De
entre todas las instituciones creadas para sustentar el ánimo
democrático de los hombres, y con él la democracia misma,
no hay una que se acerque ni de lejos, desde el punto de vista del más
humilde de los ciudadanos, al paso de cebra.
Pongamos el caso de Eduardito.
Eduardito nació más pobre que rico porque así lo
quiso el destino, pero nunca le importó demasiado porque en su
barrio todos vivían igual que él. Eduardito nació
en un barrio democrático, con un gobierno elegido legítimamente
por el pueblo. Cuando ya fue pueblo y alcanzó la edad constitucional
de votar, le dieron a elegir entre dos opciones: la primera opción
defendía el derecho a la igualdad de resultados, la otra, el
derecho a la igualdad de oportunidades.
Como hasta entonces no había visto muy claro su futuro, decidió
votar por la igualdad de oportunidades. Y ganó esa opción.
Pero
Eduardito, (se me olvidó mencionar que era un poco sordo de un
oído), no se enteró bien de cuándo llegaba la oportunidad
y, un día cualquiera, antes de darse tiempo para reaccionar,
la vio pasar subida en un tren de alta velocidad saludándole
sonriente con una mano, mientras se alejaba para siempre perderse en
la niebla del horizonte.
Resentido, Eduardito decidió esperar calladito a las siguientes
elecciones. Esta vez no confiaría en aquellos que tan vilmente
le habían engañado. Decidió votar por la otra opción,
por la igualdad de resultados, Así, pensó, por muy mal
que me vayan las cosas siempre tendré apoyo y resguardo. Ni corto
ni perezoso, así lo hizo, y su opción, casualmente, salió
triunfante del proceso electoral.
Como el gobierno elegido era sumamente eficiente, dio cobijo y apoyo
a Eduardito y a todos en su barrio, garantizando que, independientemente
de las oportunidades de cada cuál, todos tuvieran de todo. Como
además de eficiente, el gobierno elegido era listo, en vez de
comprar diez mil bicicletas grises, compró mil bicicletas verdes,
dos mil rojas, tres mil azules, quinientas negras, quinientas moradas
y tres mil amarillas, con el fin de evitar la pérdida de individualidad
y la consecuente depresión de los ciudadanos. Además,
el gobierno hizo una campaña para que el resguardo institucional
no acabase con las relaciones interpersonales y familiares de los pobladores
del barrio de Eduardito y todos siguieran pidiéndose azúcar
y leche y aceite como hasta entonces y así se conociesen y se
casasen y tuvieran hijos. A los tres años todos eran felices.
Todos salvo los del barrio del al lado, que decidieron irse a vivir
con ellos, porque vieron que si así hacían sin duda vivirían
mejor.
Pero Eduardito, que era humano, no quiso que todos los del barrio de
al lado tuvieran cobijo y resguardo como él, porque no había
para todos. Y así, Eduardito decidió votar de nuevo por
la igualdad de oportunidades. Esta vez, pobre Eduardito, no contó
con que sus vecinos, del barrio y del barrio de al lado, estaban preparándose
para la llegada de cualquier nueva situación y, una vez abierta
la caja de las oportunidades, todos cogieron una menos él. Eduardito
decidió entonces volver a votar, en cuatro años, de nuevo
por la igualdad de resultados, pero ésta nunca llegó más.
Eduardito se hizo viejo y alcohólico y su bici se terminó
dañando demasiado con los años, de puro vieja, y no hubo
manera de repararla más. Para aquel entonces la mitad de sus
amigos del barrio ya tenían coches y él tuvo que volver
a caminar. Esa mitad ya no le saludaba. Tampoco pensaban en él
o en saludarle. Tampoco pensaban mucho.
Un día especialmente nubloso y feo, descubrió unas líneas
blancas pintadas en el negro asfalto de la calle que le separaba del
recién inaugurado parque municipal. Alguien le indicó
que era por ahí por donde tenía que pasar para poder cruzar
o si no, lo más probable es que fuera atropellado sin querer
por alguno de sus vecinos y muriera irremediablemente. Así las
cosas, Eduardito pasó a regañadientes por el paso de cebra.
Y algo sucedió. Cuando estaba a mitad de camino entre una acera
y la otra, un vecino suyo, que andaba en uno de los coches más
relucientes del barrio se paró delante de él. Se paró
y le dejó pasar. Y Eduardito pasó mientras el coche, arrodillado
ante él, le cedía el privilegio… ¡cómo
disfrutó Eduardito durante esos breves instantes!
Y desde aquel entonces hasta su último atardecer, Eduardito salió
todos los días a tomar el sol al parque sin olvidarse nunca de
pasar por el paso de cebra, caminando muy despacito para alargar lo
más posible el momento en el que todos los demás se pondrían
a su altura. A la altura de Eduardito. A la altura del hombre.