Un
extraño hormigueo en la pierna izquierda, que me fastidia desde
hace varios meses, parece decirme que mi pierna está de más
en este cuerpo. Lo sé ahora mientras espero el momento de cruzar
la calle. La primera vez que apareció, yo estaba tomándome
una cerveza con Tatiana la noche en que, por fin, creí que me
revolcaría con ella en la misma cama donde todas las noches la
pensaba. Ella, un poco prendida, hablaba y me contaba de Tato, que ya
no sentía ni mierda y que, aunque le hacía falta que la
chocholiaran, se iba a tomar un tiempo sola. Mientras hablaba,
yo trataba de interesarme o mostrarme interesado mientras estiraba y
encogía mis dedos dentro del zapato. Esa noche finalmente no
estuve con ella. Varios días después, con un hormigueo
similar, tuve que esforzarme en mantener la concentración mientras
rítmicamente penetraba a Eliana. A ella nunca la deseé
pero todo me salió como servido en bandeja: un papayazo.
Ella, aunque creo que lo disfrutó, sí alcanzó a
notar que el balanceo de mi cuerpo no era natural; preguntó que
por qué tiraba parte de mi cuerpo para un lado y dejaba el otro
como excluido de la escena. No sé mucho de fisiología
femenina, pero imagino que el recargar mi cuerpo sobre un solo lado
pudo influir en la presión que hacía mi miembro sobre
su vagina. Algo así como que alguno de sus pliegues vaginales
saliera estafado con el desbalanceado rozamiento. Por esos días
el hormigueo se presentaba manejable; me explico, era una sensación
como de hormigas laboriosas que ordenadamente circulaban desde la punta
de mi pie hasta mi rodilla. Ordenadas y consideradas, pues entre todas
sólo conseguían producir un leve adormecimiento. La mayoría
de las veces bastaba un simple estirar y encoger el pie dentro del zapato;
un roce de la piel contra la suela interna era suficiente. Otras veces
era necesaria una sucesión despiadada de palmadas sobre la pantorrilla
para contener la marcha obstinada de las hormiguitas.
El problema se presentaba, según una escueta estadística
que elaboré, cada dos o tres días. Aparecía principalmente
después de las comidas; no las de la cena, quiero decir, unos
minutos después de la ingesta de cualquier tipo de alimentos.
Por eso era la primera de las clases del día, que por lo general
era de matemáticas, la que sufría las consecuencias de
mi desatención; aunque leve el hormigueo, no podía concentrarme.
Después, siguiendo estrictamente el orden en que eran afectadas,
venía la clase de psicología; esta aparecía en
la lista gracias al pastel con gaseosa que siempre me comía en
el descanso. Por último tenía que soportar esa incomodidad
en la clase de sociales, luego del almuerzo; aunque en este caso debo
reconocer que era precisamente el hormigueo el que me mantenía
despierto, a diferencia de mis compañeros que de cuando en cuando
sacudían sus cabezas en violentos movimientos o despertaban ante
un ronquido desproporcionado. Sin embargo, mi problema, que poco a poco
empezaba a reconocer como parte de mi pie, ya lo había dicho,
no se presentaba a diario.
