a Elvira, joven de la etnia Emberá
del Darién, Panamá. (Jean Marie Le Clézio)
‘En
esta región del istmo de Panamá el bosque tropical es
extremadamente denso, y la única manera de viajar es en una
balsa río arriba. En ese bosque vive una población indígena,
dividida en dos grupos, los embera y los wounaans, ambos pertenecientes
a la familia lingüística ge-pano-carib. Aterricé
allí por casualidad, y quedé tan fascinado por esta
gente que permanecí durante varios periodos a lo largo de 3
años. Durante todo ese tiempo no hice otra cosa que vagar sin
rumbo fijo de casa en casa —en ese tiempo la población
se negaba a vivir en villas— y aprendí a vivir de acuerdo
a un ritmo que era completamente distinto a cualquiera que hubiera
experimentado hasta ese momento. Como todos los bosques verdaderos,
este era particularmente hostil. Tuve que hacer una lista de todos
los peligros potenciales y de todos los correspondientes recursos
de supervivencia. Debo decir que los embera fueron muy pacientes conmigo.
Estaban muy divertidos con mi falta de elegancia, y creo que hasta
cierto punto yo estaba dispuesto a pagarles con entretenimiento lo
que ellos me compartían en sabiduría. No escribí
un gran tratado.
El bosque tropical no es realmente un escenario ideal. Los papeles
se reblandecen por la humedad, el calor seca las puntas de las plumas.
Nada que funcione por medio de electricidad dura mucho. Arribé
allí con la convicción de que la literatura era un privilegio,
y que siempre me hospedaría en ella para resolver todos mis
problemas existenciales. Una protección, de cierta manera;
una suerte de ventana virtual que podía desenrollar cuando
necesitara refugio de la tormenta.’
La literatura oral existe antes que la palabra escrita y todo lenguaje
quizás fue poesía original, memoria de una misma memoria,
como una estrella contemplada por el brillo de los ojos del hombre primitivo
y después el poeta que quedó encadenado a una palabra
siempre nueva. Sólo especulo, trazo unas pobres coordenadas en
un mundo donde todo es especulación y se eclipsa, no como el
sol o la luna en el horizonte, sino las monedas falsas acuñadas
por la usura dentro de un planeta de papel amurallado.
El discurso de un premio Nobel de
Literatura siempre es noticia y el del francés Jean Marie Le
Clézio doblemente para América latina, su literatura (México),
Panamá y un mundo que se evapora en las alcancías de Wall
Street. Es que la naturaleza humana devora a la propia naturaleza, que
equivale a un perfecto acto de antropofagia sorda y estúpida,
que no escucha a su propio ventrílocuo. El hombre silencia la
voz, la palabra, la historia, su propia cultura y quiere desandar antiguos
pasos, olvidar la sombra, el agua, el curso de los ríos. Colecciona
el vacío de su risa tonta frente a un video juego, se hipnotiza
como una rata frente a la serpiente en el desierto que construye frente
asì mismo. Las palabras tienen memoria, son un recurso inseparable
frente a un aviso publicitario, esa luz de neón que brilla para
una pobre imaginación. ¿Es tan torpe la ecuación
que nunca terminaremos de despejar nuestra propia X? No son tiempos
para filosofar, ni tirar números al azar, ni oler las vacías
bóvedas del espanto bursátil. La pirámide es el
tercer ojo del engaño, la sabiduría faraónica del
río Nilo que no alcanza a purificar la piedra ni el desierto,
trabajo esclavo para los antiguos y nuevos rascacielos.
Le Clézio, dedicó su
Nobel en primera instancia a la prodigiosa contadora de cuentos Emberá,
Elvira, cuyo discurso tituló: En la selva de las paradojas.
