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Poema largo
Carlos Almira Picazo
18/06/2009




Hablamos, pero ya no es como antes.
Nos paramos en un escalón, pero ya no pensamos en viajar.
Después de un apretón de manos, nos separamos.
Y cada uno se va por una calle distinta, como si algo lo arrastrara.
En el aire oscuro, quieto, de la calle flotan las moreras.

Cada uno vuelve a su vida por un camino distinto,
mecánicamente cruza calles y plazas,
y se ve a si mismo como si fuera otro;
deja sus gestos en el aire, y se aleja rápidamente,
hasta que alcanza la estatura de un extraño.

En el aire oscuro de la calle flotan las moreras.
En el remolino de la gente, en el polvo del aire.
La Naturaleza se renueva, y así vence al tiempo,
o mejor aun, lo anula, en su infancia remota.

Pero el hombre nunca regresa, una vez arrancado
de si mismo, en el viento desasido;
lanzado contra el tiempo, como una flecha,
cuyo blanco está destinado a fallar, una y otra vez;
sin embargo las cosas viven en círculos perfectos:
los animales, las plantas, las piedras, el aire, la luz.

Mientras, los magnolios mecen sus hojas oscuras
en el aire, y la Biblioteca donde pasabas horas enteras
leyendo novelas y poemas, arrancado al tiempo,
sigue en el mismo lugar para desmentir tu muerte;
esperando que entres con las manos en los bolsillos,
y vuelvas a sentarte solo junto a la ventana.

Muchos ya no están, sus voces y sus caras
se han borrado para siempre; sus nombres
resuenan irreales; sus imágenes borrosas
ya no puede sujetarlas la memoria.
Sin embargo aún hay calles escondidas,
plazas calladas, torres absortas,
tapias densas, erizadas de hojas oscuras.

Si volviera a vivir apuraría más las cosas:
los vasos, las miradas, los paseos, las caricias;
contemplaría más detenidamente; me detendría;
contemplaría los plátanos; escucharía con más atención;
me dejaría envolver; correría como un loco
sólo para sentir el aire en la cara; deambularía

sin rumbo por las calles.

Siempre se nos escapa lo más importante:
siempre estamos lejos de lo que nos rodea;
las montañas descienden hasta el mar;
los parques vibran en el silencio y la sombra;
las plazas escuchan, absortas, en sus fuentes;
los patios resuenan densos al mediodía;
las calles apagan sus pasos al atardecer;
pero nosotros siempre estamos en otra parte,
dentro de nosotros, y apenas nos roza;
los ángeles, las hojas que oscurecen los cristales.

Las montañas vibran en la mañana;
el albañil fuma encaramado al andamio;
el loco hace su discurso a las tinieblas;
el niño juega con el perro en el parque;
el extranjero ofrece su mercancía en el suelo;
la cajera, mustia, sonríe vencida;
el viejo desmigaja el sol, sentado en un escalón;
el turista lee el parte meteorológico de Nueva Zelanda;
el autobús rechina como un oboe desafinado;
el cielo de madera se llena de golondrinas.

Pero nosotros siempre estamos en otra parte.
Y las palabras, erizadas, nos separan de la vida.

Estamos siempre despidiéndonos,
porque estamos siempre esperando.
En su quiebro imposible la golondrina,
casi roza la vastedad del aire.
Los tejados, los pasillos del cielo;
los árboles, las islas del aire.
Lo que nos impulsa adelante es la nostalgia.


Por un instante todo parece posible,
de nuevo, como en nuestra juventud:
los pilares firmes, el cielo profundo;
los árboles nuevos, las calles imprevisibles.
Por un instante todo parece nuevo:
las ciudades de nombres extraños,
Salzburgo -Mozart-; Novgorod
-torres-; Atenas -cerezos-.
Y de las ventanas y las puertas sale música.

El mismo autobús soñoliento
sube a la Facultad, mientras hablamos
filosóficamente de la vida;
y planeamos viajes que ya no haremos.
Tengo la sensación de que todo es ahora,
que estoy a la vez en todos mis momentos siempre:
en este río, en el mismo puente donde nos despedimos;
que vuelvo a ver el humo de la fábrica de cerveza;
que vuelvo a escuchar nuestras palabras heladas;
que vuelvo a trepar por las higueras;
y siempre soy yo, y tú, y él, y nosotros, y vosotros, y ellos.

Todo está lleno de lo que es ahora.
Soy un niño, un adolescente, y un viejo,
que tira piedras al agua, con un libro manoseado en el bolsillo,
y se duerme, y sueña con cielos invernales.
La misma realidad lo llena todo.
De golpe soy todos los hombres de todos los tiempos:
en el Nilo a la salida del sol;
en las murallas de Atenas;
en las estepas interminables;
en los bosques, en los grandes ríos;
en las ciudades, con sus mercados y sus jardines;
en un refugio antinuclear, mientras
afuera los cuervos saltan entre los árboles;
en los bombarderos, siempre de noche;
en los vientres abombados de los niños ruandeses;
en las fabelas de Río, cerca de Ipanema;
y siempre soy yo, y siempre eres tú;
y siempre somos todos, y estamos allí.

Al fondo de la calle el aire se oscurece.
Y cada uno se va por un camino distinto.
Su luz queda empañada en la distancia,
donde el amor, siempre derrotado, renace.


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DATOS DEL AUTOR:

Carlos Almira Picazo (1965) nació en Castellón, España. Se doctoró en Historia por la Universidad de Granada. Y se dedicó sobre todo, a vivir de sus clases y a escribir: ensayos, novelas, cuentos y poesía.
Hasta la fecha ha publicado: en papel, un ensayo sobre la Dictadura del general Franco (editorial Comares, Granada, 1997); una novela heterodoxa sobre la vida y muerte Jesús de Nazaret (editorial Entrelíneas, Madrid 2005); y en internet, una novela sobre el posible futuro de un país de América latina, imaginario, (revista Prometheus mdq, nº 22 abril de 2007). En la actualidad trabaja en una colección de cuentos y en una novela histórica sobre la antigua Roma.