Hace
ya treinta minutos que Italia bajó al minisúper y aún
no ha vuelto. Fue a comprar condones mientras yo la esperaba en el auto.
El auto es un obsequio de su padre. El padre de Italia es millonario
y le regala uno cada quince días. Bueno, es un decir.
Hace años, cuando su padre abandonó a su madre, Italia
se perforó la nariz y echando a la calle su guardarropa (que
parecía un arcoiris), pasó a vestir invariablemente de
negro. Eso sí, le cae de madres que liguen su nuevo estilo con
el divorcio de sus pútridos progenitores.
Aquí viene. Ha comprado también una botella de ron.
Me sonríe y saca la lengua. Es guapa.
En su casa (un mamotreto de cinco pisos) Italia dispone de un acceso
especial, secreto, para que nadie, ni la servidumbre y mucho menos su
madre, vigilen a qué hora llega.
Su habitación.
Ya desnuda, me pregunta si no extraño a Raimundo.
-Me parece repugnante hacer esa clase de entrevistas, cuando estamos
al borde de coger –digo, mientras le acaricio una pierna.
-Qué aburrido- gruñe.
Después de mucho sexo y mucho ron, a Italia se le antoja ir al
cine. Hay una muestra de películas checas. La idea me desagrada
en alto grado, pero accedo. Tendría que decir que Italia y yo
no somos novios. Nos conocimos en una orgía de homosexuales,
lo cual habla pestes de nosotros.
En el trayecto al cine (Italia conduce peor que un borracho) me pregunta
intrigada cómo puedo acostarme con ella si soy homosexual.
-Tienes voz de hombre.
Se
avienta a reír. Intencionalmente ignora un semáforo y
casi atropella a un señor.
-Estorbo- dice, masticando las palabras. Luego aporrea el claxon como
si buscara pulverizar el volante. Se carcajea. Me asusta.
Italia se vive la mayor parte del día en planos de consciencia
que ella denomina “superiores”. Es una rara avis que jamás
podrá resignarse a vivir en este mundo de imbéciles, o
eso quiere pensar.
En el vestíbulo del cine organiza uno de sus tradicionales escándalos.
Exige que le vendan palomitas.
-Quiero un paquete para dos y los refrescos más grandes que tenga.
-Perdón, aquí no vendemos refrescos ni golosinas. Es un
cine de Arte.
Detrás nuestro, una desesperada hilera de individuos aguarda
por entrar a ver la peli. Tras varios minutos de asedio por parte de
Italia, quien no cesa de acribillarlo con demandas insufribles, el pobre
muchacho de los boletos desfallece por soltarse a gritos. En eso aparece
el supervisor.
-¿Qué pasa aquí?
-Este señor, muy fino, que se niega a venderme un refresco.
El supervisor, petrificando el semblante, declara:
-Esto no es cafetería.
-Deberían dar cuando menos agua, para tragarse este ladrillo
de película, señor.
-¡Nadie la obliga…!- refuta el honorable funcionario, emocionándose,
pero ya Italia me acarrea del brazo al interior del auditorio.
Sobra decir que durante la proyección estuvo chocantísima.
Criticaba en voz alta los encuadres y corregía los diálogos,
insultando al guionista y al director, como si los tuviera enfrente.
En repetidas ocasiones los vigilantes se presentaron para amonestarla.
-Es que este churro deprime- se justificaba, jurando tranquilizarse,
pero no bien los paladines del orden se marchaban, Italia reemprendía
su labor de lanzar improperios. El resto de los espectadores (en su
mayor parte inefables vejetes y raros sujetos con facha de beatniks)
protestaban a través de murmullos, estornudos fingidos, y de
removerse en el asiento. Nadie fue capaz de levantarse y callarle la
boca.
La película, como Italia decía, era deprimente, pero en
el buen sentido.
Desde
el primer minuto consiguió inyectarme una tremenda nostalgia;
una revoltura de tristeza y aburrimiento. Contaba la historia de una
niña que se moría de ganas por tener un globo. Un globo
blanco, que en la película es como decir El Cielo, o El Paraíso;
por ahí más o menos iba la metáfora. El asunto
es que la niña, ¡ay, cariño!, tiene un pérfido
padre que es más pobre que un discurso político; apenas
les alcanza para comer y no hay para globos. Sin embargo, tras esfuerzos
casi inverosímiles y más bien ridículos, papi logra
hacerse con el globo y la niña es feliz durante metros y metros
de cinta. Cuando el famoso globo, fiel a su destino, revienta cual sapo,
uno cree, uno está plenamente convencido de que a continuación
vendrá una escena lacrimógena, o por lo menos reflexiva,
es decir, la cúspide del argumento. Nada. La vida en la película
prosigue con absoluta normalidad. Resulta devastador. Uno se queda vestido
y alborotado con sus propias emociones: un vacío irresoluble
a mitad del pecho. Más tarde, cuando la niña pasa de nuevo
junto a un globo, sin inmutarse, uno entiende que su alma acaba de morir.
En ningún momento Italia paró de proferir ofensas y un
trío de guardias, empuñando sus macanas, nos rogó
abandonar el recinto.
Italia hundió sus dedos en mi pelo y dijo:
-Estoy asqueada, ¿nos vamos?
Salimos muy dignos, cual pareja real abandonando su palacio.
Fuimos a un bar. Italia eligió una mesa en el segundo piso. Al
poco rato entró Raimundo. Iba con alguien, no nos vieron. Ocuparon
un sitio apartado del nuestro, mas no lo suficiente para no observar
que, tras unas cuantas palabras, comenzaron a besarse. El piso tambaleó
bajo mis pies, intenté incorporarme, la voz de Italia me detuvo.
-Se ve que aún lo amas –dijo con sarcasmo- Qué chistoso.
Verlo con otro ha de ponerte como hoguera, como pira funeraria, ¿no?
Explotó en risas. Eres una hija de la chingada, le dije. La frase,
increíblemente, la ofendió. Permanecimos largo rato en
mortecino silencio; qué extraño, fue un silencio que nunca
se había dado entre nosotros. Italia, he de suponer, había
entrado en una de sus conocidas fases de consciencia superior. Con sádica
lentitud se había puesto a destrozar una servilleta.
El mesero arribó y se apostó junto a nosotros. No recuerdo
dónde estaba Raimundo en ese momento, no lo vi en el mismo lugar;
tal vez, de pronto, se había ido; tal vez quienes se habían
marchado éramos nosotros, Italia y yo, y ni siquiera nos habíamos
dado cuenta. Ordené sin meditar.
Italia, en cambio, revisó la carta con suprema atención.
Parecía que le buscaba las erratas. Por fin desistió,
quedándose así, atontada, sin decir ni pío.
El mesero se mostró apurado.
-¿Va a ordenar?
-Sí –respondió Italia con voz temerosa:- un globo
blanco, por favor.
__________________________
DATOS DEL AUTOR:
Javier
Dzul.- Colaborador de la Revista Literaria Independiente, La Grieta,
avecindada en Tabasco desde el 2006; y de la revista de la Sociedad
de Escritores Tabasqueños Letra Voz, en su último
número.
Becario
del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tabasco (FECAT), durante
2005.
Premio
Estatal de Cuento (Feria Tabasco), en 2005.
Actual
becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), en la
categoría de cuento.