¿Cuento?
Querida madre: no te preocupes, estoy bien y sabré cuidarme.
En cuanto pueda volveré a verte, y tal vez estarás orgullosa
de tu hijo.
Supongo
que os habrán llegado rumores sobre mi locura. No hay tal. Yo
he descubierto un cuerpo celeste, que de momento, por mis cálculos
y observaciones, considero un planeta, y al que he llamado ‘Europa’,
en honor a nuestro siglo y a las esperanzas que hoy los sabios y los
estadistas dicen depositar en la Razón.
No os preocupéis por enviarme dinero. Si lo necesito, ya os escribiré.
De momento, aun guardo casi toda la asignación que tan generosamente
me proveísteis para Edimburgo. Llevo una vida austera, y sólo
pienso en los libros, los manuscritos (algunos raros y caros), y dos
o tres aparatos sencillos que necesitaré para proseguir mis investigaciones.
En cuanto esté en París buscaré un hotel sencillo
y modesto, y os enviaré mi dirección. No sé cuánto
tiempo me quedaré allí. Todo depende de cómo reciban
mis ideas.
He oído que en Francia están, hoy por hoy, las mentes
más lúcidas de Europa y los mejores sabios. Ya veremos.
De momento, no me hago ilusiones ni me desespero. Si no es aquí,
será en otra parte. Hasta hace unos años Francia ha sido
nuestra principal rival y enemiga en el continente y en las colonias.
Si entráramos de nuevo en una de nuestras absurdas e interminables
guerras, tal vez no será el mejor lugar para albergar a un escocés
fiel a la Corona. ¿O sí? París es tan grande que
uno puede perderse en él como un botón en un costurero.
Os escribo desde una taberna del puerto de Cardif. Londres sigue siendo
un lugar abominable, espantoso, donde no me quedaría ni una semana
aunque me invitaran a explicar mi descubrimiento en un ciclo de conferencias.
No me explico cómo nadie sano, necesitado de aire puro y comunicación,
puede vivir entre estas paredes renegridas, por donde se deslizan ratas
grandes como caballos, e incluso el cielo, rara vez despejado, resulta
negro y hostil. Espero no marearme en el barco. Si hace buen tiempo,
tal vez tome algunas notas sobre Europa desde la cubierta.
No hagáis caso de las habladurías (la más absurda
de todas mis elucubraciones es más cierta que el supuesto y tan
cacareado sentido común de esos sabios). Es verdad que mi nuevo
planeta es invisible, pero sólo para el ojo humano. Yo también
soy humano, pero he percibido su presencia con tanta claridad como la
gente percibe la presencia del sol a mediodía, sol que, como
saben hasta los niños, nunca debe mirarse. Nadie mira el sol,
lo que es lo mismo que decir que para el ojo humano éste es invisible,
pero nadie cuestiona su existencia. ¿Por qué entonces
cuestionan la de mi planeta? Sólo se me ocurren dos razones posibles,
también muy humanas: la envidia y la incomprensión de
lo nuevo.
Estoy dispuesto a arrostrar todas las burlas y dificultades que esos
señores y otros me pongan en el camino. Al final la verdad prevalecerá,
y veremos quién tiene razón, aunque tenga que dedicarme
el resto de la vida que Dios me tenga preparada a defenderme de las
burlas y las mofas.
Un hallazgo de esta índole (me imagino a Colón, incrédulo,
a punto de descubrir América, al borde de un mundo nuevo y desconocido,
cuando vio el primer pájaro, la primera tortuga, el primer trozo
de madera tallada flotando en el agua del Caribe todavía invisible,
como una visión sepultada por la bruma), un descubrimiento así,
implica necesariamente una cierta dosis de locura. Ni yo mismo sabría
explicar por qué aquella mañana, en los Jardines Reales
de Edimburgo, levanté la cabeza y miré al cielo. Por supuesto,
fue una premonición, ¿pero qué es una premonición,
una intuición, un anticipo del Futuro? Como cuando alguien nos
mira de espaldas y sentimos que nos golpea con su atención, casual
o furtiva, y nos volvemos con un ansia irreprimible como si nos hubiesen
violado con los ojos, unos ojos desconocidos. Padre y madre, entonces
yo vi el cielo puro, azul y desierto sobre mí: cualquier astrónomo
aficionado sabe que en pleno día es poco menos que imposible
ver cuerpos celestes, porque la claridad del sol los oculta, los disimula,
los vuelve invisibles. Pero yo tenía, tengo la ventaja de que
mi planeta es ya invisible, por lo que nada lo puede ocultar porque
no hay nada que ocultar: o mejor dicho, sí que hay, pero no para
el ojo humano.
