La
iglesia, en su función de institución terrenal, sujeta
a férreos código éticos y morales, siempre ha marcado
la pauta en eso de aplicar castigo al cuerpo para penalizar los desvíos
del espíritu. Para comprobar semejante aseveración sólo
es necesario hojear en el libro de la historia y rastrear, a lo largo
de toda la Europa medieval, los tristemente célebres juicios
y procesos para localizar brujas, realizados por la Santa Inquisición,
especie de organismo policial encargado de infundir terror y aplicar
escarmientos a quienes se desviaban de los preceptos religiosos. De
igual manera la iglesia estuvo siempre a la vanguardia en eso de la
burocracia, la corrupción y la censura. Sin mencionar sus trámites,
algo viscosos, y no siempre santos, para frenar cualquier avance en
el campo científico. Sólo hace algunos años la
iglesia ha reconocido de forma pública la injusticia cometida
durante el proceso, de hostigamiento y constricción, desatado,
de manera implacable, contra Galileo Galilei, hombre de ciencia que
se atrevió a ratificar que la tierra no era el centro del universo
y que sencillamente se movía.
A
pesar de todos los garrafales errores de sangre y persecución
cometidos por la iglesia esta ha tenido la virtud de sobreponerse y
de renacer, en este milenio que termina, como un ave fénix. Todavía
hoy es poco tolerante y aferrada a ciertos dogmas prosigue tan ceñuda
y peligrosa como antaño. Por ejemplo el aborto es un pecado que
no tiene discusión de ningún tipo. Hace poco un cura en
uno de nuestros pueblos ha sido excomulgados. El presidente Hugo Chavez
no podrá visitar al Sumo Pontífice en Roma porque es divorciado.
La
iglesia, en la antigüedad, además de perseguir herejes se
dedicó con cierta impecable eficacia a la censura. Obras de arte
y libros no han escapado al ojo censor de la iglesia.
Para
la iglesia los libros que atentaban contra sus creencias eran arrojados
a la hoguera, o eran seleccionados para formar parte del INDEX LIBRORUM
PROHIBITORUM. El índice que poseo, del año 1940, llegó
a mis manos a través de mi profesor de bachillerato Humberto
González. Me obsequio el Índice a sabiendas de interés
por esos libros tachados como prohibidos. Al saber que un libro estaba
señalado por la censura entonces más me interesaba. Savater
ha escrito: ‘Por razones eclesiales se prohibían los libros
críticos contra la religión cristiana y sobre todo con
la Iglesia católica, así como las obras licenciosas (¡qué
paradoja semántica, prohibir la licencia!) El Índice de
libros prohibidos, residuo del Santo Oficio, continuaba tan vigente
como la Bula de la Santa Cruzada: cuando yo cursé la carrera
de filosofía en la entonces llamada Universidad Central y hoy
la Universidad Complutense de Madrid (en la segunda mitad de los años
sesenta), (…) La censura nos vedaba el acceso a muchos libros,
pero también servía para revelarnos a contrario con sus
interdictos los autores más dignos de ser buscados…' En
mis años de estudiante el regalo de mi profesor me sirvió
de guía para leer a ciertos autores colocados en la lista negra
por conservadurismo religioso más rancio. El Índice me
ayudó a sistematizar mis lecturas prohibidas.
En
el prefacio del Índice, escrito por el cardenal Merry del Val,
puede leerse algunas justificaciones sobre el porque de la existencia
de un compendio de libros prohibidos. En un aparte del hay un argumento
bastante singular: ‘No se diga que la condena del libro nocivo
es una violación de la libertad, guerra a luz del verbo y que
el Índice del libro prohibido es un atentando al progreso de
la literatura y de la ciencia’. Más bien, según
palabras del cardenal Merry, el Índice, busca ahogar la difusión
de esos libros que difunden errores doctrinales, siempre perniciosos
para la delectación sana de la religión. Además,
la lectura de ciertos libros puede conducir a la perdición del
alma. Por ese motivo no es legítima la difusión de libros
contrarios a la religión y a las buenas costumbres.
El
libro como corruptor de conciencia es el argumento que la iglesia arguye
para ejercer la censura en cierto tipo de literatura. Los libros siempre
han tenido enemigos de cuidado. Hoy día, a pesar de que se ha
rasgado bastante el velo religioso que envolvía aspectos de nuestra
vida cotidiana, los mitos en torno a lo perjudicial que pueden ser los
libros no cesan. Recientemente un canal juvenil de televisión
acusaba a los libros de ser responsable de la destrucción masiva
por armas nucleares y otras barbaridades por el estilo.
Entre
los libros y autores que hallamos en el Índice tenemos:
Descartes
Renatus con ocho obras. Voltaire y su Dictionnaire Philosophique portatif.
Denis Diderot con dos obras, también encontramos a Alexandre
Dumas, padre e hijo. Así mismo encontramos a Víctor Hugo,
Flaubert, Saint Beuve, Balzac, Savonarola, Spinoza y su Tractatus theologico-politicus.
El Índice tiene 507 páginas y abarca más de trescientos
autores y como quinientas obras.
Hojear
el Índice me recuerda la frase de otro gran censor del siglo
de las luces llamado Malesherbes: ‘un hombre que hubiese leído
únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del
gobierno estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos’.
Si nos abstenemos de leer los libros citados en el Índice de
seguro que los retrasos de varios siglos hubiesen sido irrecuperables.
La lección de todo esto es que la censura en cualquier contexto
que se instaure, como un recurso para preservar las buenas costumbres,
es una soberana idiotez. La expresión y el debate abierto son
las mejores armas para combatir el pequeño censor que cada cual
tiene escondido muy adentro. Incluso los demócratas más
vociferantes a veces pierden la compostura y creen que la censura es
el método más efectivo para preservar sus logros democráticos.
La tolerancia es un logro cultural difícil de alcanzar, a causa
de la intolerancia se desatan las guerras. Hay que ser tolerantes hasta
con los censores, los cuales todavía andan a la caza de brujas,
de libros impíos y de autores llenos de desviaciones políticas,
eróticas y religiosas. Por eso uno prefiere a cien herejes equivocados,
que a un censor convencido de su alta misión por el bien de la
humanidad.