Hace cuatro o cinco días me
picaba la mano, los dedos digitales por escribir, trazar unas palabras
sobre Carlos Monsiváis, quien estaba en cuidados intensivos hacía
ya algunas semanas en el DF, la ciudad que creció dentro de sus
pulmones, imaginación, historia, el sitio que respiró
hasta la muerte y cargó en su piel como si todos los mexicanos
descendieran de un mismo sol. No se puede andar más rápido
que la muerte, porque uno se cansa, siempre llega atrasado, y tal vez
con la propia se sea más puntual.
Carlos Monsiváis no necesita ni la más mínima presentación,
y con su desaparición física está de duelo la vida
y la historia de México. Monsiváis fue el alma popular
de México durante el siglo XX y esta década, buceó
el corazón de sus compatriotas y se lo colgó al lado del
suyo y salió a caminar por la vida, con la palabra, los escenarios
dentro y fuera de México. Fue un cronista, ensayista, filósofo
de lo popular e invisible, del sueño del hombre común
y corriente y de la rica historia espectacular de México, sin
pausa, con una visión crítica y autorizada por los hechos
y la reflexión, el pasado y el presente. Se sentó a reír
y llorar, a vivir con México, sus grandes momentos históricos
y pesadillas. A imaginar que podía ser el futuro que veía
en un presente siempre rico y vaciado por esa realidad mexicana a prueba
de México.
Monsiváis era la Biblia mexicana,
no había tema que no desmenuzara con su visión de águila
azteca, y tuve la oportunidad de escucharle, conocerle y entrevistarle,
y saber de viva voz su corrido por México muy mentado, con su
lengua bañada en tequila, sal, pimienta y chile. Era un gato,
sus comentarios caían parados de la altura que se lanzaran y
sabemos que tendrán más que siete vidas, porque fueron
hechos con la pasión del corazón y de la razón.
Estudió las huellas digitales de los mexicanos, su gran urbe
la diseccionó, alertó sobre sus males de estos tiempos
y otros, recogió también la risa, ironía, la suerte
de espejo negro y blanco del mexicano de a pie. La buena y la mala suerte,
se adentró en las sombras bajas, en esos rincones freudianos,
como en la cotidianidad más pura. Sin el DF, Monsiváis
sería una sombra sobre la sombra del DF, y él la habría
inventado para pasearse por el corazón mexicano. ¿Qué
vamos a hacer ahora para viajar al DF si no tenemos el pasaporte de
Monsiváis? Pocos anfitriones de las virtudes, bondades y de los
sueños de una megaciudad, y si algún profeta contemporáneo
sufriente, viviente, muriente, ha tenido esta ciudad monstruosa que
se devora el aire, pero no las ansias de vivir, se llama Carlos Monsiváis.
Fue un cultor de la esperanza y del escepticismo y de la amistad, tocaba
las vísceras del DF, sus cuerdas bucales, bajaba por el agujero
negro del Distrito Federal a tientas, y palpaba su vulva áspera,
húmeda, profunda, insondable que lo real ficciona la realidad
tangible, la que es verdadera.
A pulso se camina por esas calles sin dios ni ley, agazapado como un
gato en su propia nube por esos cielos grises inundados también
de azules que van y vienen con arreboles rojizos despidiendo cualquier
atardecer, pero no la ciudad con sus interrogantes más grandes
que un elefante y huidizas palabras que un ratón mueve cola y
patas en las alcantarillas.
Ningún homenaje a Monsiváis, al luto negro feroz que deja
a México y América Latina, puede pasar de largo por el
DF, ese ogro que se devora la verdad y la mentira, pone a flor de la
virtud, el ingenio y la malicie, toda la picardía y la pasión
de un cronista que nació para mostrar el corazón y el
esqueleto del DF, sus actores, protagonistas, tramoyistas, trapecistas,
saltimbanquis, a la mujer barbuda, los viejos leones con sus bufandas
y dentaduras gastadas, la porfiada historia mexicana que se hace y deshace
una y otra vez sobre el viejo cuadrilátero del DF.
En el menú Monsiváis
cabían todas las críticas, de izquierda a derecha y viceversa,
un autor sin luz roja. La visión de un crítico humanista,
ni aspirante a santo y menos cura, más bien un cronista de una
época brillantemente catastrófica, y así las cosas,
no puede dar cuartel. La soga es tan delgada como el cuello que la rodea
y no para cortarse, sino degollarse lentamente como un espectáculo
pasado de moda de cine mudo. La globalización, uno de sus temas,
termina siendo una vaca con leche Nestlé para una clase que no
sólo tiene buen apetito, sino la llave de la lechería
o el abrelatas. Monsiváis criticó a toda una pandilla
que se ha apoderado de todo y ha acorralado la vida frente al desierto
o a la montaña, como si fuera una ruleta rusa, han puesto al
mundo a dar vuelta con una bala a punto de disparar.
