DATOS
TÉCNICOS
+ Título
original: La vida secreta de las palabras
(The Secret Life of Words).
+ Dirección:
Isabel Coixet.
+
País: España.
+ Año:
2005.
+ Duración:
120 min.
+
Interpretación: Sarah Polley (Hanna), Tim Robbins
(Josef), Javier Cámara (Simon), Leonor Watling (esposa del amigo
de Josef), Sverre Anker Ousdal (Dimitri), Steven MacKintosh (Dr. Sulitzer),
Eddie Marsan (Victor), Julie Christie (Inge), Daniel Mays (Martin),
Dean Lennox Kelly (Liam), Danny Cunningham (Scott), Emmanuel Idowu (Abdul),
Reg Wilson (director de la fábrica).
+ Guión:
Isabel Coixet.
+ Producción:
Esther García.
+
Producción asociada: Javier
Méndez y Miss Wassabi.
+ Producción
ejecutiva : Agustín Almodóvar y Jaume Roures.
+ Fotografía:
Jean Claude Larrieu.
+
Dirección de arte: Pierre-François
Limbosch.
+
Sonido directo: Aitor Berenguer.
+ Montaje
de sonido: Fabiola Ordoyo.
+ Mezclas:
Patrick Ghislain.
+
Maquillaje: Ana López-Puigcerver.
+ Peluquería:
Ainhoa Eskisabel.
+
Vestuario: Tatiana Hernández.
+ Dirección
de casting: Shaheen Baig.
+ Música: Antony and the Johnsons,
Tom Waits, Clem Snide, Chop Suey, Juliette Greco, Paolo Conte, Dalida,
David Byrne, Blood, Sweat & Tears, The Real Tuesday, “La dolce
vita” (cantada).
+
Exteriores: Madrid, Bilbao y Belfast .
+
Productora: El deseo con la participación de Mediaprot.
SINOPSIS:
Un lugar aislado en medio del mar: una plataforma petrolífera,
donde sólo trabajan hombres, en la que ha ocurrido un accidente.
Una mujer solitaria y misteriosa que intenta olvidar su pasado (Sarah
Polley) es llevada a la plataforma para que cuide de un hombre (Tim
Robbins) que se ha quedado ciego temporalmente. Entre ellos va creciendo
una extraña intimidad, un vínculo lleno de secretos, verdades,
mentiras, humor y dolor, del que ninguno de los dos va a salir indemne
y que cambiará sus vidas para siempre. Una película sobre
el peso del pasado. Sobre el silencio repentino que se produce antes
de las tormentas. Sobre veinticinco millones de olas, un cocinero español
(Javier Cámara) y una oca. Y sobre todas las cosas, sobre el
poder del amor incluso en las más terribles circunstancias..
COMENTARIOS: A estas alturas, cuando Isabel Coixet ha dejado
de ser la outsider catalana del circuito cinematográfico español
para pasar a ser quien se llevó la perra gorda en la pasada edición
de los Premios Goya, a más de uno debió salirle urticaria
por haber vaticinado un rotundo fracaso a la cinta y a su carrera como
creadora.
A otros, sin embargo,
este derroche de gratitud por parte de la Academia se nos antojó,
al tiempo que imposible, bastante esperanzador, y digo esto porque,
después de tanto olor a tongo-pucherazo, confieso que he vuelto
a creer en los criterios de un jurado que, quizás a golpe de
talonario, había acabado por dormirse en los laureles de la previsibilidad
y la cobardía.
Así, estos tiempos cambiantes, nos han dejado un buen regusto
al haber sabido recompensar el savoir-faire de una de las cineastas
más personales del panorama español. Y es que La vida
secreta de las palabras es, mal que pese a algunos, una grandiosa
película. La constatación de que la Coixet, aún
con todos sus miedos a los rodajes en estudio, podía volver a
hacerlo. Y de hecho, lo ha conseguido, dejándonos completamente
turbados ante ese desparrame emocional del que viene haciendo gala,
ante su militancia en el desgarro y el intimismo que ornamenta todas
y cada una de sus creaciones.
Y
como no podía ser de otro modo, vuelve a ser su actriz fetiche,
Sarah Polley, quien protagoniza el relato. Pero esta vez, ya no será
la Ann melancólica y dulce de Mi vida sin mí,
sino una joven enfermera a la que los avatares de la vida han convertido
en una extraña y misteriosa muchacha, cuyo mutismo y talante,
un tanto estúpido, desconcierta al mismo tiempo que fascina.
Ella es Hanna. Ella es silencio, secreto, aislamiento, soledad, mentira.
