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Una pizca de sal
James Nuño
18/10/2007



Él la deseaba con respeto. Todos los días, después del trabajo, caminaba por la misma calle y veía su silueta recargada en la pared; una mirada profunda e íntima, diferente a todo lo antes conocido. Estaba siempre iluminada por un halo de doscientos watts que resaltaba su tostada piel y le blanqueaba los ojos, como a un animal salvaje. Se imaginaba poseyéndola, arrancándole la piel, removiendo sus restos como se quita la carne de una cáscara a una fruta dulce. Quería bebérsela, que permeara sus venas, que iluminara sus entrañas.

Aquella noche -que recordaría después con un vaso de ron en la mano- ella lo tomó inesperadamente del brazo. Le dijo ‘te he visto’, y él no respondió. Se sentía asustado, pero al mismo tiempo una calma comenzaba a hormiguearle la piel. Ella lo guiaba, jalándolo del brazo mientras él se perdía en su espalda bronceada y su fragancia marina. Caminaron en silencio por calles infinitas, apagadas, y de entre los callejones se divisaban puntos rojos y blancos, acusatorios, penetrantes, inquisidores. Él se oprimía a su espalda: mientras más cerca, más protegido se sentía; era una diosa justiciera, un demonio protector.

Entraron al edificio; subieron dieciséis pisos para llegar al departamento. ¿Cómo es que aquella mujer sabía en dónde vivía? Quizá era una espía o leía la mente. Quizá era sólo un espejismo. Entró en el baño para lavarse la cara y deshacerse de las dudas. Salió y la estancia parecía vacía. Una tristeza lo sacudió, temiendo que quizá esa piel tostada no hubiera sido sino una proyección de su subconsciente necesitado de algo de divinidad profana, de una llama de amor viva o una séptima morada. Pero una fragancia de arena y tabaco comenzó a acariciarle la nariz. Ella estaba en la recámara.