Un par de semanas después tuve
que rechazar una invitación de Tatiana. Ella quería que
charláramos, esta vez en su apartamento. Mientras me explicaba
que estaba preparando una lasaña y quería que abriéramos
un vinito que su tío había traído de Argentina,
yo metía y sacaba mi pierna de un platón con agua fría;
según mi abuela, eso era bendito. El hormigueo era casi insoportable;
prácticamente no sentía el pie. Por esos días las
hormigas habían arreciado su ataque. Esa vez comencé a
sentir odio por el hormigueo, por mi pierna y rechazo por mis padres,
mis amigos y mi abuela. Le dije a Tatiana que no, se lo dije con cierto
tono hosco, como asegurándome de que no repitiera más
su invitación. Al comienzo me encerré en mi habitación
y opté por prescindir de todo tipo de alimento o bebida, como
no fueran las cervezas de las que me proveí antes de iniciar
con mi confinamiento. Un par de días más tarde, tuve que
hacer entender a papá, mamá y hermana que me dejaran en
paz, que no se metieran en mi vida, que tenía derecho a encerrarme
así nomás, sin mediar explicación ninguna, y no
comer y no hablar y no salir y no absolutamente nada. Sin embargo, a
los dos días, tuve que salir e ir a la nevera a buscar algo de
comida para no morir de hambre. Estando lleno nuevamente, pude continuar
mi encierro por unos días más. Papá y mamá,
por esos días, no me dijeron absolutamente nada. Para ellos era
como si yo ya no existiera. Fue mejor así. Las hormigas, un poco
controladas ante la condena de inanición a que habían
sido sometidas, hicieron un poco llevaderos esos días. Sin embargo
una mañana, mientras soñaba que un gallo de la finca de
papá agarraba mi pierna a picotazos, desperté y las descubrí
marchando, como locas, desesperadas; y, peor aún, descubrí
que habían alcanzado el muslo, arriba de la rodilla, donde antes
no se atrevían a pisar. Me levanté asustado y caminé,
me pisé fuerte con el otro pie, me palmoteé, me pellizqué;
nada sirvió. Salí entonces y comí todo lo que pude.
Mientras comía no dejé de preguntarme si existiría
alguna técnica de control mental donde uno pudiera dirigir y
ordenar en qué partes del cuerpo los alimentos dejarían
sus nutrientes. Yo debía comer, lo necesitaba; mi pierna, sin
embargo, debería continuar bajo el rigor del régimen de
hambre.
Aunque no quería hablar con
nadie dejé que papá me llevara a donde un médico
internista. El señor, que acababa de llegar de Italia donde se
había especializado en problemas de circulación, atribuyó
el problema a la falta de calcio y con unos garabatos sobre el papel
que le entregó a mi papá y una invitación para
volver en quince días, dio por cerrado el asunto. Sin embargo
las hormigas parecían alborotarse con la leche. Me enloquecían.
La situación en la casa cada vez era más tensa: papá
no soportaba ya más mi estúpido encierro en la habitación;
mamá, quien hasta el momento había sobrellevado la situación
con cierto aire de tranquilidad, ya comenzaba a presentar los primeros
síntomas de desagrado y eso resultaba evidente cuando me hablaba
o me miraba; mi hermana, la más indiferente a todo, estaba mamada
de que yo la gritara por cualquier cosa. Mi temperamento se tornó
un tanto irascible.
Una tarde, mientras veía televisión, escuchaba a papá
golpeando la puerta de mi cuarto; a mamá diciéndole que
me dejara, que era seguramente el estrés de la nueva vida en
la universidad; a mi hermana hablando con su novio. Trataba de concentrarme
en un tipo que, en la pantalla del televisor, manoteaba y miraba fijamente
a una muchacha: su novia, amante o esposa quizá; pero el televisor,
que se había dañado por un controlazo que le
di, no producía ningún sonido. El tipo agitaba sus brazos
furioso y la gritaba, por perra, por puta, por miserable, por indolente,
porque toda la mierda del mundo se concentraba en esa mujer que lo miraba
como diciéndole que no a todo. Las voces de papá, mamá,
mi hermana, el sonido de la puerta, las hormigas que seguían
obstinadamente un camino ya delineado a lo largo de mi pierna y el tipo
en la pantalla manoteando hicieron que mi cuerpo, en un merecido acto
de defensa y como instinto de conservación, quisiera expulsar
el hormiguero por la boca a través de un alarido que logró
que todos instantáneamente se callaran. No soporté el
encierro y, desde esa tarde, salía de la casa muy temprano y
sólo volvía hasta la noche; caminaba por la ciudad arrastrando
mi pierna. Siendo sensato, mi pierna seguía a mi cuerpo, a un
cuerpo que ya no le pertenecía, a un cuerpo que la rechazaba,
a una masa de carne a la que sólo se sentía unida por
los tendones que la arrastraban en muchas direcciones. Sentía
las miradas de la gente; era obvio, era natural, en las vitrinas de
los almacenes yo mismo podía percibir mi caminar ladeado, mis
pasos inseguros, mi pierna que se aferraba a mi cuerpo obstinada en
perseguirlo.