Su austera vida autoimpuesta sólo le permite sentirse ‘arropada’
por la voz de una niña que se le ha adherido a la piel, que la
acompaña y la atormenta, y que, a modo de narrador omnisciente,
nos ayuda a dotar de sentido a Hanna cuando susurra ‘¿a
dónde va? ¿acaso a ella le importa? ¿matar el tiempo
antes de que él me mate a mí? ¿es eso todo?’,
porque ese es precisamente el pulso de vida al que Hanna ha decidido
abandonarse. Y como ella, todos los que la acompañan en la plataforma
petrolífera donde se dispone a ‘matar el tiempo’
en vacaciones.
Hanna
llegará allí al igual que una tormenta de agua dulce en
mitad de la jungla, incluso de su propia jungla interior, tratando de
encontrar un camino que desconoce, del que no puede escapar y al que
se dedicará en cuerpo y alma durante unas semanas. Josef (Tim
Robbins) y la plataforma. La plataforma y los demás. Un extraordinario
elenco de artistas de los que, junto a una preciosa oca llamada Lisa,
disfrutamos tanto o más que ellos mismos degustando un suculento
plato de gnocchis preparado por Simon (Javier Cámara), el cocinero
español que se refugia de sus miedos, o de la máquina
cuentaolas a la que Martin (Daniel Mays), con el idealismo de un niño
empeñado en planes de ataque y esperanza, dedica horas de estudio.
No se sabe muy bien para quién trabaja, pero el hecho es que
está ahí, como todos los demás, sea por la cocina,
la familia o los mejillones, forjándose extraordinarios motivos
o excusas por los que acercarse a lo natural, a lo real, por los que
sentirse útiles en algún remoto lugar del mundo.
Y de ahí el tono reivindicativo de la película, que ansía
ubicarse en ese terreno vedado del cine que es el drama en voz baja,
que es la angustia en su más cruda viveza, que es la no exención
del dolor y la violencia, pues como dice el escritor John Berger, la
película rueda más allá de esa noción de
martirio que los medios han decidido abolir en pos del consumo, pero
de la que esta cinta no prescinde.
De
lo que sí prescinde, por el contrario, al igual que el chino
Wong Kar-Wai en muchas de sus películas, es de las palabras.
Y es que las buenas películas se construyen a base de silencios,
haciendo del público un colectivo de espectadores que ya no necesitan
pescado masticado, sino únicamente un par de brochazos bien dados
para captar el espíritu de la cinta, los entresijos emocionales
de los personajes, los atajos, los trucos, las pistas que nos llevan
a descubrir, desde el momento en que se apagan las luces, que Hanna
ha creado su propia caverna y que, nosotros, dirigidos por ella, sólo
escucharemos al mundo exterior cuando ella decida encender su audífono,
cuando llega a la plataforma. Cuando ya no sólo se escucha a
sí misma, sino también a Josef, el enfermo del que tiene
que cuidar, que le irá desvelando poco a poco sus intimidades,
pero para el que también ella se reserva su verdad. Esa verdad
por la que calla, porque siempre lo más importante es lo más
difícil de expresar.
Y
como si se tratase de una novela de detectives, con un sigilo narrativo
perfectamente medido, asistimos a uno de los clímax más
espectaculares y menos previsibles de los últimos tiempos. Una
verdad que, resuelta en una sóla escena, cae sobre nosotros como
granizo hiriente. Como muestra de que, a pesar de que el ‘in media
res’ sea algo tardío, la solidez con la que la escena se
desenvuelve además es capaz de ofrecer al espectador un buen
juego interpretativo. Algo que también viene condicionado por
ese dominio de la luz, esa fotografía que, por momentos, nos
recuerda tanto al britanismo social del troskista Ken Loach en películas
como Lloviendo piedras (Raining stones, 1993), como a un Wenders ciertamente
edulcorado o a la gran dama de la Nouvelle Vague, Agnés Varda,
cineasta a la que Isabel Coixet admira por encima de todas las cosas
y de quien siempre hace propia su frase ‘nunca he pensado
en hacer una carrera, sino sólo en rodar las películas
que me salían del alma’.
Y
con este mismo espíritu romántico y disoluto por hacer
cine, la catalana, cuya tesina en la facultad de historia se centró
en el cine de los 70, nos ha dejado grandes títulos en la memoria,
desde que estrenó, allá por el 88, su primer largo Demasiado
viejo para morir joven, al que le seguirían Cosas que nunca
te dije (Things i never told you, 1995), A los que aman
(1998) y Mi vida sin mí (My live without me,
2003), película que, además de cosechar una larga lista
de premios, fue recibida con una gran ovación en muchos países,
pero sobre todo en Japón, donde se convirtió en un auténtico
fenómeno social, ya que los japoneses quisieron hacer, además
de un remake, una serie de televisión.
