Fotografías
Sandra Flores
Esa
mañana llené la forma para pedir por correo una muñeca
inflable que tiene un vibrador en el trasero. Salí de casa rumbo
al banco y servicio postal. Afuera acontecía algo extraordinario:
no había luz del día. Atónito abordé la
ruta que me llevaría a las oficinas postales. Dentro del autobús
me senté junto a un niño que portaba en sus manos un reloj
de arena. Lo cuidaba sórdidamente. Al escrutarlo lo escondió
entre sus ropas.
Dentro del extraño ornamento habitaban varias mujeres semidesnudas.
Alzaron su mano y sonrieron para persuadir mi atención. Le pregunté
al niño qué era lo que escondía. Sigiloso intentó
cambiar de lugar; todos los asientos estaban ocupados. Para no incomodarlo
ignoré el saludo de las mujercitas: fijé mis ojos en la
ventana. Automóviles y transeúntes circulaban en plena
oscuridad a las nueve del día.
Más tarde, sin darse cuenta el niño, una pequeña
mujer dejó el reloj para subir a mis manos, hombros y columpiarse
en el lóbulo de mi oreja. Su voz me hizo la invitación
a entrar a su isla. Volví a preguntarle al misterioso niño
qué era ese artefacto. Me respondió con una mirada y la
pequeña se escondió entre mis cabellos.
El crío propuso: Ya que tanto fisgonea, le ofrezco una de las
mujeres que tengo aquí. Son diez. Todas están capacitadas
para darle un servicio profesional. Escoja la que usted quiera antes
de que deje el autobús. No se arrepentirá. ¿Cómo
hizo para encerrarlas?, lo interrumpí. Y la mujercita me jaló
el cabello para susurrar en mi oído: Roba el reloj.
¿Cuánto quiere por él? No puedo, las vendo por
separado. Sólo escoja una. No le hagas caso, siguió la
chica, roba el reloj, no seas tonto, vale más que cualquier cosa.
¿Cuánto quiere por el reloj? ¿Qué no entiende?,
no se lo puedo vender completo, le pierdo al negocio. Dile que todo
o nada y si no coopera quítaselo, es tu oportunidad, sugirió
nuevamente la mujercita. Le doy mi reloj de pulso y lo que cuesta una
muñeca inflable. No, así le dejamos, mejor me bajo aquí,
respondió irritado. Bueno, también le explico cómo
llenar la forma y cómo mandarla por correo para que no batalle
al comprar la muñeca. No me interesa, entienda y deje de molestar.
Niño imbécil, le grité jalándolo del brazo.
Los pasajeros se sorprendieron por mi enojo. Suéltame infeliz,
reparó quitándose mi mano de encima. Déjelo en
paz, viejo aprovechado, pégueme a mí que estoy de su tamaño,
se escuchó al unísono en los asientos traseros. Es mi
hijo, contradije, sé cómo tratarlo, no se metan. De prono
corrió y pidió que se detuviera el camión con un
chiflido. Lo seguí para arrebatarle el reloj pero una anciana
evitó mi marcha atestándome un bolsazo de mandado en la
espalda. Sea buen padre, ¿o suelta a la criatura o me lo sueno?
El vendedor llevó una de sus manos a sus párpados para
tallarlos como si estuviera llorando.
Dejé de escuchar la voz de la pequeña. Pensé que
la había perdido cuando me dieron el bolsazo de mandado. Dio
señales de vida: Quítale el reloj y huimos, yo pido la
bajada. Le clavé el codo en el hocico a la anciana que seguía
golpeándome y la hice a un lado. Los pasajeros le advirtieron
a mi negociante que corriera, que no se dejara alcanzar. Lo jalé
de la camisa, le di un golpe en el abdomen para sofocarlo y luego le
arrebaté el artefacto mientras un par de personas se me acercaban
para impedir mi robo.
Crucé la puerta del autobús frente a la oficina de correos.
