Los extraños efectos de la luz me
obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque
la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía
lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que,
en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer
la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Son palabras del protagonista de El Hombre de la Multitud,
obra de Edgar Allan Poe en que un personaje sin nombre sentado tras
las cristaleras de un café londinense dedica su tiempo a observar
a la gente.
La relación con el cuento llamado La Ventana Esquinera de
mi Primo de E.T.A Hoffmann es indudable; en ambos casos los protagonistas
observan la multitud de la vida diaria en las calles de una gran ciudad
tras una ventana y con su sentido agudizado por una enfermedad o convalecencia.
Ambos observan a cada personaje y parecen conocer sus vidas con una
sola mirada ya que éstos responden a arquetipos generales que
encontramos en toda ciudad moderna.
Los dos protagonistas de ambas historias miran a través de sus
ventanas como si éstas fuesen un cuadro, y se empapan así
de modernidad, se maravillan de todo aquello que la convalecencia les
robó y aprecian la belleza de la época que les ha tocado
vivir. De esto nos habla Baudelaire en su obra El Pintor de la Vida
Moderna en que recuerda el empeño de ciertos pintores por
representar el pasado en sus obras como única posibilidad poética
mientras se desprecia a los pintores de costumbres cuando su actividad
supone una representación de su propia época.
Asegura Baudelaire que el pasado es interesante por su cualidad histórica,
pero también fue presente para los pintores que lo plasmaron
en su momento y le sacaron la belleza que tuvo gracias a su propia cualidad
de presente. Con todo esto nos dice Baudelaire que hemos de aprender
a apreciar la belleza de nuestra contemporaneidad, conocerla verdaderamente,
vivirla ya que tenemos la oportunidad, y no dedicar la atención
de nuestro pensamiento simplemente a ilusiones pasadas imposibles de
poseer.
Establece el autor en El Pintor de la Vida Moderna su propia
teoría de lo bello distinguiendo una doble composición.
Por un lado se encuentra el elemento eterno e invariable y por tanto
más abstracto y genérico; en segundo lugar encontraríamos
el elemento relativo y circunstancial, más particular y pintoresco
que puede equipararse al concepto de moda. La conclusión de esta
teoría es que el primer elemento necesita del segundo para ser
entendido.
Hay características indudables
de la modernidad como el movimiento, la velocidad y la trivialidad que
ha sido objeto de representación constante en el arte contemporáneo.
Sin ir más lejos puedo recurrir a ejemplos tan claros como el
Futurismo, cuya obsesión no es otra que la representación
del movimiento y hacer evidente la belleza de la máquina, fuente
a su vez de movimiento de un carácter nunca visto antes del siglo
XIX.
Pero no solo los pintores muestran interés por este objetivo,
también es una constante en ciertos fotógrafos de lento
obturador que sirvieron de ejemplo a aquellos pintores que los negaron.
El
interés por el movimiento en el arte, junto a una nueva valoración
de lo trivial se relaciona estrechamente con el estudio de lo formal
frente a lo temático. Quiero decir con esto que desde finales
del siglo XIX y casi todo el siglo XX las diferentes poéticas
han centrado su interés en el estudio del su propio lenguaje
restando importancia al tema a representar. Tendiendo en cuenta la sucesión
de vanguardias durante más de medio siglo, los ejemplos disponibles
son demasiados para enumerarlos aquí, no obstante sí que
nombraré algunos ejemplos muy concretos como el caso de la serie
de nenúfares del pintor impresionista Monet; tanto importaba
captar la luz en cada momento del día y su fugaz paso, que resultaba
insignificante el hecho de repetir el mismo tema hasta la saciedad (a
este respecto he de recordar la película del director español
Víctor Erice El Sol del Membrillo). De igual modo ocurre
con las temáticas a las que recurren los pintores cubistas. El
cubismo es un movimiento de experimentación formal y en ello
centra toda su atención y capacidad negando rotundamente las
posibles distracciones ofrecidas por el tema o el colorido.