Su trabajo puede ser el de un inclasificable, por lo amplio en lo temático,
pero es que el mundo está de atar y todo está conectado
y desconectado y tan esquizo que el abismo llama al hombre entre la
esperanza y seguridad que algún día dará el paso
final en su estupidez triunfal. ¿Se abrazará al abismo?.
Monsiváis es un escritor de Latinoamérica S.A., un mundo
que se la juega frente a un muro, desierto, apretujado en un camión,
siempre por un sueño, a veces, no pocas, equivocado, pero la
Utopía es nuestro objetivo final que no lo tiene. Una de sus
características, es que Monsiváis no se camaleoneó
como tantos intelectuales, políticos, periodistas, novelistas,
críticos, cronistas en América Latina y el mundo, más
bien mantuvo sus principios hasta el final de sus días como el
amor a sus 12 gatos. Fue un felino más. Su obra es monumental
en tamaño, calidad y visión crítica. No son libros
para museos, mausoleos o para la historia amañada de colegios
y universidades. Vigencia es lo que tiene este mexicano alejado de todo
chauvinismo, del ronroneo de la prensa amarilla, la trampa hacia el
desarrollo con crecimiento sostenido promoviendo el bienestar hacia
los más pobres con acento en un equilibrio y mejores oportunidades
de vida para todos, aprovechando las bondades del Tratado de Libre Comercio
y su tridente imperfecto. Esa telenovela que aún continúa
con capítulos cada vez más perversos por lo inéditos
y macabros, donde se turnan los escenarios y salen a la sombra los cadáveres
y la impunidad bebe su margarita sin contratiempo. Todo este gran cuento
de nunca acabar, Monsiváis siempre supo que tenía comienzo,
pero no fin, que el gran culebrón de la muerte mantenía
entretenida a la platea. En México la muerte se festeja, casi
se desea, pasea por las calles, engalana y se le rinde un respetuoso
homenaje como parte de la vida.
Lo cierto de toda certeza es que Monsiváis
ha partido en una de esas coyunturas, circunstancias, etapas de la historia
más duras y crueles, porque miles de mexicanos siguen dejando
sus huesos en el desierto de Arizona, millones viven en la extrema pobreza
dentro de su país, otros millones en un limbo migratorio, miles
de familias separadas, con la esperanza de que detrás del muro
la gran piñata sigue al alcance de cualquier hijo de vecino,
como si la fiesta estuviera por comenzar. Y quizás cuantos miles
más se seguirán matando por el control de los carteles.
Todo es un corrido muy mentado, como la madre.
Se fue en circunstancias no desconocidas para él, las cuentas
estaban claras. Y lo valioso es que alcanzó a escribir y pronunciarse
sobre todo lo que le interesaba a él y a la gente. No desnudó
la sociedad mexicana, como podría decir un aguzado observador,
sino la empelotó como una muñeca rusa hasta dejarla sin
una muñequita sobre los cuerpos que se multiplican para hacernos
reír con el viejo truco que detrás de una Eva hay otras
hasta el infinito y que el paraíso es una mera retórica
para adanes sin memoria. Fue poeta e incursionó en profundidad
en la poesía mexicana, elaboró antologías y escribió
un formidable ensayo sobre Octavio Paz. ¿Cuántas veces
le dio vuelta a la lengua del mexicano en toda su intensidad? Si las
mesas redondas donde participó volaran, se taparía el
cielo de México, veríamos a Monsiváis sentado en
verdaderos platillos voladores de distintas épocas sobrevolando
el espinazo y las arterias de la realidad. Buscó en todos los
pisos psíquicos del alma del mexicano, se adentró en el
laberinto humano, pero también caminó por la superficie
de sus calles como uno más, casi distraído. Coleccionó
días distintos, iguales, nuevos, antiguos, y pudo confrontarlos
a los diferentes personajes de cada época como figuritas de papel
y de la historia. Cada país tiene la posibilidad de ser un Gran
Cómic, algunos más que otros.
Monsiváis se seguirá reescribiendo como si fuera la ciudad,
levantando sus propios ladrillos, alguien le detendrá en la calle
y le preguntará cómo va y él dirá, como
vengo y voy, este es mi oficio de saber cómo van las cosas y
ninguna será como antes. Ya no necesita escritorio, sino recoger
las balas que se echan en la frontera y en otros estados, oxigenarse,
maestro, que también le están echando la culpa de su muerte
a sus gatos. Un gato que muere entre gatos siempre seguirá con
vida. Las suyas fueron 72.