Conoció a la india panameña en el Darién, donde
Vasco Núñez de Balboa fue guiado por los nativos para
que conociera y descubriera el mar del Sur, es decir el futuro Océano
Pacífico, el mar más grande y rico del planeta. Los indios,
que no lo eran, le habían dado conocer al conquistador, un tercio
de la tierra, ni más ni menos. Allí fue también
decapitado Vasco Núñez por Pedrarias Dávila, el
designado Gobernador y Capitán General de Castilla de Oro. Es
historia vieja y ya Vasco Núñez había sido nombrado
Gobernador de Panamá y Coiba.
Volvamos al discurso de Le Clèzio
que nos llega como astillas de una carpintería sin bosque, fragmentariamente,
desde la gélida Suecia, pero pensando en el mexicano Juan Rulfo,
el nigeriano Chinua Achebe, el mauritano Malcom de Chazal o el poeta
británico Wilfrid Owen y en la selva panameña del Tapón
del Darién, esa barrera natural que corta la carretera de Colombia
con el Istmo, su antiguo departamento hoy república de Panamá.
La hostil selva, dijo, le permitió comprender que ‘la literatura
podía existir, pese a todo el desgaste de las convenciones y
de los compromisos, pese a la incapacidad de cambiar el mundo en la
que se encontraban los escritores’. Lamentablemente no cuento
con el discurso íntegro de Le Clèzio, para comprender
toda su profundidad y matices. La selva, la naturaleza es la vida misma
para los Emberá hasta nuestros días. Es la herencia y
allí está todo, dicen, para vivir: medicina, alimentos,
techo. Son una etnia muy solidaria en el trabajo. Elvira debió
ser una poeta del cuento ancestral, de las historias que se conservan
en la vasija profunda de los sueños y de la realidad cotidiana,
donde llega la luz verdadera simplemente.
Recorrí la primera trocha en los 76 hacia el Darièn en
un jeep, tierra dura, selva, selva y pude ver el monumental paisaje
por donde los españoles atravesaban hacia el istmo con sus corazas,
miedos, precipicios, tormentas, lluvias diluvianas, buscando oro para
los Reyes católicos. El Atlántico siempre ha estado incomunicado,
abandonado, salvaje y eso también tiene sus ventajas. En otro
recorrido nos perdimos de noche en la selva darienita. Siempre como
Corresponsal Extranjero, iba en el camión descapotado atrás.
Y tuve el impacto de sentir como la selva me abrazaba y arrojaba hacia
dentro de sus entrañas y los ruidos de los animales no eran meros
fantasmas. La selva existe, me dije, yo que jugaba con las hormigas
y cazaba moscas frente a un ventanal en Santiago. El tiempo no sobra
en la selva, simplemente no pasa, sopla como el sueño de un duende
desconocido y su misterio es la propia selva que se multiplica asimisma.
Un escritor que quiera cambiar el
mundo, está fuera de época y tiempo, de la realidad. Los
escritores no son dioses, ni de mentira. Al mundo puede cambiarlo una
gran crisis como la que ya estamos viviendo. Una guerra mundial devastadora.
Un cambio climático que convierta los pingüinos en lagartijas
del desierto. Pero la misma piedra o palabra o voz, no cambia el tràfico
del desierto. El espejo puede ser cuadrado pero repite la misma imagen.
Véanse y verán.
Lo interesante en un mundo de consolas, imágenes y digital, es
que un francés, años ha, miró, vivió en
esta parte del mundo marginado, aislado, despreciado, de México
a Panamá y Colombia, y desde luego, el viejo y colonizado, casi
extinguido continente negro: África. Escribió y testimonió,
aunque dijo que le gustaría actuar. ‘Lo que le gustaría
al escritor por encima de todo es actuar. Actuar en lugar de testimoniar.
Escribir, imaginar, soñar, para que sus palabras, sus invenciones
y sus sueños intervengan en la realidad, cambien las mentalidades
y los corazones, abran un mundo mejor’.
Lo que está en juego no sólo es la credibilidad, sino
la eficacia, el significado, el poder de la palabra, pero mucho más
serio aún es la pérdida de la memoria ancestral de decenas
de algunas lenguas y otros cientos que se ven amenazadas con su extinción.