En un espejo grande, a la entrada de un almacén, analicé
la situación. Primero observé a un par de caminantes que
desprevenidamente entraban en él. Del ejercicio pude concluir
que el acto de caminar se logra con una sucesión de movimientos
básicos. El primero: una pierna se contrae, se despega del suelo
y se estira hacia delante acompañada por el brazo que le corresponde.
El segundo: la otra pierna, que había permanecido atrás,
se contrae y se estira hacia adelante acompañada de su brazo
y procurando caer siempre adelante de la otra; de tal manera que, siempre,
brazo con brazo y pierna con pierna están en extremos diferentes.
La repetición mecánica de estos movimientos, de manera
acompasada, permite que la gente se desplace, que vaya de un lugar a
otro, que camine. A continuación, tratando de camuflar el ejercicio
dentro de una rutina espontánea, entré y salí del
almacén mirándome disimuladamente en el espejo. Mi caminar
era abiertamente diferente al caminar de todos: primero, mi pierna derecha
se contraía con naturalidad y se estiraba hacia adelante acompañada
de su brazo; segundo, la pierna izquierda, que había permanecido
atrás, seguía atrás mientras mi brazo izquierdo
se lanzaba hacia adelante; tercero, cuando mi pierna derecha, que había
interiorizado el ejercicio, iba a lanzarse nuevamente hacia adelante,
la pierna izquierda, sintiéndose olvidada, se lanzaba, sin contraerse,
rápidamente en busca de la otra. También pude percibir
que la caída del pie no era natural: primero el talón
luego la planta y finalmente la punta; no, mi pie caía de planta
sobre el piso. Adicional a esto detecté que mi pierna no caía
adelante de la otra, caía en el mismo punto. De esta forma cada
paso me ponía nuevamente en posición de inicio, como cuando
en los scout gritaban ¡Firmes! Y todos juntábamos
los pies.
Mi pierna me había sometido al escudriño general. Todos
me miraban como a un bicho raro. En mi vida recordaba haber visto en
la calle muchos tipos raros: locos, cojos, mancos, personas incompletas,
gente deforme. Sin embargo no recordaba haber reparado en ellos, o ver
que repararan, tanto como lo hacía cada una de las personas con
las que me cruzaba. Algunos fijaban su mirada en forma descarada. Otros
complementaban su sutil mirada a mi pierna con un extraño gesto.
En otros, a la mirada de la pierna seguía un levantar de la cabeza
para buscar mis ojos y mirarme de manera compasiva. Otros fingían
no mirar, pero la agudeza de mis ojos los descubría mirando de
rabillo. Traté de no pensar en ello y seguir mi deambular hasta
que poco a poco la luz del día cediera a la penumbra de la noche.
Caminaba. Me sentaba en los parques. Hacía largas filas en los
bancos y, llegado mi turno, simulaba un gesto de olvido y auto reproche
y me marchaba. Me sumé a una marcha de protesta. Me montaba en
un bus de Transmilenio hasta el final de su ruta y me regresaba en otro.
Me subía a los buses, en ellos pude comprobar que todos intuían
que yo iba a comenzar a contar mis desgracias, cantar o vender alguna
mercancía para pedir dinero. Di de comer a las palomas en la
plaza de Bolívar. Vendí minutos de mi celular en una esquina
para abastecerme de dinero. Cedía por plata mi lugar en las filas
para obtener el pasado judicial o el pasaporte. Me sentaba por horas
en cualquier esquina para ver las acrobacias de los artistas de semáforo.
