—Sí,
sí, Maradona, Platini, Allawi o ese Berslei. ¿Eh? Pues
para qué los quiero. Mira, a mí el que me falta es C-e-u-l-e-m-a-n-s.
Es belga. Mira, aquí dice. Jugador belga. Es centro delantero.
No, ya te dije, no quiero a Maradona ni a esos otros que traes. Ah…
¿quién? ¿Kostadinov? Sí, si tengo repetido
a Kostadinov. A ver tu álbum… nombre, qué te pasa,
te faltan un chingo. A mí ya nada más me falta ése.
Si me lo consigues te doy todas las que tengo. Sí… todas:
Kostadinov, estos cuatro, Manuel Negrete y las demás.
Eso
me dijo Pepe. Me lo dijo mientras golpeaba el fajo de barajitas contra
su mano. Eran muchas.
—Pero a ver… antes dijiste otra cosa sobre unas barajitas.
—Si Pepe, con don Jaime. Los de Barcel le trajeron muchas.
Pepe se me quedó mirando y apretó los labios. Seguro pensaba
algo. Miró su bonche e hizo una mueca.
—Ahistá la neta —dijo—. Hay que buscar en la
camioneta de Barcel. Seguro tienen hasta álbumes llenos.
Asentí con algo de miedo.
—¿Y si nos descubren?
—Pues corremos.
Así
comenzamos a investigar a qué hora pasaba el repartidor. Nos
quedábamos un rato afuera del estanquillo de don Jaime a esperar;
mientras jugábamos a las canicas o matábamos insectos
en el llano. Cuando nos cansábamos nos íbamos a la tienda
y veíamos el balón de fútbol con la firma de Tomas
Boy que daban a quien entregara el álbum lleno. A mí me
daba ansia nada más de imaginarlo en mis manos, segurito al Pepe
le pasaba lo mismo, porque chistaba como enojado apenas le recordaba
al jugador belga.
El
balón, bien bonito; igual al que habían usado en el mundial
un mes atrás. La firma de Tomás Boy brillaba sobre una
de las caras. A veces imaginaba lo cansado que habría sido para
Tomás firmar tantos balones. Le pregunté a Pepe como le
habían hecho, me dijo que no fuera bestia, esa firma seguro la
habían pegado.
—¿Y entonces para qué queremos el balón?
—le contesté crecido ante el regaño.
—Son de colección —dijo y miró hacia el piso—.
Además le dije a mi jefe que le iba a llevar uno.
—Ah… tu jefe… pero tu jefe para qué quiere
el balón.
—Oh… se lo prometí…además es hincha
de Tomás Boy.
Me
sentí mal por lo que dijo pero no hice por indagar; sentí
como un nervio suelto en la garganta y nada más.
A las semanas de rondar la tienda de don Jaime descubrimos que la camioneta
de Barcel pasaba siempre entre las cuatro y cinco de la tarde. La conducía
un señor barrigón vestido de uniforme café. Estacionaba
la camioneta justo a un ladito de la tienda. La dejaba sola un rato,
en lo que entregaba las charolas con papas en la tienda. Pepe fue el
primero en hacer un plan. Él entraría a la camioneta.
Yo me iba a poner en la puerta, mientras él revolvería
las cosas, sacaría las barajitas. Yo esperaría afuera.
Si el vendedor salía me pondría a gritar: «Boy Boy».
Al final nos íbamos a encontrar en un llano lejos de la tienda.
La
tarde que preparamos el golpe hizo mucho sol. Aunque yo no iba a hacer
nada heroico estaba nervioso. Sentí como si me hubieran dado
un balonazo en la panza cuando llegó la camioneta y bajó
el chofer.
—¿Listo? —preguntó Pepe.
—Enterado —le respondí como había visto en
la televisión.
—¿Qué vas a gritar si sale el ñor?
—¿Tengo que decirlo ahorita?
—Sí.
Qué difícil era no ser el líder.
—Boy, boy.