Algo de ello trasciende en el discurso del hombre blanco de Francia.
La palabra siempre es y será un compromiso, cada ser humano es
la palabra. Los escritores y poetas hacen el trabajo de ordenarlas a
su manera y ponerlas en rebelión con el abecedario de las grandes
mayorías, si es necesario, azuzarlas, mantenerlas siempre activas
y encontrar las justas y necesarias en el eslabón perdido de
las palabras.
‘En la actualidad, después de la descolonización,
la literatura es uno de los medios para que hombres y mujeres de nuestro
tiempo expresen su identidad y reivindiquen su derecho a la palabra
y a ser escuchados en su diversidad’. Son sus palabras traducidas.
La literatura cada día está más arrinconada por
el mercado, la televisión, el entretenimiento banal, los gobiernos
ciegos, corruptos y la idiotez colectiva que hace mucho tiempo tomó
el micrófono y dispone de esos ruidos guturales que superan a
las viejas tribus o al hombre de las cavernas. La literatura es de unos
pocos, con la rara excepción de algunos best seller que terminan
por ahondar este mundo de sordos y sumir a las personas no en aventuras
mágicas como lo hicieron Julio Verne, Stevenson, Defoe, Fielding,
Bradbury, Salgari, sino en acartonados esloganes de violencia, de escenarios
mudos, inertes, de falsos ídolos que comunican el vacío
y la superficie estéril, vacua del ser humano.
Tal vez no hay lugar, ni tiempo para hacer la literatura, construir,
disparar la silenciosa bengala o quizás cada época organiza
su propio vacío. Un libro puede ser definitivamente una ciudad
sin palabras, el silencio de sus propios puntos cardinales.
Le Clèzio reflexionó,
‘entendió’, aceptó en la selva darienita que
‘la literatura podía existir, pese a todo el desgaste de
las convenciones y de los compromisos, pese a la incapacidad de cambiar
el mundo en la que se encontraban los escritores’. Los libros
seguirán recorriendo como fantasmas el mundo y si bien no tienen
la capacidad de transformarlo por arte de magia o un golpe de dados,
sus páginas siempre encontrarán un par de ojos abiertos.
La cultura a escala mundial es asunto de todos", sostuvo en Estocolmo
el premio Nobel. Y subrayó que el libro, pese a sus elevados
precios en los países pobres, sigue siendo el mejor vector para
acceder a la cultura, comparado con internet o el cine. ‘El libro
es, en todo su arcaísmo, la herramienta ideal. Es práctica,
fácil de manejar, económico, señaló. Advirtió
que los libros son un tesoro mayor que los bienes inmuebles o las cuentas
bancarias. Casi una ironía, después que las cuentas se
vaciaron por arte y magia de la especulación, el fraude, la avaricia,
esa enfermedad tan humana. Por ahí algunos brokers señalan
con el dedo el infinito de la nada y observan el agujero negro de la
oscuridad. ¿Todas las chicharras mueren cantando?
Le Clèzio, rindió un homenaje a la lengua, principio de
todo lo humano, pienso,’sin la lengua no habría ciencia,
tecnología, leyes, arte, amor’, sentenció.
Volvamos al discurso, a su naturaleza, a la física, humana, a
la del lenguaje y no olvidemos que hay países que ya han elaborado
su mapa de muerte, tragedias naturales y fìscias, que saben dónde
está su talón de Aquiles. Le Clézio define la naturaleza
que le ha tocado vivir y hacer su palabra. No se trata de ver el cristal
según sea su color. Primero, debemos verlo, saber que está
ahí, convivir con cada una de sus miradas. La palabra es la primera
en ver, habla, dice, opina, hace ver. Dice así en una de sus
partes leídas en Estocolmo: ‘El bosque es un mundo sin
fronteras. Puedes perderte en la espesura de los árboles y la
oscuridad impenetrable. Lo mismo podría decirse del desierto,
o el océano abierto, donde cada duna, cada pradera nos encamina
a una pradera idéntica, cada ola nos lleva a otra perfectamente
idéntica ola.’ Se de que está hablando el francés
porque conozco los tres escenarios y un bosque siempre escribe mis palabras
y el río las modifica, transcribe una y otra vez, y ya no se
si son las mismas y si pudiera bañarme en sus lecturas no sólo
una vez. Es un acto muy personal, íntimo, seguir arando en el
desierto.