Con todo, distinguí su vibración como una burbuja de jabón
que flotara en medio del éter, como si el éter se hubiese
adentrado, intruso del Universo, en nuestra atmósfera. ¡Y
allí estaba Europa! Al principio, como es natural, pensé
que se trataba de una alucinación, un espejismo, tuve que sentarme
y frotarme los ojos, y dudé bastante antes de volver a levantar
la cabeza: intuí, tal vez temí, que ese gesto encerraba
mi destino.
¡El clíper! Queridos padres, debo embarcar ahora: terminaré
esta carta en París, y espero que podré daros buenas nuevas.
Hasta entonces, un abrazo, y paciencia.
El viaje fue desastroso. Con mal tiempo, oscuro y helado, no pude siquiera
asomarme a cubierta. Pasé las tres horas largas que duró
tumbado en mi cabina, deseando perder el sentido. ¡Pero al fin
he llegado!
El viaje por Normandía me ha devuelto el optimismo. La gente
es recelosa, dura, avara, pero el bosque, los acantilados, los ramilletes
de caminos entre granjas y alquerías, lo compensan sobradamente.
Luego París. Comprendo que haya jóvenes (y no tan jóvenes),
que se arruinen, que se pierdan en sus delicias. Yo no he venido a eso,
pero no puedo ser indiferente a su clima, su especie de felicidad, de
ligereza; el Sena, los paseos, las terrazas y los bailes públicos
que aquí se celebran con cualquier motivo. Hay, además,
el halo de Versalles, que se desparrama si se me permite la expresión,
aquí como una canción frívola, con frufrú
de seda.
El
mismo cochero me indicó una pensión aceptable. Un hombre
de Ciencia como milord, dijo, querrá un sitio tranquilo, cerca
de la Sorbona. La Sorbona, le iba a responder, no me importa nada pero
la tranquilidad sí, pero no hubiera sido verdad: ¿no fue
aquí donde la Teología floreció, entre goliardos
y estudiosos alemanes, italianos, y españoles, e incluso irlandeses?
Yo no hubiera sufrido en aquella época bárbara, en que
se buscaba destilar el oro y el elixir de la inmortalidad, la sabiduría
alquímica del cosmos. Un escocés que ha descubierto un
planeta invisible hubiera merecido más respeto y comprensión
en aquellos siglos de hierro que en nuestra edad de la Razón.
Por cierto, desde que me instalé no he oído hablar de
otra cosa que de las amantes de Luis XV, las maravillas y encantos de
Versalles, espejo del Mundo; y de las guerras contra nosotros amparadas
en esos horribles Pactos de Familia. Me he visto empujado a disimular
más indiferencia de la que siento por estos asuntos; y, como
suele hacerse, me acomodo a la imagen inocente y un poco simple de sabio,
o sea, de trasterrado, que se han fabricado de mí para tratarme
mejor: salgo apenas de mi cuarto, limpio y modesto, con una ventana
cuadrada abierta a una callecita desierta, y doy largos paseos con el
pretexto de pensar: las manos engarfiadas a la espalda; la peluca, obligada,
descolocada al albur de ramas y cocheros; el reloj relumbrando su cadena
pomposa en el vientre; la espalda curva sobre la luna del empedrado
(llueve desde que llegué, día y noche, con una persistencia
sobrenatural); hasta el Sena, por el puente nuevo, Pont Neuf, desempolvo
mi francés; hasta el Bosque de Bolonia donde se exhibe lo mejor
y lo peor, pavos reales y zorros; celoso de lo único que poseo,
mis impresiones, bajo una pátina de exiliado de las nubes. Ordeno
mis datos y mis notas, Europa, tal vez soy el único ser humano
que posee un planeta, preparo con mimo nuevas observaciones, mientras
engullo sin mirar lo que como ni a mis compañeros, en cualquier
figón cuanto peor mejor, donde el tufo a fritorio y a vómito
y las groserías me echarían para atrás desde el
principio de la calle, si no fuera porque en realidad me importan poco.
Es un mito que en París se coma bien, padres, pero es la ciudad
más feliz que he visto hasta ahora. Si Mazarino supiera que he
venido a robarles un planeta.
