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Carlos Monsiváis, poeta del alma mexicana
Rolando Gabrielli
20/07/20010


Hace cuatro o cinco días me picaba la mano, los dedos digitales por escribir, trazar unas palabras sobre Carlos Monsiváis, quien estaba en cuidados intensivos hacía ya algunas semanas en el DF, la ciudad que creció dentro de sus pulmones, imaginación, historia, el sitio que respiró hasta la muerte y cargó en su piel como si todos los mexicanos descendieran de un mismo sol. No se puede andar más rápido que la muerte, porque uno se cansa, siempre llega atrasado, y tal vez con la propia se sea más puntual.

Carlos Monsiváis no necesita ni la más mínima presentación, y con su desaparición física está de duelo la vida y la historia de México. Monsiváis fue el alma popular de México durante el siglo XX y esta década, buceó el corazón de sus compatriotas y se lo colgó al lado del suyo y salió a caminar por la vida, con la palabra, los escenarios dentro y fuera de México. Fue un cronista, ensayista, filósofo de lo popular e invisible, del sueño del hombre común y corriente y de la rica historia espectacular de México, sin pausa, con una visión crítica y autorizada por los hechos y la reflexión, el pasado y el presente. Se sentó a reír y llorar, a vivir con México, sus grandes momentos históricos y pesadillas. A imaginar que podía ser el futuro que veía en un presente siempre rico y vaciado por esa realidad mexicana a prueba de México.

  

Monsiváis era la Biblia mexicana, no había tema que no desmenuzara con su visión de águila azteca, y tuve la oportunidad de escucharle, conocerle y entrevistarle, y saber de viva voz su corrido por México muy mentado, con su lengua bañada en tequila, sal, pimienta y chile. Era un gato, sus comentarios caían parados de la altura que se lanzaran y sabemos que tendrán más que siete vidas, porque fueron hechos con la pasión del corazón y de la razón. Estudió las huellas digitales de los mexicanos, su gran urbe la diseccionó, alertó sobre sus males de estos tiempos y otros, recogió también la risa, ironía, la suerte de espejo negro y blanco del mexicano de a pie. La buena y la mala suerte, se adentró en las sombras bajas, en esos rincones freudianos, como en la cotidianidad más pura. Sin el DF, Monsiváis sería una sombra sobre la sombra del DF, y él la habría inventado para pasearse por el corazón mexicano. ¿Qué vamos a hacer ahora para viajar al DF si no tenemos el pasaporte de Monsiváis? Pocos anfitriones de las virtudes, bondades y de los sueños de una megaciudad, y si algún profeta contemporáneo sufriente, viviente, muriente, ha tenido esta ciudad monstruosa que se devora el aire, pero no las ansias de vivir, se llama Carlos Monsiváis. Fue un cultor de la esperanza y del escepticismo y de la amistad, tocaba las vísceras del DF, sus cuerdas bucales, bajaba por el agujero negro del Distrito Federal a tientas, y palpaba su vulva áspera, húmeda, profunda, insondable que lo real ficciona la realidad tangible, la que es verdadera.

A pulso se camina por esas calles sin dios ni ley, agazapado como un gato en su propia nube por esos cielos grises inundados también de azules que van y vienen con arreboles rojizos despidiendo cualquier atardecer, pero no la ciudad con sus interrogantes más grandes que un elefante y huidizas palabras que un ratón mueve cola y patas en las alcantarillas.

Ningún homenaje a Monsiváis, al luto negro feroz que deja a México y América Latina, puede pasar de largo por el DF, ese ogro que se devora la verdad y la mentira, pone a flor de la virtud, el ingenio y la malicie, toda la picardía y la pasión de un cronista que nació para mostrar el corazón y el esqueleto del DF, sus actores, protagonistas, tramoyistas, trapecistas, saltimbanquis, a la mujer barbuda, los viejos leones con sus bufandas y dentaduras gastadas, la porfiada historia mexicana que se hace y deshace una y otra vez sobre el viejo cuadrilátero del DF.

