Cuando tomé contacto con las
vocales, el abecedario, supe que no abandonaría jamás
las palabras a no ser que ellas lo hicieran. El silabario siempre está
en mi memoria, la primera lectura real, la más trabajada, sudada
y persistente en el día a día. Arrastraba las vocales
por mi lengua enana y en el pizarrón la tiza me hacía
estornudar y temblar ante la clase. Pasaron los años y no se
me olvidan esos minutos de terror. Durante casi 40 años he sobrevivido
gracias a la palabra escrita, tan despreciada, banalizada, arrinconada,
menospreciada, mutilada, contaminada, tergiversada, alterada, olvidada,
confundida, manipulada, censurada, silenciada, pero diría, indispensable
para respirar y vivir, comunicarse. Estudié periodismo y me sentía
escritor, ya en secundaria escribía poesía y mi Diario
de Vida en clave. Usaba esos candaditos que los abría el viento.
La seguridad de la adolescencia.
Mi primera oposición al mundo del periodismo y de las palabras,
fue mi padre. Simplemente un panzer sobre mi vocación. Salí
ileso. (Después vendrían los verdaderos panzer de Pinochet
que quemarían libros, palabras, dispararían cañonazos
a instalaciones de periódicos de izquierda -las palabras ensangrentadas-,
prohibirían libros -la palabra oculta- censurarían el
aire de las palabras -su asfixia total-. Volví a salir ileso.
La biblioteca personal se desintegró en parte, sobrevivió
en un gallinero, sótanos, diversas manos y terminó en
un desván, una buhardilla.
Mi padre redactaba muy bien y tenía
una caligrafía impecable y bella, como sus números. Mi
madre también redactaba estupendamente bien y su letra era femenina
y estilizada. Recuerdo un telegrama que le envió a mi tío
en el día de su cumpleaños, con la metáfora de
Hermano Cara pálida, haciéndole señales de humo,
para que viniera a la playa donde veraneábamos. Estas palabras
no son un acto biográfico, sino un racconto para introducir el
texto, que flota entre líneas, se ve como un iceberg, hunde como
el Titanic, pero siempre asoma a alguna superficie para saber que está
ahí. (Licencia de todo narrador que se estime y sobre todo, del
oficio).
Y me fui finalmente a estudiar y aprender la técnica de la escritura.
Una Underwood en casa formó parte de mi primer teclado, Corona,
Royal, Olympia y la Olivetti, que a veces se cansaba de tanto teclear,
pero permanecía fiel al oficio, con toda su dignidad intacta.
Por liviana y portátil llegué a preferirla. La época
romántica de los objetos fetiche y la bohemia. Los poetas malditos.
Pero el lenguaje, la palabra, trascienden toda retórica técnica.
De eso pude enterarme tiempo después, con algunos conocimientos,
lecturas y una buena oreja ante quienes sabían lo que hablaban
en este campo, en el edén de Santiago de Chile en los sesenta
y tanto. Muchos años después, me enteraría que
mis palabras llegarían a sostener rascacielos. Nunca estuvo entre
mis proyectos, sostener con palabras esas moles de acero y vidrio que
se erigen en las ciudades. Son estructuras que requieren, al parecer,
no sólo de sólidas fundaciones, sino de palabras bien
fundadas en sus bondades como espacios públicos y privados, para
alcanzar primero a ser anteproyectos y luego, transformarse en realidades
comerciales. La palabra suele ser indispensable, aunque se reniegue
de ellas. Ahí está para descubrir y develar que los hierros
y el cemento son algo más que materiales resistentes.
La palabra sartriana era sagrada. Fue mi época. El existencialismo
de todas las primaveras. No había calendario para que las hojas
del otoño comenzaran a desprenderse siquiera. La tipografía
en un diario, pesaba, tenía contenido, era un punto de referencia.
Lecturas iconos, irremplazables, las imágenes pesaban en el cine,
que también necesita de las palabras. El aparato mágico
de la época, era la TV, pero también se escribían
libretos. Hasta en las películas de Charles Chaplin se diseñaban
a mano letreros y las palabras también estaban presentes en el
cine mudo. El cine, con sus efectos especiales, carencia de argumento,
es cada día más cosa del pasado, en la paradoja de la
banalidad y la tecnología.
