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El hijo
Geney Beltrán Félix
09/04/2007


—El lunes por la mañana regresó Marioralio a la Oficina Postal Concentradora. En la tarde, hacia las seis, en vez de encaminarse hacia su casa se enfiló de nuevo a la calle Confines. Llegó. Y estaba entrando al edificio —caminaba por el sucio pasillo de la planta baja en dirección del cuarto del fondo— cuando lo detuvo una voz.

—Señor... joven...

Volteó Marioralio: se trataba de una muchacha de piel almendrada, de unos 25 años. Tenía una escoba en la mano derecha y un pañuelo en la cabeza —la sujetaba un chamaquillo de la falda, callado—, y ella estuvo mirando a Marioralio con un dejo de pesadumbre desde la puerta del primer cuarto, a la derecha. Se veía cansada —como que se le iba el día en limpiar y cocinar y todo eso— y él se dijo que sí, la había visto sin duda durante el fin de semana, huidizamente, al entrar o salir del edificio. Se le acercó.

—¿Qué pasa?  

—¿Usted venía con el señor Lauro?

—Vengo. ¿Qué pasa?

—Oiga...

—¿Qué sucede?

—¿Cómo se lo digo?... ¿Usted era algo de él?

—¿Qué? ¿Qué chingados pasa?

—¿Era su papá?

—Sí, ¡es mi papá! —y, molesto, estaba Marioralio a punto de darse la vuelta y continuar su marcha hacia el cuarto del fondo cuando escuchó:

—Se lo llevaron...

—¿Se lo llevaron? ¿Quiénes?

Y ya ella por fin le contó, perturbada, con pausas y amagos de llanto miedoso: nunca sintió nada por el señor Lauro —de hecho, nadie en el edificio lo quería, ¡él siempre fue muy arisco con todos!—, pero no se lo merecía: a él, y a los dos viejos del último piso, se los habían llevado cinco hombres malencarados: venían en una camioneta azul, entraron al edificio, entraron a todos los cuartos, y a los tres se los llevaron, los empujaban, les gritaban de cosas, y el señor Lauro nada más se dejaba conducir, cabizbajo, como lloroso, se le veía impotente.

Marioralio no esperó más. Caminó hacia el cuarto de Lauro Gumersindo. La puerta estaba entreabierta, y en el interior se veía un desastre. La parrilla y la silla en el suelo, el espejo hecho pedazos, la ropa desperdigada, el colchón a punto de caer de la cama. No: Lauro Gumersindo, el padre de Luigi Gian, el asesino de Leticia Rutilo, no estaba.

Marioralio se recargó en el dintel. Se dejó resbalar hacia el suelo poco a poco, sosteniéndose con la espalda en su deslizamiento vertical, hasta que se quedó sentado en el suelo. ¿Qué estaba sintiendo? No era nadie, sólo un viejo. No eran nada, no los unía la menor sangre, y el tal Luigi Gian Rutilo, allá en C., de seguro ni se interesaría, al modo de una callada venganza de inmovilidades, en el destino de su padre... ¿Por qué se lo habrían llevado? Pobre hombre, pensaba Marioralio, aunque fíjate muchachilla que sí se lo merecía... ¡Mató a su esposa...! Qué se sentirá matar... Y además fue siempre un tipo maldoso... ¡Adiós!, ya nadie más habría de inquietarse por lo que le sucediera, y si él se había quedado a cuidarlo durante el fin de semana fue por simple curiosidad. Porque... Y entonces vio la silueta difuminada de la muchacha, ella avanzaba (el chamaquillo agarrado de su falda) hacia Marioralio y a sus espaldas la luz de la calle se estaba como asfixiando en el anochecer.

Ya luego entonces le contó ella los rumores: no eran los primeros viejillos secuestrados, no: ya iban muchos, por lo menos varios en la colonia: los tipos ésos hacían las cosas siempre igual, y no llamaban después para pedir dinero, ¡cosa más rara! También se decía que los mataban y la carne la vendían en el mercado, ¡revuelta con la de res! Casi ningún familiar se interesaba en hacer la denuncia a la policía, ¿para qué batallar?

Marioralio la estuvo escuchando, un poco molesto. No, no le interesaba conocer ni un solo detalle más. Regresaría a su vida: el vaso de leche, las cartas violadas, la tranquila frialdad, el cuchitril de solitario: el ascetismo que ha asumido como su forma de domesticar las traiciones del paso del tiempo. ¿Para qué meterse, para qué hacer cosas, hablar, para qué vivir? Suspiró, envidioso de regresar a la calma, a esa como abulia asida a un férreo escepticismo que ha elegido para su existencia: nada de comprometerse, nada de creerle a los demás, nada de razonar con los ruidos del mundo. Despierta, se levanta, se baña, se viste, desayuna, camina al trabajo, clasifica montones de cartas, se roba una o dos, sale a comer, regresa a la Oficina, termina su horario y se dirige a su casa a leer la correspondencia de los otros, a preguntarse e imaginarse cosas sobre ellos: los increpa, desconfía de sus palabras y promesas y reclamos, los inspecciona a través de la muda tinta y el muerto papel: y todo esto sin la necesidad de verlos, de hablarles, de mostrar afecto, inquietud, no, nada.

LA MUCHACHA LO ESTABA VIENDO, COMPADECIDA, POR FIN EN SILENCIO. Y EN ESE MOMENTO DIRIGIÓ MARIORALIO —SE ESTABA IRGUIENDO, CON LENTITUD DE NUEVO LIBRE—, DIRIGIÓ LA MIRADA HACIA EL INTERIOR: Y DE REPENTE VIO, A UN LADO DE LA SILLA, ENTRE GOLOSAS PENUMBRAS, UNA BOLITA DE PAPEL, UNA HOJA. TERMINÓ DE LEVANTARSE, CURIOSO, ENTRÓ AL CUARTO, Y LUEGO DE TOMARLA Y EXTENDERLA SALIÓ AL PASILLO BUSCANDO LA LUZ. ERA, EN EFECTO: UNA HOJA DE PAPEL.


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DATOS DEL AUTOR:

Geney Beltrán Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) es editor, narrador y ensayista. Ha publicado El biógrafo de su lector (2003; Premio José Vasconcelos).