  

En el menú Monsiváis cabían todas las críticas, de izquierda a derecha y viceversa, un autor sin luz roja. La visión de un crítico humanista, ni aspirante a santo y menos cura, más bien un cronista de una época brillantemente catastrófica, y así las cosas, no puede dar cuartel. La soga es tan delgada como el cuello que la rodea y no para cortarse, sino degollarse lentamente como un espectáculo pasado de moda de cine mudo. La globalización, uno de sus temas, termina siendo una vaca con leche Nestlé para una clase que no sólo tiene buen apetito, sino la llave de la lechería o el abrelatas. Monsiváis criticó a toda una pandilla que se ha apoderado de todo y ha acorralado la vida frente al desierto o a la montaña, como si fuera una ruleta rusa, han puesto al mundo a dar vuelta con una bala a punto de disparar.

Su trabajo puede ser el de un inclasificable, por lo amplio en lo temático, pero es que el mundo está de atar y todo está conectado y desconectado y tan esquizo que el abismo llama al hombre entre la esperanza y seguridad que algún día dará el paso final en su estupidez triunfal. ¿Se abrazará al abismo?.

Monsiváis es un escritor de Latinoamérica S.A., un mundo que se la juega frente a un muro, desierto, apretujado en un camión, siempre por un sueño, a veces, no pocas, equivocado, pero la Utopía es nuestro objetivo final que no lo tiene. Una de sus características, es que Monsiváis no se camaleoneó como tantos intelectuales, políticos, periodistas, novelistas, críticos, cronistas en América Latina y el mundo, más bien mantuvo sus principios hasta el final de sus días como el amor a sus 12 gatos. Fue un felino más. Su obra es monumental en tamaño, calidad y visión crítica. No son libros para museos, mausoleos o para la historia amañada de colegios y universidades. Vigencia es lo que tiene este mexicano alejado de todo chauvinismo, del ronroneo de la prensa amarilla, la trampa hacia el desarrollo con crecimiento sostenido promoviendo el bienestar hacia los más pobres con acento en un equilibrio y mejores oportunidades de vida para todos, aprovechando las bondades del Tratado de Libre Comercio y su tridente imperfecto. Esa telenovela que aún continúa con capítulos cada vez más perversos por lo inéditos y macabros, donde se turnan los escenarios y salen a la sombra los cadáveres y la impunidad bebe su margarita sin contratiempo. Todo este gran cuento de nunca acabar, Monsiváis siempre supo que tenía comienzo, pero no fin, que el gran culebrón de la muerte mantenía entretenida a la platea. En México la muerte se festeja, casi se desea, pasea por las calles, engalana y se le rinde un respetuoso homenaje como parte de la vida.

      

Lo cierto de toda certeza es que Monsiváis ha partido en una de esas coyunturas, circunstancias, etapas de la historia más duras y crueles, porque miles de mexicanos siguen dejando sus huesos en el desierto de Arizona, millones viven en la extrema pobreza dentro de su país, otros millones en un limbo migratorio, miles de familias separadas, con la esperanza de que detrás del muro la gran piñata sigue al alcance de cualquier hijo de vecino, como si la fiesta estuviera por comenzar. Y quizás cuantos miles más se seguirán matando por el control de los carteles. Todo es un corrido muy mentado, como la madre.

Se fue en circunstancias no desconocidas para él, las cuentas estaban claras. Y lo valioso es que alcanzó a escribir y pronunciarse sobre todo lo que le interesaba a él y a la gente. No desnudó la sociedad mexicana, como podría decir un aguzado observador, sino la empelotó como una muñeca rusa hasta dejarla sin una muñequita sobre los cuerpos que se multiplican para hacernos reír con el viejo truco que detrás de una Eva hay otras hasta el infinito y que el paraíso es una mera retórica para adanes sin memoria. Fue poeta e incursionó en profundidad en la poesía mexicana, elaboró antologías y escribió un formidable ensayo sobre Octavio Paz. ¿Cuántas veces le dio vuelta a la lengua del mexicano en toda su intensidad? Si las mesas redondas donde participó volaran, se taparía el cielo de México, veríamos a Monsiváis sentado en verdaderos platillos voladores de distintas épocas sobrevolando el espinazo y las arterias de la realidad. Buscó en todos los pisos psíquicos del alma del mexicano, se adentró en el laberinto humano, pero también caminó por la superficie de sus calles como uno más, casi distraído. Coleccionó días distintos, iguales, nuevos, antiguos, y pudo confrontarlos a los diferentes personajes de cada época como figuritas de papel y de la historia. Cada país tiene la posibilidad de ser un Gran Cómic, algunos más que otros.

