Él la deseaba con respeto. Todos los días, después
del trabajo, caminaba por la misma calle y veía su silueta recargada
en la pared; una mirada profunda e íntima, diferente a todo lo
antes conocido. Estaba siempre iluminada por un halo de doscientos watts
que resaltaba su tostada piel y le blanqueaba los ojos, como a un animal
salvaje. Se imaginaba poseyéndola, arrancándole la piel,
removiendo sus restos como se quita la carne de una cáscara a
una fruta dulce. Quería bebérsela, que permeara sus venas,
que iluminara sus entrañas.
Aquella
noche -que recordaría después con un vaso de ron en la
mano- ella lo tomó inesperadamente del brazo. Le dijo ‘te
he visto’, y él no respondió. Se sentía asustado,
pero al mismo tiempo una calma comenzaba a hormiguearle la piel. Ella
lo guiaba, jalándolo del brazo mientras él se perdía
en su espalda bronceada y su fragancia marina. Caminaron en silencio
por calles infinitas, apagadas, y de entre los callejones se divisaban
puntos rojos y blancos, acusatorios, penetrantes, inquisidores. Él
se oprimía a su espalda: mientras más cerca, más
protegido se sentía; era una diosa justiciera, un demonio protector.
Entraron al edificio; subieron dieciséis pisos para llegar al
departamento. ¿Cómo es que aquella mujer sabía
en dónde vivía? Quizá era una espía o leía
la mente. Quizá era sólo un espejismo. Entró en
el baño para lavarse la cara y deshacerse de las dudas. Salió
y la estancia parecía vacía. Una tristeza lo sacudió,
temiendo que quizá esa piel tostada no hubiera sido sino una
proyección de su subconsciente necesitado de algo de divinidad
profana, de una llama de amor viva o una séptima morada. Pero
una fragancia de arena y tabaco comenzó a acariciarle la nariz.
Ella estaba en la recámara.
Al borde de la cama se distinguía la mujer, sentada, de espaldas.
Cuando lo escuchó, giró la cabeza despacio y sus ojos
brillaron como los de un felino a la caza nocturna. Se acercó,
como hipnotizado por la mirada de una serpiente, maravillado por el
contraste de la lencería blanca y la piel tostada. Ella se puso
de pie y él, sometido de forma voluntaria, realizó la
genuflexión necesaria para verla con temor y respeto a la cara
y después besarle los pies. Estaba feliz, vigorizado, capaz de
romper la ventana y lanzarse al vacío. Ella lo levantó
y ambos se sentaron al filo del lecho. Quiso besarla, pero ella lo detuvo.
En cambio, tomó su mano derecha y la guió por su cuello,
pecho y vientre, hasta detenerse en su seno izquierdo, junto al corazón.
Un ardor de mil máquinas le desgarraba los tendones, propagándose
por el interior del brazo, mientras un frío lo abrasaba por la
parte externa. Eran tan intensos el dolor y el placer que no concebía
la posibilidad de separarse, de alejarla como cualquier sano juicio
aconsejaría. Le tomó la otra mano y puso ambas en sus
senos, estrujándolos y moviéndolos ondulatoriamente. Ella
se despojó de su lencería y lo tomó de la cabeza
para estrecharla contra su pecho. Tenía un olor a sal, a ola
furiosa; un sabor a nube, a risas, un sabor azul. Cada vez hacía
más presión en su cráneo, jalaba de sus cabellos
y lo empujaba hacia abajo. Se detuvo en su vientre, en su entrepierna.
Había un olor fuerte, como a acetona, a químico adictivo.
Se apresuró a escarbar, a desentrañar con lengua y labios
para descubrir la fuente de ese olor adictivo, mientras se despojaba
de sus prendas con torpeza. Ella aspiraba hondamente, dejando la estela
de su aire por todo el cuarto, iluminándolo como un prisma amoroso.
Apretaba cada vez más fuerte las piernas, haciéndolo perder
todo contacto auditivo con el exterior, creando su propio mundo, su
propia utopía de olores fuertes, sabores amargos y el sonido
del mar; vientre salado, piernas de caracol. Violentamente lo jaló
del cabello de nuevo hacia su rostro y lo obligó a besarle el
cuello. En la boca no, dijo. Quería acabársela, consumirla
en los labios, deshacerla en el paladar. Quiso entrar de una
vez, fundirse y desgarrarla con violencia, pero ella lo alejó.
Lo vio intensamente y él tuvo miedo, como un cachorro regañado.