No puedo librarme desde que llegué, desde que crucé los
restos desmoronados de murallas que se encabalgan sobre el Sena, entre
castillos y arboledas, de la dispersión de espíritu propia
de los enamorados: mis cinco sentidos se han vuelto literalmente autónomos
desde entonces, y no hay color, ruido, perfume ni superficie que no
me reclame con éxito: desde un pobre caballo que resbaló
arrastrando un carro de verduras, a mi entrada, y que el conductor sacrificó
maldiciendo, golpeándole la cabeza (¡qué grande,
maciza, pesada, noble, digna de un bronce de la Guerra de Troya!),con
un vulgar adoquín; hasta el simple puesto marchito, nauseabundo,
de una florista buscona; o el agua encenagada verde veneciano, casi
sobrenatural; y las mansardas lúgubres de los poetas y las lavanderas;
las estatuas ecuestres de reyes gordos, felizmente olvidados y confundidos,
embutidos a duras penas en feas corazas, entre castaños desdeñosos,
a merced de niños y palomas incontinentes. ¡Perdonadme
si soy prolijo, yo que he venido a observar, un mero pelele de mis sentidos!
Y acabo: una señora vestida como para pasear por los jardines
del Luxemburgo, gorda y etérea como un interminable minué,
armada con un quitapolvos y un cesto atiborrado de ropa, inclinada peligrosamente
sobre un patio infestado de gatos y perros, (ojo ciego que me ha recordado
por primera vez Londres), un saltimbanqui sobre un tendedero.
Ayer al fin, me decidí a visitar al mejor astrónomo de
Francia. No en la Academia que supongo nido de víboras, sino
en su propia casa, semejante a un hojaldre, en medio un arrabal arbolado
y tranquilo. Era domingo. El criado me hizo esperar en una silla incomodísima,
rodeado de espejos y relojes y cuadros incomprensibles, mientras Monsieur
Dupresnay se desayunaba interminablemente en algún cuartito recóndito
ante el muro cerrado de algún jardincillo, halagado y molesto
por tener que disimular con malos modos su alegría. Al fin me
hizo pasar y fue hasta mí rodeando su macizo escritorio, la mano
tendida, con una fría cortesía desdeñosa, propia
de quien flota en los Empíreos. No recordaba mi nombre, recogió
mis cartapacios y me despidió pronto prometiendo estudiarlos,
¡en qué cajón o desván habrán acabado
como golosina de los ratones! Todas mis ulteriores tentativas de entrevistarme
con él se han estrellado con misteriosos viajes por Polonia,
por Rusia, por la luna. El resto de eminencias ha cerrado filas con
Dupresnay, como era previsible.
Querida madre: ayer, en otro ayer, miraba las estrellas calculando las
dimensiones y la trayectoria de Europa por enésima vez (que aquí
se percibe mejor ciertas noches claras), cuando presentí a alguien
a mis espaldas. Una criadita risueña, menuda como un maniquí,
escapó riendo escaleras abajo. Pero al cabo volvió, ha
vuelto cada noche, con una bandeja de galletas y té (¡té
a las doce de la noche!), y al fin, se ha quedado. Se llama Paulete.
Ya planeaba irme a Alemania. ¿Pero no es igual el mundo en todas
partes?
No vine a París a por amor, ni siquiera diversión. Uno
encuentra lo que no busca y resulta que es lo que necesitaba, o había
perdido. Yo os he perdido a vosotros, mi país, mi mundo, y he
encontrado a Paulette. ¡No estoy comparando nada! Lo único
que permanece es mi necesidad. Y, en todo caso (es como si necesitara
justificarme, por algún temor futuro que me acechara), no os
he cambiado por nada. Sólo el Destino.
Paulette es de Alsacia, de las montañas. ¿La ha hecho
París, donde sirve desde su niñez, frágil, menuda,
delicada pero rápida y dura? Me he enamorado en primer lugar
de sus pasitos rápidos, de pájaro, de gorrión;
luego la he visto, la he descubierto, el amor es un descubrimiento inesperado,
repentino: su cara pequeña, sus ojos redondos, negros, y el pelo
recogido en una cofia que, al desplegarse, semeja trigo, me recuerda
el centeno de mi Inglaterra. ¡No penséis que la he tomado
como concubina! Si aún no nos casamos es porque antes espero
vuestro conocimiento y aprobación. Ella no sabe de sus padres
desde que llegó a París, con una tía vieja que
ya ha muerto, a la que visita a veces en el cementerio (llena de orgullo
porque está enterrada a cincuenta pasos exactos ¡los ha
contado! de Rabelais). Así que nos une también la soledad
de los trasterrados.
