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Los intelectuales en el teatro
Enrique Olmos de Ita
19/03/2008



Para nadie es un secreto la separación entre el medio intelectual y el teatro. No es nuevo. La actividad escénica y los grupos de tradición pensante no han sido – a través de la cultura occidental – precisamente muy unidos. Hay, como en todos los casos, una relación de amor y odio que cambia según el reino – o nación – y la época; y desde luego, las excepciones que confirman la regla.

Por otro lado, gran parte de la intelectualidad proviene de las letras. Casi hasta el siglo XIX (ese tiempo convulso de guerras llamado el de la ‘emancipación de los pueblos’), también fue la consumación de la soberanía de cierta clase pensante del gremio puramente literario, herencia sin duda del auge del pensamiento ilustrado que diversificó la idea del ‘pensador’.

El científico, en principio, ganó notoriedad, igualmente otras áreas, como las sociales y económicas. El poder intelectual, que había descansado en la burguesía literaria, de abogados y a veces filósofos, dejó entrar definitivamente a sus colegas químicos, biólogos, médicos, psicólogos y algunos artistas al concierto de pensar el mundo y las sociedades, aunque muchos de ellos ni siquiera se denominaran con estos epítetos tan estilizados.

Pero no actores, ni decoradores o directores de escena –cuyo concepto era aún embrionario– entraron al convivio intelectual en los claustros universitarios, o como parte de la opinión pública calificada en periódicos o revistas, puesto que sólo algunos dramaturgos (escritores al fin de cuentas) podían opinar sobre los temas públicos, es decir, tener una vida intelectual.

Paulatinamente, el dramaturgo pasó de ser un escritor a un animal de teatro. Quizá con excepción de la Rusia zarista y sus epígonos soviéticos el autor de teatro dejó su lugar en la corte de las musas y bajó a los arrabales de la vida. El tránsito fue doloroso y más de las veces confuso, pero necesario, el teatro tiene una responsabilidad con el público; cabalga al mismo tiempo entre el entretenimiento y la sensibilidad estética, entre la venta de boletos e ideas.

En lengua castellana, una buena parte del teatro escrito durante el comienzo de la segunda mitad del siglo XX lo atestigua. Exceso de personajes, didascalias inverosímiles, tramas largas y barrocas. En general un desprecio por el espacio teatral y una predilección por la cultura literaria, es decir, por el libro, por tanto, la preeminencia del lector por encima del espectador. Esta generación fue última que escribió teatro siendo escritores.

Los intelectuales han subestimado tanto al espectador como al manifestante en la plaza pública. El pensamiento se ofrece en la intimidad de la sala de lectura, en las conversaciones de cafés y bares, o en las líneas de periódicos, revistas y actualmente de blogs o publicaciones electrónicas. Para el intelectual latinoamericano, el espectáculo público es una vulgar enajenación propia de las tradiciones religiosas. El intelectual sale a la calle y se ofrece al mundo para comprar el periódico o presentar su último libro (o el del colega, por su puesto).

Hay un síndrome de intelectuales afectos al cine. Saben mucho de la pantalla grande y disertan sobre ella, pero ignoran al teatro sin pudor. Tengo la impresión de que, aprovechando las ventajas de la vida moderna, ven sus películas en la comodidad de sus habitaciones o acuden a las salas de cine en la premier o estrenos (para salir en la foto, desde luego). Sucede también con los intelectuales melómanos. Hablan de música y compran las últimas novedades sonoras, pero no acuden a recitales.

En México, y quizá en otras partes de la lengua castellana, el intelectual escribió teatro, o quiso hacerlo. Ejemplos sobran, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Jorge Cuesta (según Miguel Capistrán), Octavio Paz y hasta Carlos Fuentes. Recientemente Juan Villoro. Sin mucho éxito en la escena y con una lejanía absoluta de los fenómenos teatrales. La excepción, en México, siempre será Hugo Hiriart y de otro modo Vicente Leñero.