La sopa de letras fue una de mis favoritas. Me sentía como en
familia. Era un placer degustar el abecedario. Mafalda también
necesitaba de palabras. Se seguía escribiendo, aunque alguien
decía que todo estaba escrito. Esa pudo ser la palabra boomerang,
que pareciera lanzada al horizonte o al vacío, y retorna como
nueva.
Escritores y periodistas han llenado la historia de palabras, o la Historia
ha tenido la oportunidad de ser contada. El homenaje a las palabras
se ha dado en todo tiempo y para mí ha sido una satisfacción
hacerlo con alguna frecuencia. Recuerdo que alguien escribió
una vez que dormía con las palabras y que éstas revoloteaban
sobre sus sueños, sin poder desprenderse de ellas. El peso de
las palabras es notable, puede llegar al insomnio. Hay un viejo dicho,
una amenaza medieval del aprendizaje: la letra con sangre entra. Un
barbarismo, que demuestra el valor de la palabra, su necesidad de inculcarla,
bajo cualquier método.
Escribíamos y leíamos
como si se fueran acabar las páginas del mundo. Como perros vagabundos
olisqueábamos las palabras en las tipografías de cada
nuevo amanecer. No había tiempo, espacio, lugar, hora, donde
no estuviéramos escribiendo, aterrizando con la palabra. Me inicié
en el tema agrario en Chile y ahí me mantuve hasta el 11 de septiembre.
Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá. Lenguaje de agencia:
preciso, pero muy sistemático, diario, sin parar. Era un sueño
y lo había logrado: traspasar la frontera del miedo. Como nunca
rodeado de palabras, propias y de muchos países en los teletipos.
Desayuno, palabras, almuerzo, palabras y a dormir, con las palabras.
Periodismo intenso en todos los ámbitos, temas. Editor internacional
posteriormente, la palabra especializada por una década en Panamá
y América latina. Un mar de hechos noticiosos fue contado al
mundo. ¿Vivimos de las palabras? ¿O sobrevivimos? Para
un periodista y corresponsal es imposible decir, me quedé sin
palabras. Hay que escribir. Relatar, informar. Y las palabras deben
ser ‘objetivas’, decir lo que ven, escuchan y sienten si
es preciso. Las palabras adquieren vida. Son el mensaje.
Las palomas llevan mensajes escritos. Los mensajeros atravesaban cientos
de kilómetros haciendo sus postas en pueblos remotos, con documentos
oficiales: llevaban palabras. En la antigua Roma, célebres palabreros,
poetas y escribas. En el Medioevo la palabra escrita tenía su
oscuridad para las mayorías. Palabras y sentencias en papiros,
bibliotecas quemadas en China y Alejandría. Nunca el fin de la
palabra. Basta una carta de amor, escrita de puño y letra, para
levantar una epopeya personal.
Kafka quería quemar sus palabras no impresas y si sus deseos,
no del todo claros, se hubiesen cumplido, no sabríamos que vivimos
en un mundo kafkiano. Todo se lo debemos a sus palabras.
Siete palabras desde el fondo de la tierra, paridas del ombligo natural
de la roca, hicieron historia recientemente. 33 mineros chilenos, uno
de ellos boliviano, causaron asombro y un estallido de felicidad entre
sus familiares, cuando enviaron desde los 700 metros bajo tierra donde
permanecían hacía 17 días sin que se supiera de
sus vidas, un escueto, impactante, claro, inequívoco mensaje
acerca de sus vidas: ‘Estamos bien en el refugio los 33’.
Con letra clara, firme, la palabra en el papel ascendió la sonda
que había llegado a su improvisado campamento bajo las rocas.
Palabras para la historia. ¿De qué otra manera pudieran
haberse comunicado desde el fondo de sus almas perdidas en la oscuridad
de la tierra?
Nunca me sentí mejor como periodista cuando visitaba en misión
de trabajo El Cajón del Maipo, un lugar cercano a Santiago, enclavado
en las montañas, la cordillera encajonada en el idilio natural,
con sus montañas irregulares, desmembradas, ríos, lagunas,
un sitio espectacular por su belleza y clima. Allí conocí
nuestro río Colorado.