Paulette no entiende nada de planetas ni de Física, pero me anima
y se burla conmigo, balanceando los pies en un embarcadero o un puente
sobre el Sena, mordisqueando una brizna de trigo loco entre los dientes
minúsculos, perfectos, de los profesores, académicos y
sabios de Francia y de Europa, que corren empolvados, gotosos o escuálidos,
detrás de las princesas, con sus caras de coliflor y sus esperanzas
puestas en una cátedra en París o al menos, en Lovaina.
¡No ha cambiado nada desde la Edad Media!
Ayer fuimos a Versalles. Un guardia imponente nos cerró el paso
a los jardines porque estaban preparando fuegos a artificiales para
esa noche. Pasó una carroza de ensueño con la flor de
lis estampada en la portezuela, herméticamente cerrada. Los parterres
de rosas y aciano perfuman el aire encantado por el rumor de las fuentes,
que, por cierto, he visto pintado en el Palacio del Luxemburgo por un
tal Watteau. ¡También el arte le interesa ahora!, pensaréis.
¿Pero qué no es arte aquí? Lo que más me
ha indignado, entristecido, es que esta noche el cielo estará
manchado, emborronado de pólvora, para diversión de esos
ociosos que jamás cejan en su cháchara, y que se embelesarán
con esos otros jardines, espejismos, y no podremos ver Europa. Paulette
se sienta junto a mí en la ventana amansardada de la buhardilla
por la que he cambiado hace días mi antigua habitación,
y que además de salirme más barata (¡como si nos
importaran a estas alturas un ratón o una escalera más
o menos!), nos sitúa de golpe sobre los tejados, ante una página
inédita del firmamento de París. Mientras yo hago mis
cálculos, compruebo la trayectoria y la distancia que ha seguido
Europa las últimas veinticuatro horas, Paulette permanece en
reverente (hilarante) silencio, se levanta y vuelve a sentarse, trajina
a mis espaldas procurando no hacer ruido, vuelve junto a mí con
pasos de gato, con una felicidad contenida tal que es imposible ignorarla,
como las salvas de cañonazos de Versalles. En represalia decidimos
cerrar la ventana cuando lanzaron aquel castillo de artificios y, riéndonos
de nuestra travesura, nos tapamos los oídos persiguiéndonos
como dos granujas callejeros.
Padres, ya habréis leído entre líneas que tanta
dicha no puede existir sin una hebra negra: el dinero comenzó
a acabárseme poco después de conocer a Paulette. Para
mí (y ella no lo entiende, ¡ella que jamás ha dudado
de la existencia de mi planeta invisible!), el dinero es tiempo: tiempo
imprescindible para pasear y reflexionar sobre mis observaciones; para
dedicar las mañanas a las colecciones de manuscritos e impresos
de ciertos señores de París y alrededores, que aún
me abren sus puertas (¿Por qué son diletantes y quisieran
ser mecenas a destiempo?); y las tardes, que aquí se alargan
lo indecible a partir de la primavera, enhebradas por las primeras golondrinas,
a rebuscar por los libreros reputados o ambulantes, y en ciertos locales
de difícil denominación, todos los materiales y artilugios
imprescindibles para continuar mis investigaciones; ¡el dinero
es el tiempo de los señores ociosos que se pasan la vida enfundados
en carrozas de caoba con escudos de armas estampados en las puertas,
lámparas en los postillones, cocheros borrachos adormilados sobre
los estrechos pescantes temblequeantes, atravesando jardines que no
ven ni huelen, ensueños, contemplando fuegos artificiales, y
asistiendo a bailes y conciertos, sin aportar una brizna de belleza
o saber a la humanidad que les regala, de la que toman por fuerza o
consentimiento, todo lo que no necesitan! ¡oh, no creáis
por estas palabras exaltadas que he abrazado las ideas subversivas que
empiezan a cundir aquí, los nombres nuevos que fulguran en las
tertulias de los cafés, de Montesquieu, Voltaire y últimamente
un tal Rousseau, el peor de todos, no me interesa la política,
estoy convencido de que el orden del mundo está condenado, corrompido,
y la Naturaleza es una vasta cárcel, una cámara fría,
oscura y desolada! Pero la amenaza de tener que venderme como un esclavo,
aunque sea para dar clases (¡clases de inglés, de historia,
de aritmética, a niños impertinentes emperifollados como
jueces, o barrer descansillos o plazas, o afinar clavicordios, o tocar
el violín en bodas y misas de difuntos, o podar rosales y madroños,
es en el fondo lo mismo!). Pienso: ¡adiós Europa, nadie
te va a prestar atención a partir de ahora, el único ser
humano que te estudiaba se ha hecho criado, preceptor, limpia calles
o jardinero o todas las cosas a la vez! Y, con todo, ¿es orgullo,
pero se puede ser algo sin orgullo?, me niego a pediros un céntimo:
¡poseo más que el Rey de Francia, más que cualquier
rey o príncipe de este mundo, más que el Papa, poseo en
exclusiva un planeta, pues sólo yo (y ahora también Paulette,
a su modo), creemos en él! Ahora será abandonado por falta
de dinero, dejado a su suerte flotando en el éter, invisible
para siempre, como se suelta una bolla o se corta una amarra con amargura,
con rencor y con pena!
