1
de noviembre, 2003
Hoy
hace más ruido de la cuenta y por más que cierro las ventanas no
hago más que enfrentarme a una soledad estridente que intimida mi propio
juicio. Hoy, no sé por qué, estoy convencido que soy de mentira,
que hay mucho más de cierto en lo incierto de mi persona que de sensatez
en la creencia que soy de verdad. La persistente insatisfacción por saber
que no puedo adaptarme felizmente a mi entorno ha conseguido, a lo largo del tiempo,
que me sea totalmente sencillo adaptarme a mi entorno. Es más, la imagen
que me comunican sobre mi persona así me lo confirma: soy alguien hábil
y complejo, flexible para afrontar cualquier circunstancia; atractivo, pero sin
argumentos que lo prueben por completo; raro y divertido.
Prefiero actuar
ante el mundo (o ante mí). Encuentro la belleza en la complejidad de la
sencillez, en las teorías de lo cotidiano, en la imperfección del
mundo perfecto. He generado un referente estético que se desarrolla, se
renueva, se de-construye, resucita y muere constantemente. Soy un producto de
una hipótesis adolescente de la motivación y la conducta de las
personas, una que dice que somos como camaleones huyendo de la vida en busca de
la supervivencia. Me percibo como una adaptación eterna a las circunstancias
que proceso y recibo a cada momento, una instantánea inestable, un recuerdo
borroso, un estímulo para quien quiere excitarse. No soy lo que quiero,
soy de mentira.
Por más que deseo argumentar mi percepción
de la realidad de la vida, de la existencia de la libertad, al menos, como mera
posibilidad, de las contingencias que me suceden (y genero) de forma inconsciente
y de otras tantas evidencias que me suscitan y que tanta dificultad encuentro
para transmitir, no puedo finalmente llegar a una conclusión que refuerce
algún ánimo que pretenda persuadirme de que no soy otra cosa que
un producto de la mentira. De una mentira engendrada por el universo humano que
me precede.
Al ser de mentira, sólo me cabe el lejano anhelo de
convertirme en alguien quién sé que quiero ser, pero que desgraciadamente
nunca podré alcanzar. Atravieso la angustia del desesperado que no quiere
ser si mismo y que está convencido que en la muerte tampoco está
la solución. La solución sólo la encuentro en la búsqueda
de la realidad que no comprendo y desconozco.
1 de noviembre, 2004
Todos y cada uno de los días de mi vida soy, sólo, una cosa.
Acudo a la calle afectado por esta realidad que me envuelve. Cada día me
construyo, me decoro y me ornamento como una cosa, para distinguirme del resto
de la ciudadanía, la cual la contemplo unificada y concretizada en cada
una de las personas que veo, que existen y que son de verdad. Mi diferenciación
la consigo mediante la extravagancia, por el atuendo rebuscado, por la simplicidad
cortante de mi apariencia, por el aspecto escultórico de mis movimientos...
Merodeo el centro de la ciudad desaparecido detrás de mi distinción,
ocultando la mentira que representa mi persona mediante la diferencia respecto
al resto que me oculta, a través de la cosa construida que no me revela.
La
ciudad es el medio que propone mis motivaciones. Se presenta azarosa y caótica,
pero allí realmente está ya todo hecho. Acudo a ella velado con
mi apariencia de cosa y así obtengo la posibilidad de ver sin ser visto.
Preciso ver algo y me pierdo en la masa conservando el porte, emprendiendo un
trayecto guiado por la intuición que no me lleva a ninguna parte. La ciudad
en su conjunto ofrece sucesos cotidianos y banales que me permiten el empleo de
una mente ordenada que pretende sin éxito urdir un sentido al decidido
azar de la ciudad. Durante todos los días, persigo perseguir para no encontrar
nada en la confusión planificada de la urbe.
Mi actitud es de completo
refinamiento, tiene una predisposición detectivesca, puesto que mientras
sea distinguido, nadie me verá. Mientras me identifican como la cosa que
interpreto, nadie podrá descubrir la mentira que verdaderamente represento.
Al ser de mentira, al ser una cosa, padezco de tedio. Padezco un profundo aburrimiento
por tener consciencia de que, a pesar de mi existencia, carezco de relevancia
para mi mismo. Esta situación produjo una inicial angustia y desesperación
que se convirtió poco a poco en el actual aburrimiento que envuelve todos
los momentos de mi vida. Pero este hastío es gratificante, es un motor
que me impulsa a continuar con motivos de permanecer vivo y sin desesperación.
Prefiero la angustia a la muerte pero antepongo el tedio a la angustia. La satisfacción
por encontrarme hastiado hace que esté perpetuamente ocupado por mantener
mi aburrimiento.
Estoy siempre vigilante para no distraerme, para no encontrarme
de pronto divertido o entretenido con algo, ya que volverá a mí
la angustia posterior tras haber creído ser de verdad y así haber
sido engañado. Mi dedicación, que no admite reposo, me hace estar
muy atento a las novedades para aplicar un esfuerzo en reducirlas a cosas superadas.
La novedad, de esta manera, consigue aburrirme. Sé que todo fluye y el
mundo gira, pero me mantengo incólume.
Pretendo lo imposible, y
sólo caigo a veces que, lo imposible, es lo que no tiene ninguna posibilidad.
1
de noviembre, 2005
Mientras
me martirizo en mi cama, antes de quedar dormido, dilucidando si es preferible
seguir siendo yo mismo, o si lo mejor es entregarse al devenir para conseguir
ser ese que deseo ser; o quizá la opción correcta sea enmascararme
en alguien para percibir que afronto en la piel de otro los conflictos de lo cotidiano
sin dañar mi (inexistente) íntima realidad.
Mientras ocurren
tantas respuestas en mi organismo, en el interior de ese tangible misterioso,
que se presentan involuntarias para la consciencia.
Mientras tartamudea
la percepción de control al pensar en la simple posibilidad de la existencia
de algo no razonable.
Mientras la ocurrencia del encadenamiento de una simple
idea con la siguiente, algo más compleja, me encarcela en la desesperación
por tener algo más de certeza de que no voy a concluir en nada de verdad
una vez que me quede dormido.
Mientras me muevo en la cama, de un lado para
otro, buscando ya esa postura que haga reencontrarme con lo onírico, en
la cita prevista con el sueño.
Mientras más perros oigo
ladrar, mientras más oscura se vuelve la mirada, mientras más nebulosa
se vuelve la habitación, mientras más mendigo por el pensamiento.
Mientras
Mientras otros duermen plácidamente.
Mientras otros no concilian
el sueño por culpa de una monedas que, malditas, nunca llegan a tiempo.
Mientras que otros lloran por creer que esa persona que quisieran para sí
jamás volverán a besar.
Mientras que uno lee rápidamente
esperando que llegue lo más pronto posible el final del cuento -o de su
vida-
Mientras los demás viven, mientras otros van muriendo
Mientras