Monsiváis se seguirá reescribiendo como si fuera la ciudad, levantando sus propios ladrillos, alguien le detendrá en la calle y le preguntará cómo va y él dirá, como vengo y voy, este es mi oficio de saber cómo van las cosas y ninguna será como antes. Ya no necesita escritorio, sino recoger las balas que se echan en la frontera y en otros estados, oxigenarse, maestro, que también le están echando la culpa de su muerte a sus gatos. Un gato que muere entre gatos siempre seguirá con vida. Las suyas fueron 72.

   

Monsi, como le decían sus amigos, como una manera quizás de sentirse próximo, tutearlo en su propio apellido, en la raíz, murió por una afección respiratoria, que señala como autores más que intelectuales a los felinos que le ayudaban a encontrar la soledad real, compartir la ternura y los pasos que suele dar el silencio cuando los años transcurren. Se hospitalizó producto de una fibrosis pulmonar, y claro, los gatos son los principales culpables, a pesar de que en el DF ya no circula más que el aire de los pulmones de otros 25 millones de mexicanos que se han tragado el mismo aire. La ciudad vomita a la propia especie que la construyó, la hizo a su manera y semejanza como un traje para iniciar una tortura de sí mismo. Doce felinos, gatos con sus siete vidas cada una, rondaban dentro de la casa, los cuartos, el escritorio, compartían la vida y la muerte de una ciudad que tiene más vidas que un gato de espalda. Pero nada es una coincidencia en esta vida y quizás en la muerte. El último inquilino en aterrizar en la casa de Monsi ha decidido sumarme a sus amigos de confianza, es poseedor de un nombre singular, pero de un realismo y actualidad que no deberían sorprendernos, ni desestimarse: Catástrofe. Debe ser sin duda uno de los sindicados con mayores pruebas aún no comprobadas, pero en investigación, de la partida de este entrañable escritor que se entregó a la formidable tarea de amar a México por los cuatro costados y el que más le convenga al lector de sus brillantes, originales y sabias crónicas.