Casualmente llegué ahí. Revisé el ornamento; las
habitantes se veían contentas. Eran casi las diez de la mañana
y aún seguía oscura la ciudad. No compré la muñeca
inflable. Deposité a la mujercita en su lugar y tomé nuevamente
un camión que tardó casi una hora, por culpa de un embotellamiento,
llevarme a casa.
Al llegar escruté con fascinación mi nuevo juguete. No
era muy grande ni pesaba demasiado; parecía un termo. Era de
vidrio ahumado y cuando se veía de lejos su color cambiaba a
gris como el metal. De cerca se trasparentaban sus paredes y se podía
descubrir las cabañas en hilera, un lago con palmeras en el centro,
jardines y un bosque húmedo con aves que volaban alrededor. No
había centros comerciales ni oficinas de trabajo ni automóviles.
Tampoco cinemas o lugares nocturnos donde se pudiera encontrar diversión.
Acomodé el artefacto en una mesa de té al lado de mi cama.
Platicó
Armilda, la diminuta mujer, que el niño al que le robé
el ornamento mató a los hombres para usar la isla como un paraíso
sexual y lucrar con ellas. Y ¿cómo le han hecho para sobrevivir
y reproducirse? ¿Qué es eso? Sí, tener hijos. ¿Qué
son los hijos? Yo tampoco lo sé muy bien porque no tengo uno,
pero cuando pasas la mayor parte de tu vida con la persona que amas
hay un mecanismo biológico que te recuerda que debes traer una
persona al mundo que tenga tu sangre, tus genes y que crezca con tus
cuidados. Eso sólo se da cuando conviven hombres y mujeres. Es
una manera de hacer que aumente la suma de la densidad demográfica
con el pretexto de que tu árbol genealógico siga en pie.
Ah, te entiendo. Nosotras tenemos pájaros en la isla que reciben
los cuidados y el cariño de todas y ellos nos hacen compañía.
¿Por qué mejor no entras a conocerlos? Saben cantar bien.
¿Cómo entro? Fácil, dijo mientras trepaba por el
gollete del reloj. Sólo cárgame ciñendo las palmas,
acércame a tus labios y di que quieres empequeñecer repetidas
veces hasta que estés de mi tamaño.
Entré a la isla.
Estaban agradecidas porque las rescaté del niño vendedor.
Prepararon una fiesta de bienvenida. Canté todo el día
junto a las diez chicas que vivían allí. Eric y Bob, dos
aves que me llegaban al ombligo, nos hicieron coro y emularon percusiones
y guitarrazos con su voz. Fraternicé rápido. Armilda era
la más atractiva del lugar. En la isla no existían jerarquías,
pero Armilda era la que orientaba a todas las chicas y tomaba las decisiones
importantes. Por la noche se decidió que viviría con ella,
en su cabaña.
La rutina del primer mes fue agradable.
Al medio día las chicas se bronceaban recostadas en los camastros.
Por la tarde, Bob el ave y yo íbamos de paseo al bosque y bebíamos
algunas cervezas. Recargados en el cristal que dividía la isla
del mundo real entonábamos cantos de libertad y de exiliados
que evidenciaban nuestra embriaguez. Al terminar con las cervezas se
intercambiaban experiencias o historias que nos entristecían.
Bob siempre relataba la misma: estaba enamorado de una de las chicas
de la isla y continuamente soñaba con ella. El ave se sentía
mal porque sus sueños siempre finalizaban cuando estaba por tocarla
o besarla y amanecía con las plumas mojadas. ¿Sabes que
significa eso? Creo que sí, le contestaba.