Pero este amor que Japón y la China profesa por la Coixet es
algo recíproco, pues además de su bienconocida pasión
por Wong Kar-Wai, con quien establece tremendos paralelismos en sus
películas, también adora al escritor japonés Haruki
Murakami, con el que comparte esa estilo metafórico y embaucador,
esa pasión por la desnudez de los personajes que tan bien quedaba
plasmada en la gran Sputnik, mi amor (Sputnik, my love,
2002).
Y es que Isabel Coixet es una directora que, por encima de todo, ama
a sus personajes, como evidencia el cariño y la ternura con que
está escrito y tratado el personaje de Simon, nuestro cocinero
español que reivindica, desde tan lejos, la buena cocina, aliñada
además de una sutil dosis musical con la que convertir la hora
de comer en toda una ceremonia para los sentidos.
Brindo
así al mismo tiempo, por todos aquellos que reniegan de la Coixet,
porque esa misma intransigencia, testarudez y exigencia con el equipo
(y consigo misma) por la que la critican, la ha llevado a establecer
estrechos lazos amistosos con los que conformar la banda sonora. Porque
canciones como ‘All the world is green’ de Tom
Waits, o ‘Hope's there someone’, de Antony and
the Johnson, que es una de las más maravillosas canciones que
se han escrito últimamente, hacen fácilmente comprensible
que se nos erice la piel, que nos salgan ampollas, incluso, y que una
banda sonora se convierta en imprescindible. Tan imprescindible como
que en el cine de Coixet aparezcan las lavanderías o las siempre
alusiones a la literatura - en este caso Cartas de una monja portuguesa,
de Mariana Alcoforado -, a su amor por ella, cuando Hanna confiesa ‘los
libros eran siempre más reales que todo lo demás’.
Y eso debió ser seguramente lo que llevó a Isabel a adaptar
al teatro la novela autobiográfica de Helene Hanff ‘84
Charing Cross Road’, una obra de tremendo lirismo de la que
pudimos disfrutar el pasado año.
Por
otro lado, de mucho sirvió a la catalana haber viajado a Afganistán
a rodar el documental ‘Viaje al corazón de la tortura’
(2006), pues son bastantes las apreciaciones que Isabel importa de víctimas
reales para construir a su Hanna, y para dedicar la cinta a Inge Genefke,
embajadora del Consejo Internacional de Rehabilitación de Víctimas
de la Tortura (I.R.C.T.), que será extraordinariamente interpretada
en la película por Julie Christie.
Así,
la película se presenta como una llamada de atención a
los supervivientes de estas masacres olvidadas que, ajenos a sí
mismos, han perdido la identidad y sólo les ha quedado la abrumadora
vergüenza de haber sobrevivido. La misma vergüenza que les
induce a escapar de sus emociones, a sentir absoluto terror a amar y
a sentirse queridos porque creen no merecerlo.
Toda una brutal carga temática de la que se nos hace partícipes,
extrayendo del olvido la guerra de los Balcanes que, habiendo sucedido
hace poco más de 10 años, permanece ya en el saco del
olvido.
Por otra parte, no está de más considerar la valentía
por parte de todo el equipo, pues afrontar el reto que supone a nivel
de producción viajar a Belfast a rodar en una plataforma petrolífera,
es una gran victoria. Una plataforma donde el estruendoso ruido de las
máquinas que seguían trabajando, no facilitaba nada la
buena sonoridad de la película ni tampoco el buen acceso a las
cámaras, pero que, por otro lado, poseía ese aire fantasmagórico
con el que dotar a la historia de mayor credibilidad y genialidad reivindicativa,
puesto que ese contrapicado de la plataforma – a la que llamaron,
curiosamente, Genefke - viene a sugerirnos la fortaleza del petróleo,
el gigante de hierro, con todos sus pasillos, escaleras y escondrijos,
conformando la amalgama metafórica de cómo estas oilrigs
funcionan como fábricas de poder.
Como
el poder con el que Isabel Coixet, ya habiendo cosechado también
numerosos éxitos en publicidad, consigue aportarnos todo esto
y más con La vida secreta de las palabras. Una película
valiente, que se atreve incluso a presentarnos, a modo de voz en off,
a la diosa Tristeza (o también a la hijamuerta); esa que se nos
acerca, como constantemente afirma Coixet e incluso Bergman en sus memorias,
los días de domingo.
No se trata, pues, de culturizar el dolor, ni de ahondar en lo lacrimógeno,
sino de profundizar en el dolor como técnica de supervivencia,
como arrullo con el que lanzarse a la salvación, como reivindicación
de lo natural, lo vívido y lo sensible, lo humano y lo divino
de las personas.
En definitiva, si a algún cabezapensante se le ocurriera hacer
una clasificación entre cine sin más y cine curativo,
estoy segura de que Isabel Coixet enarbolaría orgullosa la bandera
del segundo, pues su optimismo, su preciosismo y el poder sanador de
sus historias, vale más que una dosis doble de prozac y sonrisas.
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