Me ponía sonso, viejo, me daba
gripa. De modo que debía ir, contra mi voluntad (ya no estaba
yo para esas cosas), en busca de Marita. Muchacha, ábreme la
puerta. Estoy muy cansada, Dolfo, ¿qué quieres? Lo de
siempre, anda, solo esta vez. Me abría (cuántas cosas
debo agradecerle), me decía que esperara; se metía al
baño, el chorro poderoso de su orina traspasaba la desvencijada
puerta; luego se duchaba y salía, húmeda todavía,
en dos brevísimas piezas negras y traslúcidas, y me llamaba
tigre: vamos, tigre, decía, móntame. Yo me acercaba a
ella y le besaba un pecho, con premura; luego, el otro; luego, el animal
insomne de su sexo; ella me iba desnudando después, trapo por
trapo, hasta dar con mi rata muerta e intentar resucitarla: nada. Yo
chillaba, consternado, y me quejaba del paso del tiempo, de la lozanía
y el vigor perdidos, ante lo cual Marita se revelaba a gritos: viejo
sonso, de nuevo haciéndole perder el tiempo, y apenas me daba
oportunidad de vestirme antes de sacarme a empellones de su casa.
Yo recorría chillando las diez
cuadras de distancia hasta la mía, me daba una ducha, me metía
en la cama (pensando que ya no servía para nada, que era un estorbo),
me dormía; cuando despertaba, un par de horas después,
ya estaba recuperado del todo y agradecidísimo con Marita.
No llegamos a una comprensión perfecta de mi mal sino luego de
varios intentos. Las primeras veces, por ejemplo, Marita se conmovía
y me consolaba luego del sexo frustrado: llegaba a casa moqueando, por
las noches me despertaba la gripa; otras, me resistía a mi nulidad
sexual y me abocaba a darle placer a Marita, uno lento, sosegado, añejado
por el tiempo, que la llevaba al orgasmo en un tiempo razonable; a veces,
hasta conseguía una efímera erección, la que aprovechaba
para que Marita me acariciara un poco y eyacular sobre sus piernas:
en casa, olvidaba las cosas, sentía un malestar en los huesos.
De modo que debimos prohibirnos las que íbamos nombrando debilidades
conforme conocíamos mejor el mal y las erradicábamos de
nuestro reducido repertorio.
Anoche
todo terminó de mala forma. Me dolían mucho las piernas
y estaba mareado; por ello me apresté a casa de Marita. Empezamos
bien: ella se quejó de que la importunara, terminó cediendo
y entró al baño, salió con sus piezas negras traslúcidas,
me dijo móntame, tigre: el ritual de siempre. Hasta que llegó
la hora en que mi sexo no debía responder a las caricias, pero
respondió; en que ella debía reclamarme a gritos que yo
fuera un viejo imbécil que no funcionaba, pero funcioné,
y penetré a Marita dulce, lentamente y (según me dijo)
la hice sentir remecida por dentro, asfixiada y luego perdida en un
marasmo de amor e irresistible sueño tardío. Apenas Marita
se echó, satisfecha, sobre mi pecho, y mi sexo volvió
a su ruindad de siempre, le dije que debía irme. No me dejó.
Me hizo saber que estaba enamorada; que yo debía quedarme; que
ella me cuidaría, me protegería de mis fantasmas. Aunque
me resistí, terminé aceptando. También la amo.
Esta mañana se me han caído las últimas hebras
de pelo, me han dado calambres en los brazos: se lo he dicho a Marita
pero ella nada, nada, ha respondido, y ha repetido que me cuidará.
Más tarde, mientras comíamos, he sentido el corazón
palpitar muy rápido, la sangre detenerse en mis venas cansadas
y luego proseguir su recorrido con tartamudeos de viejo. Marita me ha
advertido que repetiremos la experiencia de ayer esta noche. Le he pedido
que no, por favor. Me ha dicho que nada de peros: la vida es para vivirla.
Me he resignado. Esta noche, aunque yo deba sufrir después de
los riñones, exploraremos nuestros cuerpos como nunca antes;
aun sabiendo que lo pagaré con dolores de muela intensísimos,
la besaré de los dedos de las manos a los dedos de los pies,
y ella hará lo propio. Entraré en ella (mi columna se
curvará horas después, mi lengua se trenzará en
sí misma), me regalará una de esas sus miradas tibias,
que me ponen la piel de gallina, y yo le diré que la amo al oído,
sin reparar en su llanto, en su dolor y desconcierto cuando, mañana
temprano, me encuentre muerto sobre su cama bendita.
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DATOS DEL AUTOR:
Javier Munguía (Hermosillo, Sonora, México,
1983) es licenciado en Literaturas Hispánicas por la Universidad
de Sonora. Su gusto por la lectura se remonta a su infancia. Gabriel
García Márquez y Mario Vargas Llosa son los responsables
directos de que haya asumido la escritura como una vocación.
Ha sido corrector y publicista por necesidad. Tiene una beca para escribir
su tercer libro de cuentos. Es muy amigo de sus amigos, muy hijo de
sus padres, muy novio de su novia. Viajar lo vuelve loco. La novela
que se llevaría a la imposible isla desierta: Conversación
en La Catedral. Sus lecturas están orientadas en dirección
de la novela contemporánea, pero los clásicos le simpatizan
también. Sueña con escribir muchísimas novelas
y que todas ellas sean consumadas obras maestras. Se da ánimos.
Ha publicado cuento en medios electrónicos e impresos de varios
países, entre los que están el diario español La
Razón, los portales de relatos Ficticia, de México;
Bestiario, de Brasil; y Proyecto Sherezade, de Canadá,
así como las revistas en línea El hablador, de
Perú, y La Movida Literaria , de Colombia. Gentario (Universidad
de Sonora, 2006) es su primer cuentario. Mascarada, el segundo,
lo hizo ganador del Concurso del Libro Sonorense 2006. Su
correo electrónico: diabloguarida@gmail.com