En nuestra época, cientos de periodistas han sido asesinados
por decir y escribir la verdad con las palabras de los hechos. Detrás
de la palabra está gran parte de la historia humana. El libro
más leído del mundo lo siguen leyendo millones de personas
cada día, repasan una y otra vez la palabra, el versículo,
pasajes, que millones anteriormente leían en distintas partes
del mundo. ¿La palabra acomoda sus vidas? Como si todo pasara
y las palabras siguieran flotando y reproduciéndose para respaldar,
comunicar, alguna historia. Cada ser humano es una cantera de palabras.
Lo que se suele olvidar con frecuencia, es que sin lectura, la palabra
pierde fuerza, contenido, no se enriquece, suele quedar finalmente muda.
El otro debe estar en la palabra.
En estos casi 40 años sosteniéndome
con las palabras, he disfrutado años mi calidad de Freelancer
indocumentado, boicoteado, con puertas cerradas, lo que le da merito
a esta palabra medieval con que se mide un oficio realizado con absoluta
independencia. Es como escribir en el aire, en una pantalla que en cualquier
momento se borra, porque después la palabra se introdujo en una
PC y aunque se disemina como reguero de pólvora por el mundo,
compite férreamente en la derrota con la imagen de todo tipo,
naturaleza, procedencia, tamaño, actualidad o no, porque en el
universo banal los jóvenes idolatran esta efigie faraónica
en que se ha transformado la representación del mundo a través
de una imagen. La imagen ahora es más poderosa, porque es personal,
vuelve protagonista a cualquier transeúnte que porte una cámara
y está dispuesto a compartir con otros el flash. Internet se
llama esta lámpara de Aladino, que cualquiera conectado a la
red puede frotar y pedir algún deseo o simplemente escribirlo,
comunicarlo, difundirlo. Existen millones de seres anónimos que
se desplazan por la red de redes, el espacio más público
y global de la palabra en el siglo XXI, verdaderos enjambres de mensajes
con una cierta impunidad colectiva para decir lo primero que atraviesa
por sus sesos.
Ser extranjero físicamente, no sólo en la palabra, la
mayoría de las veces es una necesidad, pero los tiempos no están
para ejercer este oficio de traspasar fronteras y no ser acreedor de
un rosario de discriminaciones que se pueden resumir en la expulsión
del lugar. El cuerpo sigue siendo extranjero, un delito en sí,
pero el capital goza de buena salud y la inversión proveniente
del exterior siempre es bienvenida y no requiere aduana ni oficina de
migración alguna. La mano de obra barata y su generosa plusvalía,
son buenas palabras bien administradas para el beneficiario. Si se trata
de mano de obra cerebral, de un intelectual, a bajo coste, a precio
de mercado de las pulgas, tiene una buena acogida y la legalidad del
desamparado bajo la ley del embudo. Solo los soldados no son extranjeros,
sino invasores de la libertad.
Un Freelancer extranjero juega las cartas de su propio naipe y la suerte
corre por cuenta de la casa. El As es esquivo, suele estar marcado,
con él juegan los más probables carceleros de tu palabra.
Un escritor es extranjero en su propio país porque la crítica
cada día es más inaceptable y se hace doblemente foráneo,
ya que la lengua se usa para chasquearla como una lagartija en apuro.
La palabra sin intermediario suele ser arrinconada. ¿Existe un
matadero de la palabra? ¿La palabra está en bancarrota
o no es moneda corriente ni convertible? Palabras sobre palabras pueden
contar su propia historia. ¿O quizás reciclarse así
mismas hasta el silencio?
Escritor fantasma, por mucho tiempo, indefinido, como la sombra que
se aleja de su propia palabra. La palabra prestada al otro. Es un arte
para el herrero herrar patas de caballo, hacer verjas, elaborar y diseñar
ventanas, trabajar el metal para su uso y beneficio de otro. Cumplir,
en suma, con un trabajo por y de encargo. Puede ser una pieza de pisa
papeles. Bajo ella, quizás esconderse algún secreto, un
documento no revelado o una simple cuenta impaga. Lo trivial no es mirar
o no mirar fuera de una ventana, es no saber que el paisaje está
dentro de uno.
