Empecé
a escribir el esfericidio, porque ciertos humanos de mis tiempos,
aún permanecían cegados ante la inmanencia del fragmento.
Uno a uno, abogaban por pulir apellidos, en escalas de cyberespacio,
resaltando importantes vorágines de conquistas jerárquicas
y pomposas.
Así, los aplausos y la aprobación de la otredad, se convirtieron
en medicamento imprescindible para subsistir. O al menos sobrevivir.
Asimismo, el prestigio y voracidad por el primer lugar. Fueron el margen
perfecto para la creación de cierta sintomatología denominada:
micro-fascismo intelectual.
Sin embargo, en otro planeta un aforismo japonés viene volando
en sentido contrario, y desaparece el intelectual-fascismo-micro. Hablar
de elitismo, resulta una payasada más. Verdad. Argumento. Verdad.
¿Razón- Arazón? De tal ciclo, borra toda soberbia
recién adquirida. La psique gime en otra dimensión.
Y ya no le preocupa. Si la conocen o no la conocen. O sea, ¿y
esa?, ¿quién es? No aparece en el Google. Ha de ser una
looser cualquiera. ¿Tendrá dinero?
Tres segundos anteriores, tomé conciencia de los ángulos
y las geometrías que, abocetaba durante el día. Lo local
parvito de mis pasos. Las corazas que angulaban la
territorialidad cósmica del momento. Así, cada uno de
sus humores, coincidía, en cierto grado, con alguna manifestación
de los míos diluidos en los suyos. Por eso, caminábamos
juntos sin ponernos de acuerdo. Mejor aún: sin conocernos. Y
en cada punto de mi cuerpo salía una química perfecta
que dilataba todas las cuadraturas del instante. Y todos éramos
uno. Y los demás también. Pero entender esto, nos costaba
tanto trabajo, que volvíamos a la violencia del primer lugar.
Y la mentira del primer lugar, era algo tan ridículo, que los
dioses nos mandaban tronar las piernas. Una a una, caían sobre
artritis de asfalto, padeciendo el Leteo como un Tijuanicidio.
Templando tierras, con la arrogancia presupuesta, de llegar al punto
más alto. Sin que importen los demás. O peor aún:
negando la otredad.
De ahí, los trastrocamientos de los dioses, la paradoja de la
compasión. El perdón innato para el ego. La acepción
numeral que indica la trayectoria a casa. La trayectoria al sí.
El revocamiento perpetuo hacia una tiranía desembocada en arbitrariedades
moneda.
Por eso, cuando el balanceo de bougambillias amarillas al amanecer.
Cinco siglos posteriores, ejercía cierta exhalación, los
dioses hilvanaban enunciados para resucitar piernas.
Nos enviaban a observar el movimiento de las parvadas de pájaros
en el cielo, por siete días. Mirando todo pegado desde afuera
del planeta. Tal y como Bohm, Krishnamurti y otros tantos lo han afirmado.
Lo han mirado. La praxis metafórica se insertaba en los meridianos
del cuerpo. Al salir de la tierra y experimentar el tatoamasi ficcional
cumplíamos con el mandato plotiniano. Éramos
uno. Somos uno. Iluminación instantánea. Gratuita, por
supuesto.
Al sexto día, cinco segundos antes, del amanecer en siete. Seguíamos
con las pupilas ancladas en los cielos. Nos metíamos al movimiento
parvito de los pájaros. Luego, simulábamos parir
conclusiones absolutas en una imagen a la Carrington. Éramos
brujas tres momentos sin importar el sexo. El género era algo
demasiado trivial como para discutir al respecto.
Las hipótesis nulas a las que llegué, después de
experimentar el esfericidio, parecen murmurar lo siguiente:
Panthareipàjaroalaire.
Unritmounciclo.
El mismo.
Ninguno vuela más rápido que otro.
SabenEntiendenComprenden:
estamos pegados a nivel subatómico.
En gluòn
Porque una cosa es casi cierta:
Todos, en cierto momento, amamos a
la humanidad, en estado inocente y suficiente. No obstante, llegar a
esto es algo muy fuerte.
