—El
lunes por la mañana regresó Marioralio a la Oficina Postal
Concentradora. En la tarde, hacia las seis, en vez de encaminarse hacia
su casa se enfiló de nuevo a la calle Confines. Llegó.
Y estaba entrando al edificio —caminaba por el sucio pasillo de
la planta baja en dirección del cuarto del fondo— cuando
lo detuvo una voz.
—Señor... joven...
Volteó Marioralio: se trataba de una muchacha de piel almendrada,
de unos 25 años. Tenía una escoba en la mano derecha y
un pañuelo en la cabeza —la sujetaba un chamaquillo de
la falda, callado—, y ella estuvo mirando a Marioralio con un
dejo de pesadumbre desde la puerta del primer cuarto, a la derecha.
Se veía cansada —como que se le iba el día en limpiar
y cocinar y todo eso— y él se dijo que sí, la había
visto sin duda durante el fin de semana, huidizamente, al entrar o salir
del edificio. Se le acercó.
—¿Qué pasa?
—¿Usted venía con el señor Lauro?
—Vengo. ¿Qué pasa?
—Oiga...
—¿Qué sucede?
—¿Cómo se lo digo?... ¿Usted era algo de
él?
—¿Qué? ¿Qué chingados pasa?
—¿Era su papá?
—Sí, ¡es mi papá! —y, molesto, estaba
Marioralio a punto de darse la vuelta y continuar su marcha hacia el
cuarto del fondo cuando escuchó:
—Se lo llevaron...
—¿Se lo llevaron? ¿Quiénes?
Y ya ella por fin le contó, perturbada, con pausas y amagos de
llanto miedoso: nunca sintió nada por el señor Lauro —de
hecho, nadie en el edificio lo quería, ¡él siempre
fue muy arisco con todos!—, pero no se lo merecía: a él,
y a los dos viejos del último piso, se los habían llevado
cinco hombres malencarados: venían en una camioneta azul, entraron
al edificio, entraron a todos los cuartos, y a los tres se los llevaron,
los empujaban, les gritaban de cosas, y el señor Lauro nada más
se dejaba conducir, cabizbajo, como lloroso, se le veía impotente.
Marioralio no esperó más. Caminó hacia el cuarto
de Lauro Gumersindo. La puerta estaba entreabierta, y en el interior
se veía un desastre. La parrilla y la silla en el suelo, el espejo
hecho pedazos, la ropa desperdigada, el colchón a punto de caer
de la cama. No: Lauro Gumersindo, el padre de Luigi Gian, el asesino
de Leticia Rutilo, no estaba.
Marioralio se recargó en el dintel. Se dejó resbalar hacia
el suelo poco a poco, sosteniéndose con la espalda en su deslizamiento
vertical, hasta que se quedó sentado en el suelo. ¿Qué
estaba sintiendo? No era nadie, sólo un viejo. No eran nada,
no los unía la menor sangre, y el tal Luigi Gian Rutilo, allá
en C., de seguro ni se interesaría, al modo de una callada venganza
de inmovilidades, en el destino de su padre... ¿Por qué
se lo habrían llevado? Pobre hombre, pensaba Marioralio, aunque
fíjate muchachilla que sí se lo merecía... ¡Mató
a su esposa...! Qué se sentirá matar... Y además
fue siempre un tipo maldoso... ¡Adiós!, ya nadie más
habría de inquietarse por lo que le sucediera, y si él
se había quedado a cuidarlo durante el fin de semana fue por
simple curiosidad. Porque... Y entonces vio la silueta difuminada de
la muchacha, ella avanzaba (el chamaquillo agarrado de su falda) hacia
Marioralio y a sus espaldas la luz de la calle se estaba como asfixiando
en el anochecer.
Ya luego entonces le contó ella los rumores: no eran los primeros
viejillos secuestrados, no: ya iban muchos, por lo menos varios en la
colonia: los tipos ésos hacían las cosas siempre igual,
y no llamaban después para pedir dinero, ¡cosa más
rara! También se decía que los mataban y la carne la vendían
en el mercado, ¡revuelta con la de res! Casi ningún familiar
se interesaba en hacer la denuncia a la policía, ¿para
qué batallar?
Marioralio la estuvo escuchando, un poco molesto. No, no le interesaba
conocer ni un solo detalle más. Regresaría a su vida:
el vaso de leche, las cartas violadas, la tranquila frialdad, el cuchitril
de solitario: el ascetismo que ha asumido como su forma de domesticar
las traiciones del paso del tiempo. ¿Para qué meterse,
para qué hacer cosas, hablar, para qué vivir? Suspiró,
envidioso de regresar a la calma, a esa como abulia asida a un férreo
escepticismo que ha elegido para su existencia: nada de comprometerse,
nada de creerle a los demás, nada de razonar con los ruidos del
mundo. Despierta, se levanta, se baña, se viste, desayuna, camina
al trabajo, clasifica montones de cartas, se roba una o dos, sale a
comer, regresa a la Oficina, termina su horario y se dirige a su casa
a leer la correspondencia de los otros, a preguntarse e imaginarse cosas
sobre ellos: los increpa, desconfía de sus palabras y promesas
y reclamos, los inspecciona a través de la muda tinta y el muerto
papel: y todo esto sin la necesidad de verlos, de hablarles, de mostrar
afecto, inquietud, no, nada.
LA MUCHACHA LO ESTABA VIENDO, COMPADECIDA, POR FIN EN SILENCIO. Y EN
ESE MOMENTO DIRIGIÓ MARIORALIO —SE ESTABA IRGUIENDO, CON
LENTITUD DE NUEVO LIBRE—, DIRIGIÓ LA MIRADA HACIA EL INTERIOR:
Y DE REPENTE VIO, A UN LADO DE LA SILLA, ENTRE GOLOSAS PENUMBRAS, UNA
BOLITA DE PAPEL, UNA HOJA. TERMINÓ DE LEVANTARSE, CURIOSO, ENTRÓ
AL CUARTO, Y LUEGO DE TOMARLA Y EXTENDERLA SALIÓ AL PASILLO BUSCANDO
LA LUZ. ERA, EN EFECTO: UNA HOJA DE PAPEL.
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DATOS DEL AUTOR:
Geney Beltrán
Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) es editor, narrador y
ensayista. Ha publicado El biógrafo de su lector (2003;
Premio José Vasconcelos).