Caminaba, si ese extraño ritmo pueda colgarse de ese nombre,
desde la 72 hasta el Parque Nacional y luego me devolvía, como
quien desanda su camino. Todo era válido con tal de no estar
en casa, con tal de no tener mi mente totalmente concentrada en el dolor,
en ese hormigueo fastidioso. Los días transcurrían y la
sensación cada vez era más insoportable. Quería
tomar un bus, subirme y que mi pierna se quedara sobre el andén,
abandonada y mirando cómo me marchaba. Quería que las
palomas, a las que alimentaba, entraran con frenesí en una histeria
colectiva y agarraran mi pierna a picotazos y de tanto picotazo lograran
desprenderla. Así transcurrieron varias semanas. No volví
a clases en la universidad. Todos mis días han sido una réplica
exacta de los otros. Hoy todo es diferente.
Esta mañana desperté y creí que aún soñaba.
No había hormigueo. No sentía nada. Después esa
momentánea placidez se disipó un poco al comprobar que
era literal el no sentir nada. No sentía la pierna. Mandé
instintivamente mi mano hacia ella pero ahí estaba. No supe si
atribuirle a ese instante de comprobación una sensación
de regocijo o de de desilusión. El hecho es que la pierna estaba
ahí y no el hormigueo. Me paré. Fui al baño y mientras
caminaba observé la forma en que lo hacía. Mi peculiar
estilo de caminar no había desaparecido. Mi cuerpo seguía
con su obstinación de no reconocerla como parte de él;
y ella, obstinada en no aceptarlo. Salí como ha sido mi costumbre.
Caminé por la ciudad. Hoy he tratado de romper con la rutina.
Nada de filas. Nada de presenciar espectáculos. Vender minutos.
Nada de nada. Igual los días anteriores me han dado suficientes
provisiones de dinero. Regresó el hormigueo. He tenido tres peleas.
Todo
comenzó cuando yo, cansado, decidí tomar un Transmilenio
cerca de la estación de la calle 100 con autopista. Compré
mi tiquete y esperé. Los dos primeros no pude abordarlos porque
venían totalmente llenos. En el tercero descubrí un pequeño
espacio en el que yo podía acomodarme y así lo hice. Cuando
la puerta se cerró escuché una voz que salía de
entre esa masa de cuerpos hacinados: ¡Una silla azul, por favor!
La gente, de manera instintiva, buscó con sus ojos a los ocupantes
de esas sillas y los miró con ojos de reproche. Ninguno de ellos
se movió. La voz apareció de nuevo y esta vez mi mirada
pudo encontrar la dueña de la boca que la producía: una
señora bajita y un poco tetona que con sus dos manos se aferraba
a uno de los tubos. ¡Por favor, señores, una silla
azul, hay un discapacitado! Y la boca, la misma que yo miraba en
ese instante, me señaló varias veces. Yo era el discapacitado.
Un señor se paró y me hizo señas que siguiera,
que me sentara; lo hizo de manera amable, aunque un poco apenado por
las miradas de los otros que no supe si eran de envidia o de reproche.
Mientras yo descendía hasta la silla no sabía si agradecer
a mi intercesora, que seguía aferrada al tubo, o si mirarla como
a un culo. ¡Discapacitado yo…malparida! Pensé en
ese momento, el mismo en que escuché que alguien, al lado de
la puerta, mencionó que si no éramos capaces de valernos
por nosotros mismos para qué salíamos. Me indigné.