Cada hora, en alguna catedral un sacerdote
sostiene con palabras esos muros y edificaciones construidas con el
poder de la fe hace siglos. Mucha agua ha pasado, al parecer, bajo el
puente de las palabras. Hoy la palabra digital, viaja a la velocidad
de un chat, renga, coja, mutilada, banal, desprevenida, casual, repentina,
y aún así, tan temporales, circunstanciales, frívolas,
se alojan en la yugular y psiquis del receptor. Los celulares tienen
la voz, la palabra y la imagen, sobre todo, esas que se las lleva el
viento. Es un mundo de nuevos dioses, que emiten un pii piiiiiiii...
el sonido que llama, convoca a una misma soledad a lo que antes fue
una tribu. En las reuniones, almuerzos, oficinas, automóviles,
supermercados, mall, frente a sus parejas, fiestas, parques, en el baño,
la cocina, en la cama, estacionamientos, calles, en alguna esquina del
planeta público, se les ve sonriente y con los dedos volar en
la palabra frente a la pantallita hipnótica. Sienten que no están
solos. Es el zumbido de abejas que no producen miel ni polinizan, más
bien moscas con su nuevo abecedario entrecortado, atrapados en estas
redes espontáneas.
Otra era, gustos, modas diferentes, herramientas nuevas, el Arte se
mira de espalda, el ocio camina por la cornisa inconscientemente. Vendrán
estudiosos bio digitales de estos nuevos seres que deambulan por la
tierra. Atraviesan los cristales del mediodía en sus pequeñas
babeles y se retroalimentan sin pausa, con prisa, acarician deslumbrados
este instante que les facilita la tecnología y los pone en línea.
Ya voy/ya vengo/ya estoy/voy saliendo para allá/Estoy aquí/Y
me moveré/Nos encontramos... La posmodernidad se ha instalado
con sus medios dominantes. Es un hecho y lamentable. Los grandes relatos,
con historia, lenguaje, están en el cajón de la basura
de este nuevo mundo que abrió las puertas de par en par al espectáculo.
Llegó el Blog y nos fuimos en ese carro mirando hacia el horizonte
donde la luz de la oscuridad se pierde y no hay velas para encontrarla
o rendirle homenaje. Fue una salida individual, a capela dentro de la
postmodernidad, sólo frente al espejo de las palabras. Un pequeño
paso para escapar del plagio, la envidia, egoísmo, realizar un
proyecto propio aparentemente lejos de la maquinaria del establecimiento,
de los autores del silencio, ninguneo. El sueño de la libertad
real, de pronto se acabó. Se impusieron los anónimos y
los robots operaron en consecuencia y se deslizó la censura a
través de un curioso aviso que brinda dos posibilidades para
entrar o detenerse frente al pozo de las palabras. Un menú- aviso,
que durante un tiempo se violaba asimismo, porque no permitía
ni las dos opciones que le daba a los internautas para ingresar al Blog
bloqueado. (Durante 50 años se ha bloqueado una isla que sólo
el mar puede hundir.)
Periodismo on line, palabras que vuelan distancias, pierden sus huellas,
experiencia vivida con La Prensa de Nueva York. Reproducían los
artículos sin mi firma. Dicen que se perdía el nombre
por un error en la programación de la información en la
PC. Otro enfoque del truco, naufragio cibernético, magia perfecta
del olvido. Difícil navegar en una ciénaga.
Siempre me he preguntado si se han dicho tantas palabras como arena
existe en el desierto. ¿Cuál sería el eco si las
palabras más antiguas volvieran a hablar? ¿Existe algún
vertedero para arrojar las palabras inútiles? ¿Cuántas
palabras para no decir nada? ¿Cuántas palabras se necesitan
para declarar el amor, la guerra o la paz? La palabra finiquito puede
ser un nuevo comienzo.
Me quedo con las palabras abalorio, alféizar, almohada, azafrán,
diván, ajedrez, almacén, alcoba, azar, guitarra, paraíso,
gitana, muro, alfombra, desierto, sol, sueño, andén, estación,
puente, cerrojo, calendario, viaje y mar.
La palabra aún no se despeina ante estas tempestades y mantiene
los vicios de su belleza, la revolución del lenguaje, esa agitación
continua del verbo. Los pueblos, que no necesitan licencia gramatical,
seguirán creando nuevas palabras, llamando a las cosas por su
nombre y el que aún desconocemos.
_________________________
DATOS DEL AUTOR:
Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947).
Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció
hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal
Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional,
experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los
ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de
la publicación científico-técnica y económica,
con circulación en 56 países, columnista de la revista
alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños
como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión
Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales
vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de
Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.