Paulette me asegura (pero no lo cree) que puede mantenernos un año,
mientras se me reconoce. Seré profesor, quién sabe si
académico. Tal vez debiéramos irnos a Alemania, ¡o
mejor a Suecia! Arranques absurdos de desesperación me arrojan
a los parques donde las niñeras huyen asustadas y los guardias
me miran con recelo ¡pero me importa un bledo toda esa gente!
¡Paulette, cómo viajar sin dinero, sin él somos
troncos plomizos, pedruscos, fantasmas atados al suelo por la gravedad,
anticipos de cadáveres que el viento se niega, con razón,
a acarrear sin objeto de un lado a otro! Por otra parte, la necedad
es la misma en París, Edimburgo, Munich, Cracovia o Estocolmo.
Quien se ha perdido en un punto, en un palmo cualquiera de este mundo,
se ha perdido en todos, para siempre. Además, ¿qué
sería yo si aceptara tu dinero? ¿Qué se es sin
orgullo? Mi Paulette, ahora fingirá que reconoce mis razones,
que cede, y sin que yo me dé cuenta, engrosará mi bolsa
con sus monedas de cobre ganadas soportando groserías y fregando
escaleras mugrientas, ¡y yo tendré que fingir que no lo
veo y no lo sé aunque lo sé de sobra, y que no me asombro
de nada! ¿Pero qué se es sin humildad? Tal vez después
de todo no esté todo perdido aún.
Para consolarme Paulette me ha regalado un gato. Por divertimento (sin
rencor) lo he llamado Rousseau. Me acompaña en mis expediciones
sin objeto. Duerme o finge que duerme, mientras yo miro las estrellas.
¿Qué espero encontrar aún? Padres, ahora sé
que no volveré. La muchedumbre será un día la dueña
(o mejor dicho, vivirá en esa ilusión), pero ese día
aún está lejos. Lo suficiente para mí. ¡Qué
engañoso es todo! Una mañana desperté con una pierna
dormida. A duras penas conseguí ponerme los pantalones y los
zapatos tan absurdos, con esas hebillas cuadradas que se clavan en el
empeine, y brillan como espejos sin objeto. Paulette ya no estaba. Rousseau
dormía y tal vez, soñaba. Al fin, como os digo, conseguí
arrastrarme a la puerta y bajé las escaleras, casi colgándome
de la barandilla,
qué empinadas, qué retorcidas, qué interminables,
hasta la calle. Era la misma calle que cruzo, que emprendo todos los
días, pero ahora de pronto se había convertido en una
avenida interminable, más larga que la que recorrería
de París a Bruselas la posta del Correo. Al cabo de una hora
larga alcancé al fin, tras mucho detenerme, avergonzado como
un tullido que usurpa un hueco en el mundo que ya no le corresponde,
el figón donde suelo desayunar; y cuando ya me faltaban pocos
metros para llegar, veía la puerta basta, grotesca, con su cartelón
para analfabetos, a una distancia inconmensurable, como la tortuga de
Zenón, sentí entre mis piernas el cosquilleo infantil
y burlón de Rousseau. Me senté, rendido, y el gato se
encaramó en mis muslos como un escalofrío. Entonces experimenté
por primera vez el miedo a la inmovilidad de la muerte (otros la temen
por el frío, la soledad, la oscuridad, pero todas esas cosas
ya las tenemos aquí y nos son tan familiares, por más
que las neguemos, en cambio podemos movernos o hacernos la ilusión
de que estamos vivos, es decir, que vamos de un sitio a otro). Me entretengo
en describiros prolijamente este episodio pasajero, a las pocas horas
recobré completamente el movimiento de la pierna, por esta razón:
a raíz de él se me ocurrió que mi planeta invisible
se estaba acercando a nosotros y que iba a estrellarse inexorablemente
contra nuestro mundo, con la misma naturalidad, fatigosamente, como
yo había empujado la puerta de la taberna; tal vez, conjeturé
aquellos días, cuando irrumpa en nuestra atmósfera se
haga visible por un instante, (he calculado que su tamaño es
aproximadamente dos veces el nuestro); tal vez el calor de nuestra atmósfera,
tras la vastedad helada lo haga reverberar un instante, como un fósforo
en el momento definitivo de encenderse o apagarse. Suponiendo entonces
que su mera proximidad no nos haya aniquilado ya, alguien verá
por última vez un extraño punto negro reverberar en el
cielo, surgido de la nada, como el sueño de un loco, de un obrero
de delirios y alucinaciones.