Mientras ya sentía el calorcito que el amable señor había
dejado en la silla traté de mirarlo y que él correspondiera
la mirada para putearlo entre dientes. No era mis derechos los que defendía
sino los de aquellos con los que me estaban confundiendo. Me indigné
más. Me paré y le pegué. La gente empezó
a gritar. Yo le seguí pegando en la cabeza mientras él
se agazapaba. Una mujer, que seguramente venía con él,
me pegaba con algo muy blando. Pasaron unos segundos y yo ya empezaba
a cansarme de pegarle a esa cabeza. La puerta se abrió y yo salí
corriendo. Salí de la estación y corrí. La gente
me miraba de manera extraña. En medio de la carrera observé
mi pierna y vi cómo reproducía su peculiar movimiento
pero de manera ágil. Mi pierna era torpe pero veloz. Por ningún
motivo se dejaría abandonar, corría desesperada tras de
mí. No sé cuánto corrí y en qué momento
mi cuerpo se tiró sobre el césped de un separador al lado
de un semáforo; sólo sé que cuando mi cuerpo y
mi pierna despertaron, una fila de carros esperaba impaciente un cambio
de luz, y un hombre, 'desplasado por la violensia', me miraba
mientras levantaba del pecho su cartel. Todos somos desplazados, pensé;
intuí que yo también debería colgarme un cartel
y contarle al mundo que un enjambre de hormigas se obstinaba en desgarrar
mi pierna, en desplazarme para todos lados. Me alejé, caminé
mucho. Mi pierna seguía fastidiándome con su entumecimiento,
con sus malditas huéspedes caminando de un lado para otro.
En ese instante un odio visceral se apoderó de mí. Un
odio por todo y por todos. Por mi pierna. Por mí, por mi familia.
Empecé a escupirlo mirando mal a todo aquel con el que me cruzaba.
En cada esquina vaciaba una caneca repleta de basura. Empujé
a una pareja de novios con mi brazo. De un manotazo le boté el
cono a un niño. Me oriné a la entrada de un almacén.
Con cada escupitajo de mi odio sólo escuchaba gritos que venían
de todas partes. Le tiré al piso el gorro a un anciano. Arrojé
el bastón de una señora lo más lejos que pude.
Robé una hamburguesa a un repartidor de domicilios. Me comí
la hamburguesa. Recibí una paliza del repartidor; el tipo me
golpeó por todo lado menos en mi pierna izquierda, que se mantuvo
al margen. De un empujoncito hice perder el equilibrio a una niña
que sobre los hombros de un niño, un poco mayor, intentaba en
un semáforo un acto circense. Me enfrasqué en una guerra
de muecas con un niño que me miraba desde la ventana trasera
de un carro. Llegué a la esquina donde días atrás
vendí minutos, saqué mi celular para llamar a casa. Un
hombre, con otro celular en la mano, se acercó y me dio un empujón.
Esa era su esquina, me decía. Le di una patada. Él se
devolvió y me lanzó otra con fuerza. No sentí nada
porque levanté mi torpe pierna para que recibiera el golpe. Nadie
dijo algo. Me fui. No era mi negocio. Todo en la ciudad, excepto yo,
marchaba con normalidad. Todos ejecutaban mecánicamente su rutina.
Era una obra de teatro. A nadie le importaba nada más que reproducir
el papel que le había correspondido. La ciudad no era más
que un tablerito por el que muchas fichitas caminaban, se cruzaban,
se esquivaban. Yo era una ficha más. Mi pierna era otra ficha
más que me seguía; su rutina era seguirme para todos lados,
fastidiarme. En ese momento, iluminado por una fuerza superior, comprendí
lo que pasaba, entendí el mensaje de la vida; había un
asidero lógico a la razón de las hormigas en mi pierna,
al motivo que las movía a fastidiarme la vida con su correr alocado
por mi pierna y su obstinación por no dejarme en paz. Cinco años
atrás una herida en el muslo se había infectado. Me herí
en un paseo cuando me caí de un caballo y, como estaba en una
finca, sólo puse alrededor de la herida una venda. Dos días
después, al regresar a Bogotá, el médico retiró
la venda y descubrió una gangrena incipiente. ¡Has
podido perder la pierna! Dijo ¡Un día más
que te demores y hubiéramos tenido que amputar! ¡Ves!