Blanco, de manchas grises, podría pasar desapercibido durante el día y la noche. Catástrofe entró al hogar de Monsiváis dos años antes de morir, porque el escritor azteca se había adherido a una asociación defensora de los gatos olvidados. El mundo debiera estar lleno de ese tipo de asociaciones y el olvido tendría que comenzar a retroceder, ir en parte en retirada, volver a esa recámara que imaginó donde vive con la indiferencia, la falta de memoria, el egoísmo, la ausencia de solidaridad y un millón de piojos muertos que pretenden resucitar gracias a algunas obras ocasionales de caridad. Buscaba un gato que le obedeciera, según dijo, el día que lo afilió a su notable colección. Pero encontrar un gato obediente es una tarea casi para un ratón. La independencia, autonomía, el ensimismamiento, la ausencia, el dejarse amar cuando quieren, es más que una agenda o diario de vida gatuna: es su manual de existencia. Aparentemente Monsi o no sabía lo que hacía o se demarcaba por una excentricidad a un bajo coste, o era un mandato de su corazón felino, un acto de pura hermandad. Catástrofe, qué bella profecía como hecha a la medida de los tiempos, mostró su verdadera personalidad, el pedigrí que su nombre anunciaba, y simplemente se dejó llevar en un medio ambiente propicio. La ley felina, seguramente pensó, es para los gatos eunucos, falderos, sin iniciativas, ya dominados por el saber y la mano del hombre y su bisturí mutilador. La camada que vivía en casa de este mexicano excepcional, que le entró al siglo XX como si fuera una mazorca, de ninguna manera se atenía a ley alguna, seguramente leían los titulares y por qué ellos precisamente se iban a someter a un orden que no existía ni en las mejores familias. La pandilla de los 12 apóstoles felinos de Monsiváis quedó al desamparo cuando su amo benefactor partió del imperio azteca para siempre, el día que abandonó el Valle, esa hondonada de historia, tragedias, de charros, licenciados, cuates que se sumergen en sus tacos, burritos y tequilas sobre unos escalones de su historia como si ascendieran al lugar de los sacrificios de las sagradas pirámides mayas o aztecas. Allí los muertos respiran por todos nosotros y vuelven a caer al mismo vacío de nuestra época con sus vírgenes, niños y guerreros ya vencidos en el sacrificio. La sangre ahoga el cordero y bala por la historia como zorra primeriza. La muerte de Monsiváis alertó a la directora de la asociación defensora de animales olvidados (qué bello nombre para calificar nuestra época), Claudia Vásquez, quien recomendó a Catástrofe como un encuentro feliz entre Monsi y un dócil felino. Ella pensó en su interior qué suerte habrían corrido los 12 gatos huérfanos, un escalón superior al olvido, seguramente, se dijo. Detrás del teléfono siempre puede ocurrir una sorpresa. Todos las tenemos y éstas pueden ser de lo más agradables hasta un gruñido entre el grito y el silencio de la indiferencia. Una voz agresiva que respondía a la dulce Beatriz del Dante, sobrina del gran Monsi, dijo que fueron los gatos los responsables de la muerte del escritor y que ya había dormido a la mitad de los supuestos asesinos, y que en los próximos días daría cuenta del resto de la banda. Hubo consultas, contra información, adopciones no ciertas, un limbo se cernía sobre los felinos abandonados por fuerza mayor. Su dueño ya no estaba en posesión de sus actos. Las infaltables y famosas redes de Internet se hicieron cargo de la comidilla del tema, y lo más seguro es que desconocían completamente la obra, los pasos perdidos, días fieles y felinos del famoso autor de Días de guardar, Los rituales del caos, Escenas de pudor y liviandad, Yo te bendigo, vida; Frida Kahlo: una vida, una obra; Las alusiones perdidas; Los mil y un velorios; Amor perdido. Y echaron a rodar esa verborrea inagotable de estupideces, lugares comunes, afirmaciones gratuitas, mentecatadas. La historia no estaba relatada al pie de los hechos y el caos de los felinos se sumaba al de sus transitorias amas que administraban a Catástrofe y sus colegas, a su manera. Una tía del cronista, María Monsiváis, tuvo que salir al ruedo, que estaba distribuyéndolos en lugares convenientes donde se les atendiera tan bien como hacía el escritor en vida. Pero ninguna historia es lineal y absolutamente feliz. Mito Genial, uno de los felinos con sus 17 largos años, falleció en medio de los cambios de domicilio. Uno llega a pensar que los gatos son inmortales, parecen silenciosas estatuas que se desplazan sin tomar en cuenta a nadie, menos a los dueños de casa. Bordean los jarrones chinos con una sutileza de ángeles desmemoriados, esa precisión de mulas sobre los acantilados, con la solemne responsabilidad del deber cumplido. Los bordes de la vida son sus lugares preferidos y nadie les separa de esos caprichos de ser ellos mismos. Los mitos también se desmoronan y son como los tigres de papel que señalaba Mao Tse Tung, país que endiosa a los gatos y los tiene por sus protectores. Los gatos de Monsiváis fueron bautizados con nombres especiales, propios de quien los necesita recordar Miss Oginia, Miss Antropía, Fetiche de Peluche, Catzinger, Peligro, Caso Omiso o Miau Tse-Tung. El más viejo de todos era Mito Genial.

  

El ensayista, que fue Monsiváis, de gran vuelo, ensayó una y otra vez sobre el México que descubría, el posible, imposible país azteca, el que dejó Cortes y los conquistadores, el que cortó en dos el vecino, la Revolución Mexicana y la partida de presidentes que ya partieron a mejor vida, el que se abría y cerraba como una caja de Pandora, el México que crece como un globo a punto de reventar, el México con una frontera electrónica manejada a control remoto por Los Picapiedra. El México que deberá florecer en el desierto, en sus calles que conducirán alguna vez a México en el corazón de cada uno de los mexicanos. Monsiváis hizo su tarea. Se habla que dejó su obra en un gran desorden inclasificable, porque escribió de todo. Es como el DF inclasificable, no entiendo por qué él podría desprenderse de este calificativo y desorden. El reordenamiento dependerá del músculo de los que quedan vivos. Lo importante es que a los sobrevivientes no se les vaya el país de las manos o se sigan haciendo las cosas con los pies. Los papeles de Monsiváis están ahí para ser leídos, revisados, estudiados, ordenados, clasificados, porque forman parte de la conciencia crítica de una sociedad que se mira en el espejo del terror y de la muerte. ¿O será Catástrofe quien nos cuente los capítulos que Monsiváis dejó inconclusos después de su larga agonía? Se fue con una espada atravesada en el pecho de un México violento que se desangra como el toro en un ruedo que no ha escogido. La historia es una pared, un muro de frontenis, donde la muerte rebota una y otra vez.



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DATOS DEL AUTOR:


Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947). Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional, experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de la publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.