Yo llegué a contarle lo trivial que era mi vida antes de conocer
a Armilda: encerrado en mi casa, gastando el tiempo frente al televisor,
sin familia, sin amigos, con una dieta alimenticia desagradable. Vendí
mi estufa y refrigerador para comprar un nuevo equipo de video y pagar
el Internet y el sistema de cable por dos años. Armilda es la
primera mujer que toco, le confesé a Bob, y me hace feliz, pero
creo que no todo en la vida es estar haciendo el amor. ¿Por qué
dices eso?, cuestionaba mi acompañante. Aquí tienes lo
que nunca tuviste. Aquí nunca te va a faltar nada. Tienes locas
a todas las chicas. Qué daría yo por estar en tu lugar,
amigo. Lo sé, lo sé, Bob. Pero el mundo de donde vengo
me enseñó que no hay felicidad sin hastío. Cuando
era un hombre solo y no lograba conseguir la felicidad no había
de otra que imaginarla. En esta isla no se deja nada a la imaginación.
No puedes vivir pensando en dos lugares a la vez, recomendó Bob.
Por las noches tomaba un baño en el lago hasta bajar el efecto
de las cervezas y eructaba hasta terminar con los gases. Armilda siempre
me llevaba una toalla y regresábamos a su cabaña para
hacer el amor hasta la fatiga. Por las mañanas Bob y Eric me
despertaban con algunas canciones de su repertorio y un seis de cerveza
para recibir la luz de un nuevo día. Modorro me dirigía
a la mesa y ya tenía el desayuno listo. Después salía
en traje de baño rumbo al lago y charlaba con las otras chicas.
Al recostarme en el camastro bajo una cálida palma de cocos,
ellas cubrían mi cuerpo, por órdenes de Armilda, con aceite
y relajaban mis músculos.
No me causó problemas olvidar las banalidades que te hieren en
la vida. Salí de las presiones, el cansancio, el instinto de
competencia para destacar dentro de un círculo social, las responsabilidades
y las deudas económicas. Pero el aburrimiento llegó rápido.
Comencé a extrañar mi antigua vida por las noches, cuando
terminaba de hacer el amor con Armilda. ¿Qué habrá
sido del smog? ¿Mi ciudad estará más contaminada?
¿Los carros seguirán provocando ruidos que crispan? ¿Las
calles seguirán sucias? ¿Aún trasmitirán
mis programas de televisión favoritos? ¿Mis vecinos seguirán
igual de conflictivos? ¿Los Yankees habrán ganado la serie
mundial?, me preguntaba hasta que Armilda pedía que durmiéramos.
Bob el ave me cansó con su historia sobre Lucilda y las plumas
mojadas. Irritado le expliqué qué es una masturbación.
Sólo imagina. Y Bob duró varios días sin salir
de su casa.
La rutina cambió.
Comencé
a dar los paseos de forma solitaria, a cantar y a embriagarme sin compañía
lejos de las cabañas. Una noche llegué con varias cervezas
de más y le pregunté a Armilda, mientras salía
de bañarse, si era feliz dentro de la isla, si le gustaba su
vida y si no se había hartado de mi cuerpo. Me contestó:
Si lo que quieres es convencerme que salgamos de aquí la respuesta
es no. Tu mundo es estúpido, miserable. Cualquiera que salga
del reloj para irse a tu mundo se hará sistemático y burdo
como las máquinas. ¿Cómo que tienes que experimentar
el hastío para saborear la felicidad? Idioteces, desde que le
dijiste eso al pobre de Bob no ha salido de su casa y Eric no tiene
con quien cantar. Bob es una ave tonta que sólo sabe tomar cerveza,
¿él qué puede saber de la vida? Lo fundamental,
respondió Armilda exasperada, en tu mundo todo es banalidad y
esa vida no es para nosotros.
Estoy aburrido. Extraño el cine, las sopas Maruchan y los súper
mercados. Prometo que si salimos de aquí te haré amar
los malos productos de consumo, los programas televisivos que no suelo
ver y enfrentaremos juntos los documentales de amor que me hacían
sentir una especie rara y solitaria. Nunca has estado solo, aclaró
secándose el cabello y poniéndose el traje de baño.
Estos últimos meses hemos estado juntos. Tú me libraste
de ese vendedor pueril, yo te he hecho feliz hasta donde he podido.