José Vasconcelos   Alfonso Reyes   Octavio Paz   Carlos Fuentes

Desafortunadamente, el exilio español no acuñó un teatro tan prodigioso como en otras áreas de la literatura, especialmente en la poesía y el ensayo. Posiblemente en ese momento hacer teatro y consolidar un grupo era más complicado que escribir un buen poema o escudriñar en las ideas humanas. Una legión de españoles dramaturgos en el exilio, con una fuerte presencia, habría cambiado radicalmente el momento actual del teatro en Hispanoamérica.

Vicente Leñero  Hugo Hiriart  Mario Vargas Llosa  Julio cortázar

De los integrantes del boom latinoamericano, algunos probaron las mieles de las tablas (Vargas Llosa y Cortázar, por ejemplo) y su agridulce resultado los alejó. Ninguno destacó especialmente en este género.

Así, la intelectualidad se refugió en sus asuntos, en sus cofradías, peleas, en sus argumentos e ideologías, y el teatro, o ese grupo de personas que realizan profesionalmente arte escénico, creó su colección de pensadores, reducido y formado principalmente por dramaturgos y críticos, aunque con una fuerte presencia de directores, cada vez ganando más terreno. Quizá sin saberlo, inauguraban la intelectualidad propia del quehacer teatral.

En Hispanoamérica, los intelectuales del teatro han cimentado sus propios hábitos y circuitos de promoción y divulgación, aunque pobres y básicamente marginales en comparación con los ‘otros escritores’.

Quizá como en ningún otro género literario, la academia ha contribuido a sumar nombres propios a la intelectualidad teatral. Investigadores y artistas han entrado y salido de las aulas.

Comenzado el siglo XXI, ante el débil pronunciamiento de los narradores y poetas dentro de la dramaturgia, y los escritores para la escena expulsados a su vez del terreno de las ideas o con apariciones esporádicas dentro de la opinión pública, han ido suscribiendo día a día, el divorcio.

Si uno revisa las propagandas literarias locales, marginales, regionales e hispanoamericanas la ausencia del teatro, de la dramaturgia, es pasmosa.

Los suplementos culturales, con un poco de suerte, tienen un crítico de teatro. Pero muchos ignoran no sólo las puestas en escena sino los libros de teatro, estudios, discusiones y tendencias, por no hablar de los actores, escenográfos e iluminadores. Esta subestimación de la dramaturgia y del teatro en tanto materia viva de una cultura es fundamentalmente hispanoamericana. En otras constelaciones artísticas y geográficas el abismo no es tan evidente. Señalar culpables es ocioso, y quizá inexacto, puesto que es una tendencia que se resiste a morir, habrá que esperar a que los escritores dictaminen la muerte de la dramaturgia en tanto género literario y su definitiva incorporación al campo de las artes escénicas.

Y aunque esta muerte ha sido de sobra profetizada, habrá que esperar también que los dramaturgos acepten su lugar en la jerarquía teatral. Lo interesante será ver cómo evoluciona este encuentro (que lleva años, por otro lado), esta mutación definitiva de escritores teatreros; y finalmente observar si el dramaturgo sabe responder a la tiranía del intelectual más poderoso del teatro actualmente: el director de escena.



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Para saber más



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DATOS DEL AUTOR:


Enrique Olmos de Ita (Llanos de Apan, Hidalgo, México. 1984).- Dramaturgo, narrador y crítico de teatro en Milenio diario. Está publicado en varias antologías de dramaturgia y cuento contemporáneo, entre ellos los trabajos No ganarás (Tierra Adentro-Centro Cultural Helénico), Últimas simientes (Universidad Nacional Autónoma de México) Un curso de milagros (Cd-Rom–Dramaturgos mexicanos) Ciudad catorce (Ficticia) Huelga de bebés y Exaudi quaesmus Dómine (Fonca) y Perla triste (Letras pachuqueñas), además del libro La voz oval (Fondo Editorial Tierra Adentro), que contiene seis piezas teatrales.

Becario FOECAH 2004, beneficiario de PACMYC 2006, becario FONCA Jóvenes Creadores 2005-2006, becario por la Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores, en España 2006-2007, y del Consejo de las Artes y de las Letras de Québec-FONCA 2007, en Montreal, donde actualmente radica.