La
trayectoria de Vallecitos, relato incluido en Tatema y Tabú de
Sidharta Ochoa, inicia con una negativa que nos remite a Leibnitz: El
amor en definitiva es la aspiración a no ser una Mònada.
Dando pauta, a un recorrido experimental que vuelca y balbucea entre
varios tiempos. Al inicio, la escritora vuelve explicita la sobrevivencia
de ella (Yo, he sobrevivido), ante el resto de los personajes, que quizá,
ya no saldrán vivos del texto. Texto, que a su vez, lleva una
curativa paradójica en sus entrañas; interlineada entre
varias tonalidades, balanceadas entre el ruido de un animalito (la cigarra),
capaz de armonizar la tragedia en ese viaje al cerro, y de emular una
resolución metafórica al final.
Así, la voz de la autora tiene algo muy claro desde el inicio:
Desde entonces, desde ese viaje al cerro que me arrancó todo
lo que tenía, he olvidado la experiencia de la totalidad, antes
me era más sencillo acceder a ella. Meditación permeada
por el ideal plotìnico griego (el todo y el uno), ideas
retomadas en el siglo XX por la teoría de sistemas, el pensamiento
complejo, y por qué no, por la estética marxista. Ideales
que, precisamente, quedan castrados y anulados, por esa falsa búsqueda
espiritual de los personajes de la secta: camino entre las personas
y las plantas… pero cuando veo a esas gentuzas con las que camino,
mi estómago se revuelve… siento que estoy en una secta.
Luego, una crítica para aquellos que se la pasan pensando en
el miedo, con el fin de detectar el miedo, para supuestamente erradicar
el miedo: ¿Cuándo me adentré en tales cuestionamientos
ridículos, innecesarios? No me gusta que me señalen el
miedo, me hace sentir más miedo pensar que pienso el miedo y
entre más pienso y racionalizado que es sólo miedo, el
miedo crece. (Jiddu Krishnamurti estaría totalmente de acuerdo
al respecto).
Visto de esta manera, las reflexiones de Sidharta nos permiten pensar
en lo irrisorio que resulta un poder –sectario- que te infunde
temor y precisamente, sobrecarga la imagen del miedo; nombrándolo,
registrándolo, pensándolo, es decir, convirtiéndolo
en un demonio que no puedes dejar de pensar, porque tienes que reconocerte
en él. Entonces la prisión se vuelve doble, ya no sólo
es la prisión sobre el propio lenguaje interno, si no la prisión
de crear y nombrar cosas, que quizá no existían, pero
que, al nombrarlas, te conviertes en súbdito de ellas.
Después, otro encaje más en la escritura de Ochoa: los
psicologuitos no pueden escribir poesía, en definitiva alude
a ese esquema de percibir el mundo como enfermedad. El humano enfermo,
demacrado, categorizado y personalizado. En esa mascara perpetua que
injustamente no es si no una creación del reduccionismo psicológico,
y por otra parte, del sí mismo al asumirse como tal. Se nota
claramente esa perdida de la aureola poética por parte del sujeto
psicólogo, remitiéndonos, un poco, a esa desconfianza
nietzcheana por la psicología, y al mismo tiempo, a
esa denuncia de la ciencia parcial. La ciencia que niega por supuesto,
la percepción metafórica del universo, presa de la parcialidad
y el análisis que la sostienen. Y claro, pensar-vivir la poesía
desde el fragmento de los traumas es una imposibilidad. Ese espacio
sublimado en el texto, por varias ocasiones, remite a esa castración
producto de la incesante búsqueda espiritual forzada, angustiada
y temerosa, tan puesta en práctica en la actualidad por esos
post.nihilistas no afirmativos; que para reafirmar su identidad necesitan
ser reconocidos en un grupo con tales sintomatologías.
Hoy
Mi voz suena asfixiada
Hace poco, un reloj
Ayer
Nadaba en el mar
Hoy:
Recuerdo el canto de la cigarra
Murió
En el presente:
La taxonomía es mi pasión.
En lo sucesivo, después de sumergirnos en varios rizomas que,
por un lado, es un ir hacia atrás para codificar y dar espacio
a lo ya ocurrido, y por otro, el cierre preciso de una sintomatología
sonora y amorosa desbordante en la elegancia que representa ser una
coleccionista de insectos. Y es preciso, aquí en esta nueva ocupación,
donde el espíritu de la escritora se reconcilia a sí mismo
sin pertenecer a ninguna secta. Este final remite a la suficiencia y
a la sencillez taoísta, es decir, hacia aquella redención
en tiempos después del lenguaje. O mejor aún: sin lenguaje.
Luego, (otra vez atrás), al palpar otras de las fibras sensibles
del texto, uno se puede sumergir en el terror amoroso que experimenta
el amante de la escritora, quien prefiere negar el amor, para perderse
en búsqueda de eso que ya tenía precisamente, pero que,
un exceso de discurso oriental (perturbado) puede llevarlo a perder
el pliegue y el encaje de la conciencia amorosa. En su obsesión
por encontrar una especie de redención, guiada, supuestamente
por alguien que ya la posee. Y aquí se revela lo peligroso, de
pertenecer a una secta, donde un guía te legitima el camino entre
lo bueno y lo malo, con la pretensión de dirigirte a la liberación.
Y paradójicamente, uno de los aciertos de Sidartha, es sincronizar
esa angustia y esa nueva esclavitud de la que forma parte. Esto se palpa
en frases como: temía que le echara la culpa a mi ego,
o Ya lo veía de por vida en ese lugar.
El límite es una canción aparte que encaja con una sensibilidad
aguda, fina y femenina, capaz de remitir a la vibración excelsa
de la liberación de la secta y la muerte de los perturbados.
La metáfora del insecto nos invita a asumir la vida en su incesante
devenir. Y aquí, la sentencia curativa de Vallecitos sintoniza
a la perfección con las sabias meditaciones de Deleuze en Crítica
y Clínica: el escritor como médico, el escritor como sanador,
el escritor como afirmación: Y ahora lo sé. En ese instante
he estado atrapada, desde antes del accidente, desde antes de su muerte,
desde antes incluso, del inicio.
__________________________
DATOS DE LA AUTORA:
Karla Villapudúa (Culiacán,
Sinaloa, México, 1979).- Licenciada en Filosofía por la
Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Textos suyos
aparecen en Andante 26, Psikeba, Homines y Espiral. Directora de la
revista electrónica espiral:
www.revistaespiral.org. Habita en www.filosofika.blogspot.com.