Ya no me corresponde hacerte entrar en razón y que valores lo
que todos te hemos dado. Si ya te aburriste de mi cuerpo puedes acostarte
con cualquiera de las chicas, vivir un tiempo en la cabaña que
quieras, pero no me exijas que abandonemos la isla porque podrías
arrepentirte.
Armilda pidió a las demás chicas que dejaran de hablarme
hasta que le ofreciera disculpas. Renuncié a tomar cerveza, a
dormir en la cabaña y a nadar en el lago. Gastaba el tiempo dando
largas caminatas para siempre acabar en el final del reloj, donde están
las paredes de cristal que marcan el límite entre la fantasía
y lo real. Durante horas observaba los edredones abultados encima de
mi cama, la ropa tirada, los anaqueles llenos de hojas de máquina,
los libros abiertos, los cajones del buró despostillados y mi
escritorio barnizado por una capa de hollín. Llegué a
trazar en el cristal circulitos o escribía la M de MacDondalnd’s.
La abulia me hacía llorar y terminaba golpeando las paredes creyendo
en que podían ser derribadas.
Armilda intentó darle un rumbo distinto a nuestra relación,
pero ya no podía asombrarme. Era tan pequeña cuando la
conocí; cabía como una patata frita en la palma de mi
mano, éramos distintos, que por esos momentos me pareció
usual que estuviéramos de la misma estatura. Propuso volver al
principio: Fingimos que acabas de entrar a la isla y que no conoces
a nadie y te recibimos con una fiesta que dure dos semanas, después
viajamos solo tú y yo en bote por el lago y acampamos en una
de las orillas de la isla. Volverás a ser feliz.
Seguimos la recomendación de Armilda. Bob volvió en sí
para cantar en la fiesta junto a Eric. Hubo cerveza, playeras mojadas
y nos hicimos pasar por spring breakers. Las mujeres ampliaron las cabañas
y construyeron el bote. A los dos días frente al timón
Armilda y yo discutimos. Yo quería viajar hacia el norte para
instalar el campamento frente a una ventana de mi habitación
que daba a las calles. Ella prefería el sur, donde no había
ventana ni objetos que me conectaran con mi mundo. Si tú vas
a mandar en todo el viaje mejor hazlo sola. Entonces bájate de
mi bote y regrésate nadando a las cabañas. Por último
terminamos acampando en el oeste, una parte desértica y aburrida.
Sufrimos otro pleito. Se me ocurrió decirle a Armilda, antes
de hacer el amor dentro de la casa de campaña, que estaba algo
subida de peso y que era un poco cansado cuando lo hacíamos ella
arriba de mí. Si estuviéramos en mi mundo ya te hubiera
comprado el manual de Pilates para que recuperes tu cuerpo de vedette.
Si no te agrado como estoy mejor ten relaciones contigo mismo, respondió
enfurecida para irse a dormir al bote. Por la mañana levantamos
el campamento y regresamos a las cabañas.
Armilda llegó provocando una hecatombe. Todos se dieron cuenta
que venía disgustada por el viaje y no querían acercársele.
Convocó a las chicas a una junta que duró más de
una hora. No aceptaron que entrara. Caminé a la orilla del lago
para matar el tiempo. Bob se acercó preguntando cómo nos
había ido en nuestra aventura de amor. Creo que hemos terminado
Armilda y yo. Tus razones se respetan, buen amigo, pero Armilda es una
mujer especial, espero y no te arrepientas nunca de lo que está
sucediendo, dijo el ave acomodando su ala en mi espalda.
Acabó la reunión. No supe qué negociaron. Las chicas
formaron un círculo en el centro junto a las cabañas.
