Mi
He merodeado por un buen número de bibliotecas personales y por
muchas bibliotecas públicas. Con respecto a las imaginarias he
leído algo. De mis vagabundeos bibliográficos saco en
claro que el libro es, como decía Borges, uno de los mayores
prodigios elaborados por la mente y el espíritu del hombre. El
libro es la prolongación de nuestra mente, de nuestros sueños
y nuestra imaginación.
Desde
los albores de las civilizaciones muchas se esmeraron en preservar la
memoria colectiva a través de sus bibliotecas. La primera gran
biblioteca de la que se tiene registro fue la que pertenecía
a un pueblo llamado Lemuria. En los vestigios de lo que fue su ciudad
principal se encontró una habitación completa como más
de quince mil tablillas de arcillas escritas. Las mismas contenían
textos litúrgicos, poemas, informes financieros, del clima y
de la población.
Otra
imponente biblioteca fue la de Alejandría, de la cual en la actualidad
apenas queda parte de lo que fue su inmenso sótano. La dotación
bibliográfica alcanzó la cifra de un millón de
papiros. Para compilar este número extraordinario de libros las
autoridades registraban los barcos que atracaban en el puerto alejandrino
y confiscaban los libros. Los llevaban a la biblioteca y luego de copiarlos
con rigurosidad eran devueltos a sus dueños. Aparte de sus libros
la biblioteca tenía diez laboratorios de investigación,
un zoológico y un centro de observación astronómica.
El último bibliotecario fue una mujer llamada Hipatía,
que era matemática y astrónoma. Luego de la destrucción
de la biblioteca de Alejandría llegaron, siglos más tardes,
a las playas de la Edad Media fragmentos de aquel fatal naufragio para
la humanidad. No obstante esos pequeños fragmentos que se salvaron
del incendio bastaron para iniciar esa etapa prodigiosa conocida como
Renacimiento.
En
la Edad Media las bibliotecas, con la creación de los monasterios
religiosos y las universidades, adquieren una relevancia sin parangón.
Los clérigos en los monasterios, aparte de comer y orar, se entregan
a la tarea de redescubrir a los grandes autores de la antigüedad
como Erastostene, Hiparco, Euclides, Dionisio de Triacia, Erofilo, Arquímedes,
Ptolomeo y Aristóteles. Esta relectura da paso al Renacimiento.
Una de las bibliotecas más destacadas de la Edad Media fue la
perteneciente a la abadía de Cluny.
Entre
las bibliotecas imaginarias se puede mencionar la de la abadía
de la novela ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco. Es
una biblioteca que contiene libros perdidos o que se daban por extraviados.
Es una biblioteca con pasajes secretos y un juego de espejos que multiplica
el contenido de la biblioteca hasta el infinito. Eco basó su
biblioteca sin duda en la biblioteca imaginada por Jorge Luis Borges.
La
biblioteca de Borges tiene su origen a partir del relato bíblico
sobre La Torre de Babel. El cuento, ‘La Biblioteca de Babel’
es espléndido por su sobriedad estilística. A través
de un bibliotecario de la misma la describe con extrema precisión:
‘El universo (que otros llaman Biblioteca) se compone de un número
indefinido, tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio cercados por barandas bajisimas.
Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es
invariable. Veinte anaqueles, a cinco anaqueles por lado cubre todos
los lados menos dos; (…) A cada uno de los muros de cada hexágono
corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros
de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas;
cada página de cuarenta renglones, de unas ochenta letras de
color negro…’ Esta biblioteca imaginada por el escritor
argentino contiene todos los libros en todos los idiomas y en todas
las combinaciones posibles.
También
tenemos la biblioteca del Capitan Nemo. Una biblioteca contentiva con
toda la información marítima existente hasta ese momento.
Julio Verne, el creador de Nemo y del Nautilus, era un amante fanático
de la información. Se dice que llegó a tener más
de un millón de fichas donde resumía
todo tipo de conocimiento. Fichas en las cuales anotaba adelantos científicos,
datos sobre descubrimientos y un sin número de anotaciones menudas
que le sirvieron de base a muchos de sus libros. Perderse en la biblioteca
de capitan Nemo fue un anhelo que siempre me acompañó
en mi adolescencia. Leer, mientras el Nautilus se desliza por las profundidades
del océano, quizá sería una experiencia inolvidable.
Otra biblioteca imaginaria bastante singular es la de Alonso Quijano,
contentiva de una gran cantidad de libros de caballerías según
el escrutinio que realizan en el capitulo VII el cura y el barbero:
‘Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más
de cien cuerpos (volúmenes) de libros grandes, muy bien encuadernados,
y otros pequeños…’ En la biblioteca de Don Quijote
estaban los cuatros libros del Amadís de Gaula, así como
el Amadís de Grecia que era el libro novenos de la saga. También
hay títulos como ‘El palmerín de Oliva’, ‘El
caballero Platie’, ‘Don Belianis’, ‘Historia
del famoso caballero Tirante el blanco’, indiscutible joya catalana
en lo que libros de caballería se refiere de Jahonot Martorell.
Otros títulos son ‘La Diana’, novela pastoril escrita
en castellano por el poeta portugués Jorge Montemayor, ‘Tesoro
de varias poesías’, de Luis Gálvez, ‘El pastor
de Iberia’, ‘La Araucana’ de Alonso de Ercilla, ‘La
Austríada’ de Juan Rulfo y muchos otros libros; que aparte
de no pasar los juicios críticos del cura y el barbero, fueron
pasto de las llamas. Se les acusaba de ocasionar el desequilibrio mental
de Alonso Quijano. Uno podría traspolar esta fábula de
Don Quijote a nuestra época y en vez de novelas de caballerías
serían novelas policiales o “Best-sellers”.