Me he abstenido de confesarle a Paulette mis temores, que ya son casi
una certidumbre. Cada noche ahora, al calcular su diámetro y
su distancia, compruebo que es más grande que la víspera,
apenas unas milésimas de milímetro; que crece y no gira
ya alrededor del sol ni en la órbita de ninguna otra estrella,
sino que sigue una trayectoria rectilínea, se dirige directamente
hacia nosotros, tal vez desde el comienzo del mundo, desde el otro extremo
del Cosmos; hasta tal punto estoy convencido de ello, que he dejado
de tomar notas y de rebuscar, de hacer cálculos y anotaciones
fatigosas, de escudriñar en libros y manuscritos felizmente olvidados:
lo inevitable ha vuelto repentinamente absurdo y superfluo todo saber;
el juego de un niño, el ir y venir de Rousseau, el balanceo de
un árbol en un ventarrón, el estrépito de un cacharro,
la voz destemplada de un borracho, el grito de una verdulera, el fogonazo
de un carruaje en el adoquinado, ¿qué es el mundo?
Ahora me paso el día tumbado. He colocado mi cama bajo la ventana,
justo en el ángulo donde cada noche aparece Europa, y me paso
el día tendido, inerte, perdido en pensamientos vacíos,
ejercitando mis sentidos y mi atención para la Nada.
Padres, ya no nos veremos: quizás los enciclopedistas tengan
razón y Dios, el de las brumas de nuestra infancia, no sea más
que un pobre relojero desbordado por la complejidad de su artefacto,
diabólico.
Mi único consuelo ahora (Europa ha multiplicado su tamaño
por diez desde que empecé esta carta), es la despreocupación
de Rousseau, su inconsciente felicidad, su alegría de vivir;
la indiferencia divina con que vuelve de los tejados, se encarama al
alféizar y salta sobre el suelo disparejo, como si fuera el primero
y el último gato del mundo; su hambre voraz, inmemorial. ¡Pobre
Paulette!
Últimamente se oyen canciones extrañas. Corren rumores.
Los panaderos y los aristócratas huyen o se esconden en los sótanos.
Los sabios, por supuesto, han sido los más sorprendidos. Ayer
encontré una hebra blanca en mi barba y quemé todos mis
papeles menos esta carta. Le di un beso a Paulette en la frente y me
volví contra la pared. ¿Estás enfermo? No te preocupes.
He acariciado a Rousseau donde más le gusta, entre las orejas,
y por primera vez, he dudado de mí mismo.
En la calle resuenan los acordes de la Marsellesa.
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DATOS DEL AUTOR:
Carlos Almira Picazo nació
en Castellón, España, hace 42 años. Se doctoró
en Historia por la Universidad de Granada. Y se dedicó sobre
todo, a vivir de sus clases y a escribir: ensayos, novelas, cuentos
y poesía.
Hasta la fecha ha publicado: en papel, un ensayo sobre la Dictadura
del general Franco (editorial Comares, Granada, 1997); una novela heterodoxa
sobre la vida y muerte Jesús de Nazaret (editorial Entrelíneas,
Madrid 2005); y en internet, una novela sobre el posible futuro de un
país de América latina, imaginario, (revista Prometheus
mdq, nº 22 abril de 2007). En la actualidad trabaja en una colección
de cuentos y en una novela histórica sobre la antigua Roma.