Monsi, como le decían sus amigos,
como una manera quizás de sentirse próximo, tutearlo en
su propio apellido, en la raíz, murió por una afección
respiratoria, que señala como autores más que intelectuales
a los felinos que le ayudaban a encontrar la soledad real, compartir
la ternura y los pasos que suele dar el silencio cuando los años
transcurren. Se hospitalizó producto de una fibrosis pulmonar,
y claro, los gatos son los principales culpables, a pesar de que en
el DF ya no circula más que el aire de los pulmones de otros
25 millones de mexicanos que se han tragado el mismo aire. La ciudad
vomita a la propia especie que la construyó, la hizo a su manera
y semejanza como un traje para iniciar una tortura de sí mismo.
Doce felinos, gatos con sus siete vidas cada una, rondaban dentro de
la casa, los cuartos, el escritorio, compartían la vida y la
muerte de una ciudad que tiene más vidas que un gato de espalda.
Pero nada es una coincidencia en esta vida y quizás en la muerte.
El último inquilino en aterrizar en la casa de Monsi ha decidido
sumarme a sus amigos de confianza, es poseedor de un nombre singular,
pero de un realismo y actualidad que no deberían sorprendernos,
ni desestimarse: Catástrofe. Debe ser sin duda uno de los sindicados
con mayores pruebas aún no comprobadas, pero en investigación,
de la partida de este entrañable escritor que se entregó
a la formidable tarea de amar a México por los cuatro costados
y el que más le convenga al lector de sus brillantes, originales
y sabias crónicas.
Blanco, de manchas grises, podría pasar desapercibido durante
el día y la noche. Catástrofe entró al hogar de
Monsiváis dos años antes de morir, porque el escritor
azteca se había adherido a una asociación defensora de
los gatos olvidados. El mundo debiera estar lleno de ese tipo de asociaciones
y el olvido tendría que comenzar a retroceder, ir en parte en
retirada, volver a esa recámara que imaginó donde vive
con la indiferencia, la falta de memoria, el egoísmo, la ausencia
de solidaridad y un millón de piojos muertos que pretenden resucitar
gracias a algunas obras ocasionales de caridad. Buscaba un gato que
le obedeciera, según dijo, el día que lo afilió
a su notable colección. Pero encontrar un gato obediente es una
tarea casi para un ratón. La independencia, autonomía,
el ensimismamiento, la ausencia, el dejarse amar cuando quieren, es
más que una agenda o diario de vida gatuna: es su manual de existencia.
Aparentemente Monsi o no sabía lo que hacía o se demarcaba
por una excentricidad a un bajo coste, o era un mandato de su corazón
felino, un acto de pura hermandad. Catástrofe, qué bella
profecía como hecha a la medida de los tiempos, mostró
su verdadera personalidad, el pedigrí que su nombre anunciaba,
y simplemente se dejó llevar en un medio ambiente propicio. La
ley felina, seguramente pensó, es para los gatos eunucos, falderos,
sin iniciativas, ya dominados por el saber y la mano del hombre y su
bisturí mutilador. La camada que vivía en casa de este
mexicano excepcional, que le entró al siglo XX como si fuera
una mazorca, de ninguna manera se atenía a ley alguna, seguramente
leían los titulares y por qué ellos precisamente se iban
a someter a un orden que no existía ni en las mejores familias.
La pandilla de los 12 apóstoles felinos de Monsiváis quedó
al desamparo cuando su amo benefactor partió del imperio azteca
para siempre, el día que abandonó el Valle, esa hondonada
de historia, tragedias, de charros, licenciados, cuates que se sumergen
en sus tacos, burritos y tequilas sobre unos escalones de su historia
como si ascendieran al lugar de los sacrificios de las sagradas pirámides
mayas o aztecas. Allí los muertos respiran por todos nosotros
y vuelven a caer al mismo vacío de nuestra época con sus
vírgenes, niños y guerreros ya vencidos en el sacrificio.
La sangre ahoga el cordero y bala por la historia como zorra primeriza.