Pero si hablamos de la representación de la vida cotidiana encontramos
en ella la trivialidad absolutamente contraria a la grandeza, majestuosidad
e incluso pomposidad y sobre valoración en muchos casos de la
pintura histórica en que se inmortalizan esos grandes momentos
de la humanidad. Frente a esto encontramos la litografía, por
ejemplo, dedicada fundamentalmente a la producción de carteles
publicitarios y que supone una doble pérdida del carácter
aurático de la obra de arte; por un lado está el hecho
de llevar la obra al campo de la publicidad ¿Puede haber algo
más trivial? Por otro lado encontramos el tema de la reproducibilidad
técnica del grabado que supone la pérdida instantánea
del carácter de obra única y por tanto del aura. La temática
de dichos carteles, es algo evidente, no es de una belleza académica
sino que encuentra su valor poético en la apreciación
de la belleza propia de la modernidad, la belleza que puede tener un
café parisino o un tal vez un encuentro deportivo, belleza que
no podemos negar a algo que resulta tan atractivo en nuestra vida cotidiana
en la que apenas tiene cabida la belleza eterna de la pintura más
académica y el arte más clasicista.
¿Pero quién es ese personaje que mira a través
de la ventana en los cuentos de Poe y Hoffmann? Al leer el relato su
identidad resulta un misterio para el lector, no conocemos su vida o
su personalidad, lo que sí conocemos es el mundo que él
observa.
Este
personaje no es otro sino el propio Pintor de la Vida Moderna
de Baudelaire que se mezcla con la multitud y se confunde con ella.
Baudelaire identifica lo anónimo con la multitud, habla del Sr.
Constantin Guys sin revelar su nombre asegurando que este lo quiere
así frete a otros que, orgullosos, reclaman ser diferenciados
de la masa como individuos únicos de talento incomparable y digno
de reconocimiento.
En otras épocas es más valorado el individuo que sobresale
por encima de los demás, la modernidad es la época de
la multitud. Todo esto y el anonimato de Constantin Guys en los escritos
de Baudelaire me traen a la mente la publicidad actual (en relación
directa con la litografía de la que hablé anteriormente)
que en muchas ocasiones se convierte en verdadera obra de arte de la
que la mayoría de nosotros no conocemos el autor o es muy difícil
hablar de uno puesto que son muchos los responsables de la existencia
de la obra. Algo similar ocurre con el autor en la obra cinematográfica
que en contadas ocasiones cuenta con un responsable absoluto.
El artista entendido como ‘hombre de mundo’ es una muestra
más de que algo ha cambiado en el propio concepto 'artista',
hombre especialista apegado a su paleta según Baudelaire, sin
embargo el pintor de la vida moderna se sumerge en su mundo y se contamina
de otros, muestra una pasión casi insaciable de conocimiento
y comprensión de otras culturas y costumbres, ejemplo de ello
vuelve a ser el cubismo pero en esta ocasión por su muestra de
interés hacia las culturas llamadas primitivas, el pintor conoce,
comprende y asimila la cultura ajena valorando su belleza diferente
y adaptándola a su propia obra.
Esta curiosidad del artista se ve reflejada en el relato de Poe pero
en este caso llega a convertirse en obsesión como se observa
en numerosos cuentos de este autor. En El Gato Negro la obsesión
del protagonista por el felino le consume y le lleva a su propia perdición
como también ocurre en El Corazón Delator y en
El Hombre de la Arena de E. T. A. Hoffmann.
En El Pintor de la Vida Moderna Baudelaire habla de la convalecencia
identificándola como un retorno a la niñez. Explica que
el niño lo ve todo como novedoso y se encuentra siempre embriagado
por lo que le rodea. Algo similar le ocurre al pintor que, tras un estado
de convalecencia en el que se ha visto privado de los estímulos
que le ofrece el exterior, sus sentidos parecen agudizarse ante aquéllos
y los disfruta y siente como novedad, le inundan, ya que se encuentra
anestesiado por la cotidianidad, por la repetición que supone
vivir cada día dichos estímulos. Explica Baudelaire que
el hombre de genio tiene los nervios sólidos; el niño
los tiene débiles. En uno la razón ha ocupado un lugar
considerable; en el otro la sensibilidad ocupa casi todo el ser.
En La Ventana Esquinera de mi Primo podemos identificar al
protagonista postrado ante su ventana como el niño, mientras
que su primo que le visita sería el hombre de nervios sólidos
al que su pariente ha de enseñar a ver cuado mira y le muestra
el espectáculo que se aparece ante ellos a través de la
ventana.