Me dijo mi amiga Adriana ¡Y tú que no querías venir,
por ti allá estarías, irresponsable! Todo me resulta claro.
Mi pierna tenía que haber sido amputada ese día; el destino
me había trazado una vida sin mi pierna. Mi vida estaba diseñada
para vivir sin ella después de ese día, para acostumbrarme
al vacío que dejaba. ¡Ves! Le digo ahora en mi mente a
Adriana ¡La cagaste! Desde ese día mi vida se había
partido en dos dimensiones: la vida que debí haber llevado, con
sólo una pierna, y la vida que tuve por culpa de Adriana, con
mi pierna izquierda en su lugar pero ahora rechazada por el cuerpo.
Las hormigas no son más que un mecanismo de defensa para indicarme
que la pierna debe ser expulsada.
No hay ninguna duda; el hormigueo, que me fastidia desde hace varios
meses, me dice ahora que mi pierna está de más en este
cuerpo.
Cruzo la calle. Camino hasta la setenta y dos con avenida caracas. Ahí
está la ruta del Transmilenio. Cruzo. Me siento en la pequeña
división amarilla que separa su ruta de la de los carros. Oigo
pitos. Gritos. Un policía se aproxima a mí. Espera porque
uno de los Transmilenios va a pasar. Veo el Transmilenio aproximarse.
Cada vez más cerca. Un instante antes de cruzar, saco con fuerza
mi pierna izquierda a ras del suelo y echo el resto de mi cuerpo para
atrás. Cierro los ojos. No siento nada. Sólo escucho gritos.
Luego unas llantas que se arrastran. Abro los ojos y veo que mi pierna
ya no está. Miro alrededor. La alcanzo a ver unos metros más
allá. Siento que me mira triste con un ojo que parece haberle
salido a la altura de la rodilla. Me recogen. Me corren hacia un lado.
Me veo tirado en una esquinita del tablero de esta ciudad de figuritas.
Todas han detenido su marcha y me rodean. He cambiado la rutina. Un
tipo a mi lado se lleva las manos a la cabeza. Espero. El hombre llora
y agita sus manos desesperado, como tratando de explicar algo. Sigo
rodeado de figuritas. Una ambulancia llega. Me suben. Antes de arrancar
alguien, que ha recogido mi pierna, la pone a mi lado en la camilla.
Paso mi mano sobre ella con algo de cariño. La aparto un poco.
¡Dios mío, se está retorciendo del dolor!
Grita una señora cuando me ve torcer mi cuerpo para poner mi
cara sobre una almohada y morderla con mi boca. Ella no entiende que
lo que tengo es mucha risa.
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DATOS DEL AUTOR:
Andrés Mauricio Muñoz
(Popayán, 1974).- Ingeniero en Electrónica y Telecomunicaciones
de la Universidad del Cauca, especialista en Evaluación y Desarrollo
de proyectos de la Universidad del Rosario. Actualmente se desempeña
como consultor de tecnología de una multinacional. En el campo
literario tiene una novela publicada: Te recordé ayer, Raquel
(Sic Editores, 2004) y un libro de cuentos inédito. En el 2006
obtuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Cuento de la revista
'Libros y Letras' con el cuento titulado ‘Una tarde en París’.
En el 2007 obtuvo el primer lugar en el 'Premio Literario Fundación
Gilberto Alzate Avendaño y la Revista Número' con el cuento
‘Pierna obstinada’. La Revista Italiana Buran tradujo
al italiano su cuento ‘Dolor de Patria’ para incluirlo
en su antología sobre sociedades en conflicto. Actualmente colabora
como director de la edición impresa de la revista La Movida
Literaria de Colombia.