Nos
acercamos a la tienda. Nos separamos. Me fui hasta la entrada y me quedé
ahí. Escuché al chofer hablar con don Jaime, a don Jaime
reírse por algo y luego se puso a contar las bolsas de papas
en las charolas.
Miré el balón con la firma de Tomas Boy. Estaba bien padre.
Colgaba junto a un póster del estadio Azteca llenito de gente
y con la leyenda de: «Llévate la firma de nuestros héroes».
No había ni pasado un mes de terminado el mundial. En los llanos
la gente había puesto televisiones para ver los partidos o se
reunía en las casas. Hasta un equipo de la colonia se cambió
el nombre de «Fuerzas Manzano» a «México 86».
Les fue muy mal. Pepe y yo nos salimos de la escuela para ver el México
contra Irak. Ganamos. Pensé en el papá de Pepe sin ver
ningún partido, hundido en la cárcel después de
aquel robo a la tienda de refrigeradores y no sé porqué,
el alma se me hizo delgadita de los nervios y la tristeza. Miré
hacia atrás donde Pepe seguía en la camioneta revolviendo
las cosas para encontrar las barajitas. «Llévate la firma
de nuestros héroes», decía la leyenda.
Envalentonado, me acerqué al vendedor y le dije:
—Estoy buscando una estampa, la de un tal Culemans… para
llevarme el balón con la firma de Tomás.
Don
Jaime se cruzó de brazos.
—No sabes qué lata da con eso de las barajitas —le
dijo al chofer quien me miró y sonrió— se sientan
afuera nada más a esperar tu camioneta.
—¿Quieres el balón? ¿Lo quieres? —preguntó
el chofer—. A ver, ¿dónde está el álbum?
—En la casa.
—No, pos ahistá muy bien.
Don Jaime y el chofer se rieron.
—Pues qué esperas… órale, ve por el álbum;
te lo doy aunque te falte una estampa.
Incliné
la cabeza y miré hacia la camioneta. Iba a salir y gritar: «Boy,
Boy» cuando el chofer se me acercó, descolgó el
balón y me lo dio.
—Total, la promoción ya se terminó.
Salí
de la tienda muy contento. Me sentía héroe. Un verdadero
héroe como Quirarte, Boy, Servín y Aguirre. Iba a decir
las palabras claves pero vi corriendo a Pepe a lo lejos. Lo seguí
hasta el llano con el balón en la mano. Casi volaba. Ni el mismo
Maradona cuando le metió ese gol a Inglaterra. Pepe me esperaba
sentado bajo unas lechuguillas. Estaba muy serio. Mucho muy serio. Yo
llegué muy contento con mi trofeo.
—Mira lo que traje —le dije muy acá—, y sin
la barajita del Culemans.
Apenas lo vio, Pepe empezó a llorar y sus lágrimas me
dolieron no sé porqué.
—¿Pues porqué lloras? Si ya tengo el balón
para tu papá. Mira la firma. Está pegada como dijiste.
Pepe
miró al suelo y seguí su mirada. Había, entre las
piedras, un montón de monedas, billetes y bolsas abiertas. Algunas
papas estaban en el suelo. El dinero brillaba junto a ellas lo mismo
que los billetes. No había ninguna barajita, nada del álbum.
¿Pues qué hiciste? Le iba a preguntar pero de pronto me
sentí tonto con el balón de Tomás Boy en la mano.
Me sentí tonto con todo ese dinero a mis pies y un álbum
al que le faltaba una barajita escondido bajo la almohada de mi cama.
Me senté junto a Pepe y llegué a la conclusión
de que nunca había visto jugar a Culemans en el mundial pero
ya no tenía importancia. Así nos quedamos un rato hasta
que tomé una papa y la mordí. Por primera vez en la vida
no me supo a nada.
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DATOS DEL AUTOR:
Antonio Ramos.
Monterrey. Escribe desde hace diez años.
www.instintocontagioso.blogspot.com