Algunas me vieron con reticencia y murmuraron mientras se tomaban de
la mano: A ver si ahora deja de quejarse. Sólo falta que no valoré
lo que vamos hacer por él. Dieron vueltas y vueltas en círculo
y comenzaron una canción de despedida que las hizo llorar mientras
repetían el estribillo: La isla que somos todas y en ella estaremos
todas. De pronto se unieron las diez mujeres en una sola. Formaron una
Armilda gigante que en pocos segundos salió del reloj estirando
su cuerpo.
En mi habitación había libros tirados, entre ellos el
catálogo fotográfico de Man Ray, un álbum con las
pinturas de Eduard Hopper. Había también varias revistas
para caballeros y otras que resolvían preguntas sobre la sexualidad.
Armilda pasó la mitad del día revisando ese material.
En ocasiones se acercaba al reloj para decir: Así que éste
es tu mundo, no se ve tan mal. Dio vueltas por las habitaciones para
encontrar algún entretenimiento, hurgó en mis cosas personales
y se midió mi ropa. Recomendé que escuchara mi colección
discográfica de rock pesado, que revisara los anaqueles donde
tenía algunas postales de varios países y que encendiera
mi computadora para que navegara en Internet. Duró toda la madrugada
y parte de la mañana conectada al Messenger. Al principió
le costó trabajo sostener la conversación con otros usuarios
porque no sabía teclear con agilidad y manejar el dispositivo
manual.
Durmió.
Al despertar tomó reloj y preguntó: ¿Tienes algo
de comida? Debajo de mi cama hay una bolsa de palomitas a la mitad.
¿Recuerdas qué me ibas a recomendar para bajar de peso?,
preguntó degustando los granos de maíz. Sí, enciende
el televisor, le expliqué cómo se utilizaba el control
remoto, cuáles eran los canales que enseñan las técnicas
de ejercicio para bajar de peso y qué canales veía yo
cuando estaba fastidiado. Duró largos días frente al televisor
siguiendo la rutina gimnástica ordenada por una instructora.
Cuando se aburría cambiaba hasta encontrar una mejor programación.
Aprendió rápido. La última noche que estuvo con
nosotros se burló tanto que el estómago comenzó
a dolerle gracias a un programa conducido por un inglés que mostraba
a los televidentes las costumbres sexuales de cada país. Si quieres
conocer el mundo sin gastar dinero y sin salir de casa, recomendaba
el hombre del programa, dura frente al televisor diez horas diarias.
Bob y Eric murieron de tristeza. La ausencia de las mujeres acabó
con ellos. Duraron varios días trepados en sus respectivos árboles
como estatuillas, hasta que un día se desplomaron. Al impactarse
contra el suelo sus cuerpos provocaron un ruido amargo. Los enterré
junto a las cabañas. Al arrastrar la última paletada de
tierra hacia su tumba la isla comenzó a destruirse: los árboles
cayeron en pedazos lentamente, el lago se abrió a la mitad y
todo se vino abajo como si el ornamento estuviera sufriendo un temblor.
Escúchame, Armilda, grité mientras esquivaba a los árboles
que se desprendían de su base, sácame de aquí,
moriré si no lo haces. La chica estaba boquiabierta con las novedades
televisivas. Clavó una mirada apática en el ornamento,
lo alejó de la mesa de té en la que se encontraba. Se
levantó del sillón sin deshacerse del reloj y se dirigió
al baño. Armilda, no me dejes aquí, en este lugar. Haré
lo que sea porque seamos felices, lo prometo. ¿Me escuchas? Tenemos
que vivir juntos, le grité mientras bajaba sus calzoncillos para
orinar. Después arrojó el artefacto al escusado para drenarlo.
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DATOS DEL AUTOR:
Joel Flores. 1984. Zacatecas. Narrador. Colabora en Barca de Palabras,
Finisterre, Reitia, La cabeza del Moro, Prisma volante y Acento de La
Voz de Michoacán. Becario por el Instituto de Cultura y las Artes
del Estado de Zacatecas en el periodo 2004-2005. Actualmente trabaja
en su libro de cuentos Simulador y habita en www.bunker84.blogspot.com