Dirigió la mirada al espejo y se puso de rodillas, dándole
la espalda al hombre perturbado. Admiraba su cuerpo desnudo en el espejo
y su mirada reflejaba cierta angustia, cierta tristeza secreta. Intentó
abrazarla y acariciarle el pecho, pero volvió a rechazarlo. Con
un movimiento brusco, lo hizo sentarse. Le dijo 'pase lo que pase, no
mires al frente, no mires al espejo, mantén tu mirada siempre
en mí, en mi cuerpo, que es lo único que necesitas'. Entonces,
manteniéndose en sus rodillas, apoyó la cabeza en la cama
y, con ambas manos, abrió su dorso de par en par, dejando a la
vista un asfódelo negro, palpitante y abierto. Entra, le ordenó.
Temeroso, la tomó de las caderas y empujó violentamente.
Se movía con dificultad, le dolía el vapuleo de las carnes.
Más que dolerle, sentía un ardor, una brisa caliente que
le apretaba con ritmo; se sumergía en el fuego liberado de las
aguas. El calor se hacía más intenso. Sintió de
nuevo que se congelaba por fuera; pero por dentro… por dentro
eran olas frenéticas, fuego furibundo, apocalipsis total. Comenzó
a sofocarle la idea del congelamiento. Mientras sudaba en movimientos
bruscos, se veía a sí mismo como piel mudada, como témpano
vacío. Una ligera tristeza lo embargó. Odió a la
mujer que tenía entre sus manos. La odió por todo aquel
deseo que le provocara por tanto tiempo y que viniera a consumarse hoy,
convirtiéndolo en un esclavo temeroso, en un instrumento para
satisfacer a esa chiquilla endemoniada. ¿Qué edad tendría?
Ahora que veía su cuerpo desnudo, que la había palpado,
se daba cuenta que su fisonomía era la de una adolescente. ¿Qué
estaba haciendo él allí? ¿Por qué no se
había dado cuenta desde un principio? Desde que la vio, su atuendo
y porte de femme fatale lo hechizaron; pero era sólo una fantasía,
un deseo fugaz que no esperaba consumar, como el deseo de vender el
alma al Diablo o tocar a la puerta de Dios. Ahora se odiaba a sí
mismo. ¿En qué clase de hombre se había convertido?
La desesperación lo atacó y sus embestidas eran cada vez
más violentas, más lastimeras, más melancólicas.
Su mirada estaba fija en el corazón de las caderas chocando contra
sí, tratando de obedecer las órdenes de la joven. Pero
algo -una fuerza extraña, un instinto indómito- le alzaba
los ojos. Ella musitaba ‘No, no, no’; como si supiera lo
que estaba pasando por su mente. La presión era demasiada; su
cuerpo, miembro y cabeza estaban a punto de estallar y un impulso lo
obligó a subir la mirada. Ella suspiró con tristeza, y
el vaho de su lamento inundó la habitación con una espesa
niebla. Él quiso asirse a sus caderas, pero al estrecharlas,
se le escurrieron por entre los dedos. En el espejo, se veía
el rostro blanco y extasiado de una estatua de sal.
Durante
mucho tiempo –días o meses volcados en catalepsias temporales-,
la estatua ocupó su lugar de origen, y el hombre, adorador y
temeroso, dormía a sus pies, cuidándola como tesoro o
amuleto. Si osaba retirarse un poco, sentía el golpeteo de millones
de piedras miniatura que lo obligaban a regresar al lecho, el lugar
donde se sentía en verdad seguro. Sabía que debía
hacer algo para cambiar la situación y volver a sentir el éxtasis
de aquella noche; pero estaba conciente de que no encontraría
una amante igual. Sólo había una cosa por hacer, un solo
remedio para poder tener dentro de sí la energía, el frío
y ardor que le provocara la joven. Se había dado cuenta del poder
divino y catastrófico que encerraba aquella mujer y que, de alguna
manera, tendría que poseer de nuevo para liberarse del mundo
que lo aplastaba poco a poco. Así que, decidido a acabar con
la incertidumbre, resolvió hacerse uno de nuevo con esa mujer.
Corrió a la cocina, y buscó un licor. Vodka, tequila,
brandy… ni siquiera el vino tinto era adecuado para el ritual.
En una esquina encontró una botella de ron. Al destaparla, el
aroma a mar lo convenció. Se dirigió de nuevo a la recamara
y contempló por unos minutos aquel monumento salino. No había
vuelta atrás; quizá sería sacrílego, pero
todo gran devoto tiene que romper las leyes para unirse a su dios. Tomó
el vaso con la mano izquierda, con la derecha vació el ron. Al
final, solemnemente, una pizca de sal.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
James Nuño (Guadalajara, Jalisco,
México, 1984).-Actualmente cursa el último año
de la Licenciatura en Letras Hispánicas por la Universidad de
Guadalajara.
Ganador del Concurso de Cuento FIL Joven, por ‘Cuento corto
sobre vida larga’, publicado en la antología Creadores
literarios FIL Joven 2002 (Universidad de Guadalajara, Guadalajara,
2003, 154 pp.).