Es difícil hablar de la modernidad sin nombrar si quiera la figura
del Dandy, el hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene
otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad; el hombre
educado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a la obediencia
de los demás.[Nota
1]
El Dandy es también hombre de multitud pero de forma algo diferente
a lo dicho anteriormente ya que este siempre llama la atención,
no se mezcla sutilmente ni pasa desapercibido como aquel pintor de la
vida moderna, aquel hombre que observa tras el cristal de la ventana.
Pero hay otra gran diferencia entre este hombre de la multitud y el
Dandy; éste aspira la insensibilidad [Nota
2] algo que se aleja de forma abismal del hombre convaleciente
cuyo espíritu de fuertes nervios retrocede a la infancia y disfruta
de agudizados estímulos. Ambos personajes tienen una vida
universal en el sentido de huir de lo particular y vivir abierto
a todo conocimiento, a todas las culturas, todas las costumbres, todo
en general, pero llegado a este punto hay algo más que distingue
al hombre tras la ventana y es su búsqueda de lo particular
al mismo tiempo para encontrar en ello lo poético de cada cosa.
Este
hombre tiene, como bien dice a su primo el protagonista del cuento de
Hoffmann, la facultad de ver, pero si esto fuese poco, además
posee la capacidad de expresar, y llega un momento en su día
que vuelca sobre una hoja en blanco toda la atención, concentración
y la pasión que antes prestaba a la observación del mundo
y llena esa hoja vacía con todo aquello que vio y aprendió,
todo aquello que le sorprendió y embriagó su sentido como
si fuese un niño en el circo por primera vez. Este momento pasional
en que imaginación e inspiración juegan un papel fundamental
convierte al hombre de la multitud en un artista romántico. Este
hombre no busca otra cosa sino la modernidad y, en palabras de Baudelaire
la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la
mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y con esto volvemos
a la teoría sobre lo bello en que se distingue el elemento eterno
del relativo: la moda.
El pintor de la vida moderna no se conforma
con negar la posible belleza de elementos aparentemente banales y vacíos
de la modernidad y añadir a sus obras la ya reconocida belleza
de otras épocas; sino que se afana en extraer de dichos elementos
esa belleza potencial, ¿Por qué no habría de hacerlo?
¿No son lo eterno y lo transitorio ambas mitades de lo bello?
¿Por qué pues no habrían de gozar de cierta importancia?
Al fin y al cabo se necesitan mutuamente y, eliminando el elemento transitorio
se cae forzosamente en el vacío de una belleza abstracta
e indefinible. Es más, para que toda modernidad sea digna de
convertirse en antigüedad, es necesario que se haya extraído
la belleza misteriosa que la vida humana introduce involuntariamente
[Nota 3]
y esto es exactamente lo que hace nuestro Pintor de la Vida Moderna.
En la defensa que Baudelaire hace de la modernidad muestra un afán
de la sociedad moderna por conseguir una personalidad propia basada
en el presente más actual y evitando el apoyo constante en momentos
pasados, llegando así a cobrar la misma importancia histórica
que para nosotros tienen dichos momentos.
Sin embargo he de añadir que en el pasado sí se tomó
siempre como piedra angular alguna estética anterior aunque fuese
para oponerse a ella. Hemos de tener en cuenta que en cada época
se cuenta con la experiencia ofrecida por la suma de las anteriores
y sería una gran pérdida y un freno al avance del conocimiento
humano el negarla. Pero todo tiene un equilibrio, sin olvidar el pasado
tampoco podemos despreciar el presente. Los hombres de la modernidad
reivindican la importancia y la belleza particular y única del
momento que viven; proponen no vivir anclados en el pasado y apreciar
la nueva belleza que ofrece su presente.
Nota
1: El Pintor de la Vida Moderna. Capítulo IX
El dandi. CHARLES BAUDELAIRE.
Nota 2: El Pintor
de la Vida Moderna. Capítulo III El artista, hombre
de mundo, hombre de la multitud y niño. CHARLES BAUDELAIRE.
Nota 3: El Pintor
de la Vida Moderna. Capítulo IV La modernidad.
CHARLES BAUDELAIRE.
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DATOS DE LA AUTORA:
Lidia Fernández Infante (1983, Málaga),
Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Málaga
en 2007, ha realizado diversos cursos de formación relacionados
con el Arte y el Patrimonio entre los que cabe destacar Didáctica
de la História y del Patrimonio Histórico-artístico
en el Centro de Altos Estudios Históricos de la Fundación
Sánchez Albornoz en Ávila.