Al borde de la cama se distinguía la mujer, sentada, de espaldas. Cuando lo escuchó, giró la cabeza despacio y sus ojos brillaron como los de un felino a la caza nocturna. Se acercó, como hipnotizado por la mirada de una serpiente, maravillado por el contraste de la lencería blanca y la piel tostada. Ella se puso de pie y él, sometido de forma voluntaria, realizó la genuflexión necesaria para verla con temor y respeto a la cara y después besarle los pies. Estaba feliz, vigorizado, capaz de romper la ventana y lanzarse al vacío. Ella lo levantó y ambos se sentaron al filo del lecho. Quiso besarla, pero ella lo detuvo. En cambio, tomó su mano derecha y la guió por su cuello, pecho y vientre, hasta detenerse en su seno izquierdo, junto al corazón. Un ardor de mil máquinas le desgarraba los tendones, propagándose por el interior del brazo, mientras un frío lo abrasaba por la parte externa. Eran tan intensos el dolor y el placer que no concebía la posibilidad de separarse, de alejarla como cualquier sano juicio aconsejaría. Le tomó la otra mano y puso ambas en sus senos, estrujándolos y moviéndolos ondulatoriamente. Ella se despojó de su lencería y lo tomó de la cabeza para estrecharla contra su pecho. Tenía un olor a sal, a ola furiosa; un sabor a nube, a risas, un sabor azul. Cada vez hacía más presión en su cráneo, jalaba de sus cabellos y lo empujaba hacia abajo. Se detuvo en su vientre, en su entrepierna. Había un olor fuerte, como a acetona, a químico adictivo. Se apresuró a escarbar, a desentrañar con lengua y labios para descubrir la fuente de ese olor adictivo, mientras se despojaba de sus prendas con torpeza. Ella aspiraba hondamente, dejando la estela de su aire por todo el cuarto, iluminándolo como un prisma amoroso. Apretaba cada vez más fuerte las piernas, haciéndolo perder todo contacto auditivo con el exterior, creando su propio mundo, su propia utopía de olores fuertes, sabores amargos y el sonido del mar; vientre salado, piernas de caracol. Violentamente lo jaló del cabello de nuevo hacia su rostro y lo obligó a besarle el cuello. En la boca no, dijo. Quería acabársela, consumirla en los labios, deshacerla en el paladar. Quiso entrar de una vez, fundirse y desgarrarla con violencia, pero ella lo alejó. Lo vio intensamente y él tuvo miedo, como un cachorro regañado. Dirigió la mirada al espejo y se puso de rodillas, dándole la espalda al hombre perturbado. Admiraba su cuerpo desnudo en el espejo y su mirada reflejaba cierta angustia, cierta tristeza secreta. Intentó abrazarla y acariciarle el pecho, pero volvió a rechazarlo. Con un movimiento brusco, lo hizo sentarse. Le dijo 'pase lo que pase, no mires al frente, no mires al espejo, mantén tu mirada siempre en mí, en mi cuerpo, que es lo único que necesitas'. Entonces, manteniéndose en sus rodillas, apoyó la cabeza en la cama y, con ambas manos, abrió su dorso de par en par, dejando a la vista un asfódelo negro, palpitante y abierto. Entra, le ordenó. Temeroso, la tomó de las caderas y empujó violentamente. Se movía con dificultad, le dolía el vapuleo de las carnes. Más que dolerle, sentía un ardor, una brisa caliente que le apretaba con ritmo; se sumergía en el fuego liberado de las aguas. El calor se hacía más intenso. Sintió de nuevo que se congelaba por fuera; pero por dentro… por dentro eran olas frenéticas, fuego furibundo, apocalipsis total. Comenzó a sofocarle la idea del congelamiento. Mientras sudaba en movimientos bruscos, se veía a sí mismo como piel mudada, como témpano vacío. Una ligera tristeza lo embargó. Odió a la mujer que tenía entre sus manos. La odió por todo aquel deseo que le provocara por tanto tiempo y que viniera a consumarse hoy, convirtiéndolo en un esclavo temeroso, en un instrumento para satisfacer a esa chiquilla endemoniada. ¿Qué edad tendría? Ahora que veía su cuerpo desnudo, que la había palpado, se daba cuenta que su fisonomía era la de una adolescente. ¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Por qué no se había dado cuenta desde un principio? Desde que la vio, su atuendo y porte de femme fatale lo hechizaron; pero era sólo una fantasía, un deseo fugaz que no esperaba consumar, como el deseo de vender el alma al Diablo o tocar a la puerta de Dios. Ahora se odiaba a sí mismo. ¿En qué clase de hombre se había convertido? La desesperación lo atacó y sus embestidas eran cada vez más violentas, más lastimeras, más melancólicas. Su mirada estaba fija en el corazón de las caderas chocando contra sí, tratando de obedecer las órdenes de la joven. Pero algo -una fuerza extraña, un instinto indómito- le alzaba los ojos. Ella musitaba ‘No, no, no’; como si supiera lo que estaba pasando por su mente. La presión era demasiada; su cuerpo, miembro y cabeza estaban a punto de estallar y un impulso lo obligó a subir la mirada. Ella suspiró con tristeza, y el vaho de su lamento inundó la habitación con una espesa niebla. Él quiso asirse a sus caderas, pero al estrecharlas, se le escurrieron por entre los dedos. En el espejo, se veía el rostro blanco y extasiado de una estatua de sal.

Durante mucho tiempo –días o meses volcados en catalepsias temporales-, la estatua ocupó su lugar de origen, y el hombre, adorador y temeroso, dormía a sus pies, cuidándola como tesoro o amuleto. Si osaba retirarse un poco, sentía el golpeteo de millones de piedras miniatura que lo obligaban a regresar al lecho, el lugar donde se sentía en verdad seguro. Sabía que debía hacer algo para cambiar la situación y volver a sentir el éxtasis de aquella noche; pero estaba conciente de que no encontraría una amante igual. Sólo había una cosa por hacer, un solo remedio para poder tener dentro de sí la energía, el frío y ardor que le provocara la joven. Se había dado cuenta del poder divino y catastrófico que encerraba aquella mujer y que, de alguna manera, tendría que poseer de nuevo para liberarse del mundo que lo aplastaba poco a poco. Así que, decidido a acabar con la incertidumbre, resolvió hacerse uno de nuevo con esa mujer. Corrió a la cocina, y buscó un licor. Vodka, tequila, brandy… ni siquiera el vino tinto era adecuado para el ritual. En una esquina encontró una botella de ron. Al destaparla, el aroma a mar lo convenció. Se dirigió de nuevo a la recamara y contempló por unos minutos aquel monumento salino. No había vuelta atrás; quizá sería sacrílego, pero todo gran devoto tiene que romper las leyes para unirse a su dios. Tomó el vaso con la mano izquierda, con la derecha vació el ron. Al final, solemnemente, una pizca de sal.

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Para saber más


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DATOS DEL AUTOR:


James Nuño (Guadalajara, Jalisco, México, 1984).-Actualmente cursa el último año de la Licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara.
Ganador del Concurso de Cuento FIL Joven, por ‘Cuento corto sobre vida larga’, publicado en la antología Creadores literarios FIL Joven 2002 (Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2003, 154 pp.).