La muerte de Monsiváis alertó a la directora de la asociación
defensora de animales olvidados (qué bello nombre para calificar
nuestra época), Claudia Vásquez, quien recomendó
a Catástrofe como un encuentro feliz entre Monsi y un dócil
felino. Ella pensó en su interior qué suerte habrían
corrido los 12 gatos huérfanos, un escalón superior al
olvido, seguramente, se dijo. Detrás del teléfono siempre
puede ocurrir una sorpresa. Todos las tenemos y éstas pueden
ser de lo más agradables hasta un gruñido entre el grito
y el silencio de la indiferencia. Una voz agresiva que respondía
a la dulce Beatriz del Dante, sobrina del gran Monsi, dijo que fueron
los gatos los responsables de la muerte del escritor y que ya había
dormido a la mitad de los supuestos asesinos, y que en los próximos
días daría cuenta del resto de la banda. Hubo consultas,
contra información, adopciones no ciertas, un limbo se cernía
sobre los felinos abandonados por fuerza mayor. Su dueño ya no
estaba en posesión de sus actos. Las infaltables y famosas redes
de Internet se hicieron cargo de la comidilla del tema, y lo más
seguro es que desconocían completamente la obra, los pasos perdidos,
días fieles y felinos del famoso autor de Días de guardar,
Los rituales del caos, Escenas de pudor y liviandad, Yo te bendigo,
vida; Frida Kahlo: una vida, una obra; Las alusiones perdidas; Los mil
y un velorios; Amor perdido. Y echaron a rodar esa verborrea inagotable
de estupideces, lugares comunes, afirmaciones gratuitas, mentecatadas.
La historia no estaba relatada al pie de los hechos y el caos de los
felinos se sumaba al de sus transitorias amas que administraban a Catástrofe
y sus colegas, a su manera. Una tía del cronista, María
Monsiváis, tuvo que salir al ruedo, que estaba distribuyéndolos
en lugares convenientes donde se les atendiera tan bien como hacía
el escritor en vida. Pero ninguna historia es lineal y absolutamente
feliz. Mito Genial, uno de los felinos con sus 17 largos años,
falleció en medio de los cambios de domicilio. Uno llega a pensar
que los gatos son inmortales, parecen silenciosas estatuas que se desplazan
sin tomar en cuenta a nadie, menos a los dueños de casa. Bordean
los jarrones chinos con una sutileza de ángeles desmemoriados,
esa precisión de mulas sobre los acantilados, con la solemne
responsabilidad del deber cumplido. Los bordes de la vida son sus lugares
preferidos y nadie les separa de esos caprichos de ser ellos mismos.
Los mitos también se desmoronan y son como los tigres de papel
que señalaba Mao Tse Tung, país que endiosa a los gatos
y los tiene por sus protectores. Los gatos de Monsiváis fueron
bautizados con nombres especiales, propios de quien los necesita recordar
Miss Oginia, Miss Antropía, Fetiche de Peluche, Catzinger, Peligro,
Caso Omiso o Miau Tse-Tung. El más viejo de todos era Mito Genial.
El ensayista, que fue Monsiváis,
de gran vuelo, ensayó una y otra vez sobre el México que
descubría, el posible, imposible país azteca, el que dejó
Cortes y los conquistadores, el que cortó en dos el vecino, la
Revolución Mexicana y la partida de presidentes que ya partieron
a mejor vida, el que se abría y cerraba como una caja de Pandora,
el México que crece como un globo a punto de reventar, el México
con una frontera electrónica manejada a control remoto por Los
Picapiedra. El México que deberá florecer en el desierto,
en sus calles que conducirán alguna vez a México en el
corazón de cada uno de los mexicanos. Monsiváis hizo su
tarea. Se habla que dejó su obra en un gran desorden inclasificable,
porque escribió de todo. Es como el DF inclasificable, no entiendo
por qué él podría desprenderse de este calificativo
y desorden. El reordenamiento dependerá del músculo de
los que quedan vivos. Lo importante es que a los sobrevivientes no se
les vaya el país de las manos o se sigan haciendo las cosas con
los pies. Los papeles de Monsiváis están ahí para
ser leídos, revisados, estudiados, ordenados, clasificados, porque
forman parte de la conciencia crítica de una sociedad que se
mira en el espejo del terror y de la muerte. ¿O será Catástrofe
quien nos cuente los capítulos que Monsiváis dejó
inconclusos después de su larga agonía? Se fue con una
espada atravesada en el pecho de un México violento que se desangra
como el toro en un ruedo que no ha escogido. La historia es una pared,
un muro de frontenis, donde la muerte rebota una y otra vez.
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DATOS DEL AUTOR:
Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947).
Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció
hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal
Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional,
experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los
ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de
la publicación científico-técnica y económica,
con circulación en 56 países, columnista de la revista
alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños
como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión
Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales
vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de
Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.