Otro
libro que retoma esta relación estrecha de la locura y los libros
es la novela ‘Auto de fe’, de Elias Canetti. El personaje
principal de la novela Peter Kien, vive en un departamento tapizado
de libros. Sólo hay espacio para un escritorio y para su sofá
que también utiliza como cama. Peter Kien tiene un amor extraordinario
por los libros; amor que lo llevará primero lejos de su preciada
biblioteca, luego a la locura y su muerte en un incendio junto con sus
libros.
Una
biblioteca imaginaria chistosa y nada trágica pertenece al libro
de Gargantua y Pantagruel, de Francois Rabelais. Se narra en dicho libro
que estando Pantagruel en París visitó la gran biblioteca
de San Víctor. Oportunidad que aprovecha Rabelais para enumerar
una lista de libros algo escabrosos, o de materias fútiles para
una biblioteca de recinto sagrado. Rabelais combina los títulos
en latín, hace juegos de palabras donde nunca falta un dardo
con cierto tono vulgar. Entre los libros que componen la biblioteca
de San Víctor tenemos: ‘El hambre canina de los abogados’,
‘Maneries ramonandi fornellos’ (Modo de deshollinar los
hornos), ‘El caracol de los poetastros’, ‘Los ungüentos
de la religión’, ‘El paternoster del mono’,
‘El guiso de los fieles’, ‘El barredor de los casos
de conciencia’, ‘Fornicarium Artum (El hormiguero de las
artes), ‘El beleño de los obispos’, ‘Braguet
juris’ (la bragueta del derecho), Bigua Salutis (La vara de la
salud), ‘Lyripipii sorbonica moralisationes’ (moralización
del bonete del doctor en teología sorbónica).
Un
gran lector real fue Francisco de Miranda, que tiene mucho de personaje
de novela. Hay un pequeño libro de Juan García Bacca,
‘Los clásicos de Miranda’, o algo así, que
hurga sobre la biblioteca de ese inmortal prisionero que pintó
Arturo Michelena. A pesar de ser un militar y aventurero amaba los libros
y su biblioteca estaba compuesta de una buena cantidad de libros en
varios idiomas. Otro gran andariego y lector fue Simón Rodríguez.
En sus muchas mudanzas perdió varias bibliotecas, pero siempre
cargaba consigo un lote de libros imprescindibles para él como
los de Juan Jacobo Rosseau y algunos clásicos griegos.
Muchos escritores y hombres metidos en la farándula cultural
se conocen sólo a través de su biblioteca personal. Si
visito a alguno de esos personajes de la cultura no me interesa para
nada si tienen lujos o no, sólo trato de indagar si tienen libros.
He visitado la biblioteca de Leopoldo Villalobos, toda una habitación,
como de 20 metros cuadrados de libros, revistas, papeles y periódicos.
Tiene gran diversidad de libros sobre historia, pero así mismo
posee algunas novelas, libros de cuentos, ensayos y poesía. Al
parecer lee de todo, incluso ‘La tribuna popular’ y el diario
‘La religión’. Me dijo Leopoldo en una oportunidad:
‘Hay que dejar de la lado los complejos mentales y leer de todo’.
Siempre me regala algún libro que tiene repetido. La biblioteca
de la periodista y escritora Diana Gámez, es tan variada como
la de Leopoldo. Tiene muchos libros sobre teoría literaria. Hace
poco me prestó ‘El deslinde’ de Alfonso Reyes. Diana
sella sus libros, pero siempre los libros buscan otros dueños.
La biblioteca de Ana Rosa Angarita tampoco es grandilocuente, no obstante
tiene buenos y puntuales libros. La biblioteca de Teresa Coraspe también
es de respetable proporción. En su mayoría son libros
de poemas. Teresa lee tres o cuatro libros a la vez. No por nada tiene
un gran dominio del lenguaje, no en vano es una poetisa excepcional.
Una
de las bibliotecas personales que más me impresionó en
mi adolescencia fue la del Doctor Téllez Carrasco. Cuarenta estantes,
a lo mejor eran menos, con libros en varios idiomas, sin mencionar otro
grupo de estantes que estaban en el sótano de la casa debido
a que en la sala ya no había espacio suficiente. La biblioteca
del Doctor Téllez era caótica y vital. Había incunables
y libros recién salidos de las imprentas. Yuri y yo visitábamos
más que a los Téllez a su biblioteca. Pasábamos
horas y horas revisando los estantes. La biblioteca de mi amigo Yuri
es roja monotemática. Es decir, predominan los libros de tendencia
comunista, aunque hay muchos libros de literatura variada y de temas
políticos. Los dos nos hicimos de una cultura a fuerza de robar
libros, pero sobre todo de leerlos que es a fin de cuenta lo más
complicado.
Mi
visita a las bibliotecas reales (o imaginarias) me permiten tener la
certeza que los libros convocan a espíritu convencidos del poder
de la palabra escrita, del poder imperecedero de los libros a pesar
del comentario irónico de Mostequieu: ‘La naturaleza había
dispuesto que las tonterías de los hombres fueran pasajeras,
pero los libros las hacen inmortales.’