La
Habana y sus teatrómanos andamos por estos días de juerga; ya el
12 festival internacional de teatro no es noticia para nadie, sino más
bien un hecho consumado. No somos pocos los testigos y cronistas que andamos corriendo
demencialmente de una sala a otra, de una puesta a otra, de una emoción
a otra. ¿A qué tanto jaleo? Podría preguntar cualquier curioso
La calidad, sería la respuesta; la calidad a ultranza de todas las piezas
presenciadas, y se desprende, de todos los colectivos invitados. No obstante soy
del criterio, -y puede que muchos no coincidan conmigo,- que hasta los padres
y los abuelos tienen algún hijo predilecto. Aún no lo he visto todo,
es cierto, pero ya voy haciendo mis apuestas.
Convencido estoy de no querer
pecar de tremendista si digo a camisa quitada que una de las funciones más
atractivas del programa ha sido la de Los nietos nos miran, unipersonal interpretado
por la argentina Graciela Dufau bajo la dirección artística de su
esposo Hugo Urquijo. Un texto que, habiendo sido escrito por Juana Rotemberg y
Beatriz Mátar, al ser mediatizado para la audiencia por la consumada técnica
y el aguzado oficio de la Dufau, -sin pretender desdorar a sus autoras,- juraríamos
que lo que presenciamos esta tarde-noche en la acogedora salita de Bellas Artes
no fue otra cosa que una visceral improvisación. Tan fresco y tan natural,
tan espontáneo y enternecedor nos resultó el unipersonal, que estuvo
conformado por siete monólogos, (yo diría que cortos), basados en
testimonios verídicos y recreados por sus siete correspondientes personajes,
todos a saber: abuelas, abuelos, nietas y nietos.
Sobre los temas de las
historias no hay mucho que develar: amor, pasión, y sobre todo incondicionalidad
de unos con otros. La tónica dominante del espectáculo: el humor.
Un humor de excelencia como sólo los argentinos saben hacerlo. Un humor
vivo, agudo, penetrante, de una inmensa profundidad y un dramatismo escalofriante.
De tal modo reímos hasta convulsionar con la Dufau, pero también
por momentos se nos apretó el pecho y se nos anudó la garganta buscando
contener cualquier sollozo o atajar una lágrima que bien merecía
aflorar pues así de bien supieron los creadores desentrañar el peliagudo
tema. Mención especial merece el momento dedicado al testimonio de Estela
Carlotto, presidenta de las abuelas de la Plaza de Mayo, no por presidenta menos
abuela que las otras, pero sí símbolo de toda una generación
que ha padecido la peor maldición que se pueda concebir: la de sobrevivir
a los hijos y perderse el ver crecer a los nietos. Sobran los comentarios.
Apenas
unos pocos elementos de vestuario y algunos accesorios bastaron a director y a
actriz para trabajar las caracterizaciones externas de sus personajes. Un mínimo
elemental de maquillaje y otro tanto de peluquería. Las luces fueron empleadas,
no se puede negar, y jugaron, como es natural su papel, pero de un modo tan sutil
y tan exacto, que apenas se puede hablar de un diseño, y no porque este
faltase, sino porque más bien estuvo concebido para no llamar la atención.
Lo mismo podría decir de la banda sonora: puntual, casi imperceptible,
adecuada y proporcional con el estilo general de la puesta, que si tuviésemos
que describirlo con una sola palabra me atrevería a decir que fue, o es,
sencillamente, escrupuloso. Escrupuloso, sí, porque desechó todo
lo superfluo valiéndose con precisión
yo diría que
matemática, apenas de aquellos recursos mínimos, elementales, de
los que no se puede prescindir porque sin ellos no habría espectáculo.
Sólo de tal forma se podía llegar a un resultado tan arrasador,
pues justo al centro de la escena y del escenario mismo quien estuvo todo el tiempo
con su meridiana presencia no fue ni tan siquiera la actriz, no, sino los personajes
que interpretaba y de los cuales salía y entraba con tal tino que el propio
Brecht se habría quedado atónito de haber podido presenciarlo. Así
de fascinados quedamos nosotros. A tal punto fluyó la comunicación
con la Señora, que no pudimos dejar de sumarnos al coro de abuelas y abuelos
que a viva voz cantó viejas canciones del más que olvidado, ignorado
repertorio de principios del siglo pasado.
Una clase magistral de dirección
artística ofreció Urquijo a aquellos directores dados a los excesos
en cuanto a uso y abuso de los recursos otros del teatro -ajenos al talento de
los actores- que gustan de que su trabajo sea de notar. Otra clase magistral de
actuación nos dio Graciela, quien sin apenas moverse del centro de la escena
y valiéndose sólo, amén del texto, de su infinita expresividad
gestual y facial, y de una voz que sin pretender excesos recorrió un registro
sorprendentemente amplio, no nos consintió a los espectadores ni por un
segundo pensar siquiera en el bostezo.
Al cabo de más de una hora
y media, -no puede medir bien el tiempo pues casi olvidé que este existía-,
luego del último monólogo, cuando todos estábamos en pie,
aplaudiéndola delirantemente, con un ligero gesto nos acalló y nos
pidió algunos minutos. Fue entonces cuando nos enteramos por su propia
boca de su cercana amistad con nuestro Retamar, poeta de poetas, y a renglón
seguido ¿recitó? ¿declamó? ¿dijo? no sé,
el texto que puso colofón al espectáculo: Y Fernández, dedicado
por el autor a su padre, y que con ese estilo 'a lo Graciela Dufau', entre coloquial
y mágico, volvió a hacernos saltar de las butacas y aplaudir y llorar
y reír cómo como sólo los locos, los enamorados o tal vez,
¿por qué no? los nietos y los abuelos saben hacerlo.