¿Quién era Elvira? ¿Por qué Le Clèzio
le prestó tanta atención en su discurso?
‘Pero una noche, una joven mujer vino. Su nombre era Elvira.
Ella era conocida a lo largo de todo el bosque de los embera por sus
habilidades para narrar. Era una aventurera y vivía sin un
hombre, sin niños —la gente decía que era un poco
borracha, un poco prostituta, pero yo no lo creí ni por un
minuto—, e iba de casa en casa para cantar, a cambio de carne,
una botella de alcohol o unas monedas’.
Aunque no tuve otro acceso a sus historias más que por traducción
—el lenguaje de los embera tiene variantes literarias que lo
hacen mucho más complejo que su forma cotidiana—, rápidamente
me di cuenta de que ella era una gran artista, en el mejor sentido
del término. El timbre de su voz, el ritmo de sus manos golpeando
contra su pecho, contra su collar de monedas plateadas, y encima de
todo ese aire de posesión que iluminó su rostro y su
mirada, una suerte de trance rítmico mesurado, ejercía
un poder sobre todos aquellos que lo presenciaban. Al simple marco
de sus mitos —la invención del tabaco, los gemelos primigenios,
historias sobre dioses y humanos al amanecer del tiempo— ella
añadía su propia historia, su vida de errancia, sus
amores, las traiciones y el sufrimiento, la intensa alegría
del amor carnal, el escozor de los celos, su miedo a envejecer, a
morir.
Ella era poesía en acción, teatro antiguo, y la más
contemporánea de todas las novelas al mismo tiempo. Ella era
todas esas cosas con fuego, con violencia; ella inventó, en
la oscuridad del bosque, entre el envolvente sonido de insectos y
ranas y el aleteo de los murciélagos, una sensación
que no podía ser llamada de otra manera más que belleza.
Como si en su canción ella cargara el auténtico poder
de la naturaleza, y esto era seguramente la más grande paradoja:
que este lugar aislado, este bosque, tan lejos como podía imaginarlo
de la sofisticación de la literatura, era el sitio donde el
arte había encontrado su más fuerte, su más auténtica
expresión.
Después dejé la región y no volví a ver
a Elvira, ni a ningún otro rapsoda del bosque de Darién.
Me quedé con algo más que nostalgia —con la certeza
de que la literatura podría existir, incluso si estaba revestida
con la convención y compromiso, incluso si los escritores fueran
incapaces de cambiar al mundo. Algo grande y poderoso, que los sobrepasaba,
que en alguna ocasión podría animarlos y transfigurarlos,
y restaurar el sentido de armonía con la naturaleza. Algo nuevo
y muy antiguo al mismo tiempo, impalpable como el viento, etéreo
como las nubes, infinito como el mar. Esto es algo que vibra en la
poesía de Jalal ad-Din Rumi, por ejemplo, o en la arquitectura
visionaria de Emanuel Swedenborg. El escalofrío que uno siente
al leer los más bellos textos de la humanidad, como el discurso
que Chief Stealth dio en la mitad del siglo XIX al presidente de los
Estados Unidos cuando les concedió su tierra: ‘Podemos
ser hermanos después de todo...’.
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DATOS DEL AUTOR:
Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947).
Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció
hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal
Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional,
experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los
ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de
la publicación científico-técnica y económica,
con circulación en 56 países, columnista de la revista
alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños
como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión
Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales
vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de
Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.