“Nunca
se debe decir nada que no sea más bello que el silencio”
Proverbio árabe
Mi padre fue carpintero
de la construcción y aunque era analfabeta, apenas dibujaba su
firma con gran belleza, tenía una habilidad innata para leer
planos de casas y edificios. Bueno este hombre, un tanto tosco, me dejó
como herencia una incalculable enseñanza.
Cuando
no asistía a la escuela debido a las vacaciones mi padre me llevaba
a su trabajo. Para mí todo era un juego. Mi padre me equipaba
con un martillo y yo jugaba a trabajar. Recorría el techo donde
se armaba todo el encofrado de madera para vaciar el cemento y construir
la placa. Mi padre más que tenerme como ayudante lo que pretendía
era que viera lo duro de su ocupación. No por casualidad me decía
siempre: 'Debes estudiar y así te libraras de hacer este trabajo
que hago'. Perdí la cuenta de las veces que me repitió
la misma frase. Era como un estribillo. La frase jamás me abandonó.
Por supuesto que cursé estudios y fui un alumno bastante bueno.
En el transcurso de la primaria y secundaria me interesé por
la literatura. Poco a poco las palabras me fueron ganando. Hoy he publicado
cuatro libros. Escribo para algunos diarios y revistas tanto del país
como del extranjero. Hoy me pregunto cuál habría sido
la reacción de mi padre, que hubiese opinado sobre este oficio
de escribir.
La escritora española Rosa Montero ha puntualizado que hay mucho
de artesanal en eso de escribir, que el asunto no pasa de ser un modesto
machacar de las palabras hasta dejarlas suaves, hasta hacerlas precisas
de la misma manera que el carpintero lija una y otra vez la silla que
acaba de fabricar hasta convertirla en madera útil y bella.
Mi padre se encargaba, junto con una cuadrilla de obreros que él
comandaba, de armar todo el encofrado de madera y cabilla con una dedicación
de relojería. Me enseñó de manera práctica
el valor de su trabajo rudo y artesanal. De la misma manera como él
se aplicaba en la construcción de casas y edificios, así
mismo lo hago yo en el momento de escribir una frase, un párrafo
o un libro.
Trabajar las palabras hasta encontrar la belleza de un texto, hasta
dar con la metáfora irrepetible nunca es un quehacer elemental.
Hay que leer mucho. Es necesario perderse (y encontrase) en el laberinto
de páginas escritas por otros escritores para adquirir ciertos
trucos, para alcanzar determinadas claves en eso de vérselas
con las palabras. Todo escritor es un compendio de pasión y de
precisa manipulación del lenguaje. Dejarse el alma en cada frase
es la tarea cruda de este oficio.
A uno le gustaría escribir cuestiones graves, poéticas
u originales. Pero a veces la pasión, el talento, la emoción
y el sentimiento faltan. A veces nuestro espíritu no tiene el
nivel apropiado que las circunstancias exigen y entonces todo lo que
se escribe viene flojo, deja ver sus costuras, deja al descubierto los
trucos, mal aprendidos, que se emplean para llegar al punto final. En
otras ocasiones la luz del corazón iluminar mis zonas oscuras,
los odios diurnos que cabrean, mis prejuicios y esos pensamientos no
tan limpios que en ocasiones me asaltan y entonces lo que escribo aparece
en la pantalla de la computadora con inteligente fluidez.
Pienso, después de todo, que mi inclinación por la escritura
fue gracias a mi padre y a madre. Cada uno a su modo me proporcionó
las herramientas necesarias para encontrar en la literatura un sentido
pleno de goce. Después del sexo la literatura le brinda a la
vida un sabor inigualable.
En los albores de la civilización occidental los escribas, señores
de las palabras, eran individuos que para los demás hombres eran
seres con un don especial, los cuales poseían poderes sobrenaturales.
Las palabras tenían un rango mágico. Si un escriba señalaba
a cualquier hijo de vecina con una frase, o con una palabra, el señalado
sabía que tenía sus días contados. A los escribas
aparte de miedo se les tenía un inmenso respeto y una consideración
los situaba en la escala más alta de la sociedad. Hoy la escritura
no comporta para quien la realiza prerrogativas especiales. No por ello
nunca deja de aparecer algún engreído que se siente por
encima de los demás debido a que es capaz de articular en el
papel algunas frases con una mínima coherencia. En ese sentido
también abundan los estudios que buscan convertir el hecho de
escribir en un oficio para iniciados. Los más avanzados se apresuran
a prescindir del autor y convertir todo en un hipertexto donde cualquiera
puede apropiarse de las ideas y frases que necesite.
También
hay las personas que creen a fe partida que escribir colinda más
con una afición de fin de semana que con un oficio serio y responsable,
por lo cual ni se molestan en pagarte tus textos y mucho menos tus desvelos
con las palabras. Así mismo hay quienes piensan que a la escritura
van sólo los vagos y los bohemios más conspicuos. A pesar
de todo esos mitos y de todas las humillaciones más viles uno
va al papel a encofrar vocablos, a bregar con las palabras por razones
espirituales. Aunque los enemigos te certifiquen como un Corin Tellado
de la crítica biliosa.
Los seres humanos estamos trajeados de palabras. Vivimos para comunicarnos
entre sí. Las palabras van y vienen y más que decirlas
nos dicen, dan cuentan de nuestra ignorancia, de nuestra sensibilidad.
Quizá mi padre se hubiese sentido orgulloso, debido a que a fin
de cuentas un escritor tiene sólo sus manos y un corazón
para tratar de escribir cosas más bellas que el silencio.