivo a la vida y a nuestra historia, y a
la vez una mirada poética que trata de regenerar la condición
humana, de penetrar en la intimidad de la persona y sacar a flote su
espiritualidad. Repleta de símbolos y metáforas de índole
literaria y plástica (veleros y barcas, fotografías y
celuloide, filmoteca y grabadora, venda en los ojos y bobina sin revelar,
niebla y nieve…), atenta a los pequeños detalles que saben
crear una atmósfera crepuscular y que permitan reconstruir la
historia helénica y desde ella la europea, el cineasta apuesta
por una puesta en escena coreográfica y por paisajes desolados
y tristes, por una invernal fotografía en que la débil
luz o la densa niebla adquieren un valor semántico, por personajes
arquetípicos que encarnan ideas y símbolos y se alejan
del contenido expresivo o psicológico –por eso, impacta
el plano final de Harvey Keitel llorando, al término de su fatigoso
viaje emocional–, y por una música que transmite sensaciones
de nostalgia y melancolía con acordes que van introduciéndose
por ósmosis en el alma del espectador hasta empaparle trágicamente.
La misma insistencia de los largos planos-secuencia obedece a su deseo
de acercarse a la verdad de la realidad –en la línea del
ontologismo baziniano– y de no manipularla mediante el montaje:
no son ejercicios de virtuosismo formal sino la ‘manera de
mirar’ y de percibir el tiempo de Angelopoulos-Ulises-A.,
decepcionado por el fracaso de las ideologías y que ya sólo
confía en la persona; no es gratuito, por ejemplo, que A. se
entretenga llevando a la anciana –sabiduría de la experiencia,
por otro lado– a ver a su hermana; ni tampoco que el brindis con
su amigo en Belgrado recuerde a personas individuales conocidas en París,
para terminar haciéndolo ‘por las esperanzas rotas,
por el mar sin límites’.
De la misma manera, el tratamiento simultáneo del tiempo al que
antes hemos hecho referencia hace que Angelopoulos no recurra al convencional
flash back sino a una superposición e identificación de
guerras, exilios, amores e ideales: asistimos con ello a la abstracción
de una condición humana poética e intemporal –sin
ápice de realismo– donde un A. lloroso manifiesta sus sentimientos
en un bello poema de amor, en la última escena del film: ‘te
contaré mi viaje durante toda la noche, entre susurros de amor,
porque esa es toda la aventura humana, la historia sin fin’.
Ver La mirada de Ulises, de indudable sabor autobiográfico,
supone una experiencia interior y un canto al cine como reflejo del
alma humana y de nuestra propia historia, como espejo de los anhelos
más profundos y de los desencantos más dolorosos del hombre:
basta asistir a la larga secuencia final con fundido en blanco, donde
la niebla oculta la matanza de la familia de Yvo Levy en Sarajevo –último
y más infernal de los círculos recorridos por A. en su
aprendizaje de la vida–, pero que no puede impedir que el sonido
de los disparos llegue al atónito espectador… a la vez
que lo hacen la luz y la música de la orquesta, y se vislumbra
un lugar para la esperanza.
El ritmo está dentro de cada
uno de sus planos, de duración escrupulosamente calculada y de
composición artística y equilibrada, mientras que el sentimiento
permanece escondido en esas almas que surcan los mares en busca de libertad
pero que desembocan irremediablemente en un destino de muerte. El espectador
puede sentir dolor, amor, desorientación y fracaso sin que tercien
palabras de unos protagonistas que asisten al triste espectáculo
del mundo, sin explicaciones de un narrador que engarce los hechos relatados
con un hilo conductor. Son fogonazos de luces y sombras que dejan entrever
las heridas de una civilización que clama por renacer de sus
cenizas y por aprender a mirar más allá del instante presente.
Con esta película realizada en 1995, Angelopoulos contemplaba
con perplejidad la caótica situación socio-político
tras la caída del Muro de Berlín, y alentaba a una recuperación
y toma de conciencia de un espacio balcánico en el que Grecia
buscase conexiones étnicas y culturales con los países
limítrofes: destruidos unos puentes, el director pretende construir
otros en el espacio y en el tiempo, salir a la búsqueda de una
integración de esos pueblos que asistían aceleradamente
a su fragmentación (estamos en plena guerra de los Balcanes,
en 1993), y ese es el sentido de la última foto familiar hecha
en Constanza en 1950 –en la que aparecen los actores habituales
de Angelopoulos, su ‘familia artística’– en
una ritual escena teatral y fantasmagórica que pone fin a una
época de deportaciones, confiscaciones y despedidas.
Además, en 1995 se celebraba el centenario del nacimiento del
cine, ocasión que se presentaba como ideal para reivindicar su
función de captar la realidad y recuperar la memoria de los pueblos:
la imagen cinematográfica se ofrecía entonces como vehículo
para educar la mirada del espectador y acompañarle en su viaje
de búsqueda de identidad, para alcanzar como el Ulises del tercer
milenio la Ítaca de la sabiduría (las tres bobinas) al
no ser posible poseer la del amor.
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Para
saber más
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DATOS
DEL AUTOR:
Julio Rodríguez Chico, natural de Gijón
(Asturias). Licenciado en Historia y máster en Historia y Estética
de la Cinematografía por la Universidad de Valladolid. Miembro
del Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC) y de
la Asociación SIGNIS-España. Editor del blog La
Mirada de Ulises, incluida en las plataformas digitales
Paperblog y Globedia. Crítico de cine y colaborador
de las revistas La Butaca, Film Historia (Univ. de Barcelona),
Cinemanet, La peli que quieres ver, y En taquilla.
Autor del libro Azul, Blanco, Rojo. Kieslowski en busca de la libertad
y el amor (Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2004),
de En busca del hombre y de la libertad. El cine polaco en la Seminci
(Ed. Polonica Matritensis, Madrid, 2009), así como de artículos
publicados en revistas y congresos especializados, sobre todo en torno
al cine de autor. Desde el 2002, he participado en cine-forum y ciclos
de cine entre universitarios, y cubierto el Festival de Cine de Valladolid
(SEMINCI).