En la primaria, varias veces me dieron un cartón, que decía
mi nombre y el primer lugar. Vinculado al concurso de alguna ciencia.
O en su caso, de cierto andamiaje religioso. Mi ego niña se inflamaba
bastante bien. Mi uniforme todo brillante y bien planchado. La cola
de caballo perfecta, sin ningún cabellito fuera de lugar. Las
fotografías con el cartoncito en mano, la directora religiosa
y madre.
Las maestras decían que, era
una niña diez.
Recibía aplausos. Los suficientes para poder colocar hormigas
sobre la cabeza de mis vecinitas. Sin ningún remordimiento. Repito:
el cartoncito decía que era una niña disciplinada, noble
y religiosa. ¿A quién le iban a creer en caso de denuncia?
Así, fui acrecentando mi ego infantil. Y cuando los dioses decidieron
exiliarme de su reino. Re-ven-tar-me. Ya no podía reintegrarme.
(A todos nos sucede). Mienten aquellos que dicen estar todo el tiempo
'muy bien'.
El bombardeo sucedió de varias maneras. Entre los que,
vale la pena relatar. La huída a Sinaloa. El abandono del colegio.
Pues debo aclarar: Padre debía bastante dinero a unos narcos
de la sierra. Y si, no nos íbamos rápido. Probablemente
nos matarían a todos.
A los días, ya me habituaba a jugar con una máquina oxidada,
abandonada en hortaliza de mangos. A los primeros agujeros de zapato.
A los aullidos de una llorona imaginaria. Al rancho exiliado, sobre
lugar perdido sin mar. No obstante, también en otro planeta,
gemían aforismos alemanes en sentido contrario. Una escena amorosa,
tres siglos posteriores, encajaba dudosa al atardecer. Un niño
sin madre sonreía devotamente al nacer. Y la chica que pegaba
hormigas en el cabello. Esculpía (e) ideas futuras en un escáner
medieval.
El disco duro donde guardaba recuerdos de diez años anteriores
ha desaparecido. Y al mismo tiempo, encuentra la aporía perfecta
para desmenuzar. Un encuentro amoroso 2007 en 2011.
Asimismo, los vendedores ambulantes de claveles blancos –de los
que cierto tiemp [U] también (èl) fui, y usted también-,
descansan felices en su lecho de cartón, pues cierta dama de
la caridad como momento no-fashion; les regaló –sin interés
ninguno- una caja de vegetales frescos. Por ello, durante la secundaria,
el agujero de zapato de la chica del primer lugar. Desaparece. Gracias
a la aparición de unos zapatos Perestroika. En trayectoria retardada,
con cierta explicación, del puro devenir; según la lógica
del sentido en palabras de Deleuze.
Sin interés ninguno, significa que, no ejecutó acto publicitario,
ante ningún panfleto. Y claro, no pertenece a ningún club
de ositos, leoncitos, o payasitos.
La estadía semi-dantesca finalizó. La vida armónica
resurgió. Al comprender sonidos, tales como las sonrisas de las
hojas al medio día, o en su caso, al amar botas colgadas entre
los cables de la sexta, y asumir que están enamoradas de una
puerta roja. Y nada más.
Encajaron varias cosas. Desplomar. Reconfigurar vida otra vez. Desplomar.
Levantar. Funcionar. Vivir.
Empecé a entender el esfericidio. Después de
varios desplomes. Al emular ciertos halagos, honores, y toda la parafernalia
al respecto. Vivía en la esfera de vez en cuando. Otras, encajada
en la simulacria emancipación de mí misma.
Con todo, ciegas veces, caigo en la hipótesis batailliana
de teoría de la religión. Otras, me deshago del maquillaje
en turno. Procuro no mentir. Procuro no dividir. Comparar. Procuro no
ganar. Procuro no perder. Tampoco analizar. Procuro.
El universo debería de parir más Withmans de vez en cuando.
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DATOS DEL AUTOR:
Karla Villapudúa (Culiacán,
Sinaloa, México, 1979).- Licenciada en Filosofía por la
Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Textos suyos
aparecen en Andante 26, Psikeba, Homines y Espiral. Directora de la
revista electrónica espiral:
www.revistaespiral.org. Habita en www.filosofika.blogspot.com.