El visitante curioso, ávido de aventuras y saberes, deslumbrado
por la geografía de Suramérica, encuentra en la poesía,
en los poetas del Sur, en la palabra, lo secreto, profundo, misterioso,
la vida y la muerte, sus gentes, la huella invisible del pasado y el
futuro, un presente rotundo, marcado de antemano.
Grandes poetas como las vastas, infinitas tierras, océanos, paisajes
sin límites, desiertos, valles, selvas con ríos nacidos
de montañas nevadas eternamente, pueblos remotos, caminos que
parecieran ignorar las distancias y el tiempo. Música y canto,
también en los caminos cortos, encerrados entre álamos,
quebradas escondidas, fiordos, huellas del salitre, sal, cerros verdaderos
disparates contra el cielo cayéndose de la mano de Dios. Grandes
abismos, fosas marinas, límites desconocidos, un recodo inexplicable
hacia la felicidad y la muerte. No hay límites en el Sur y ahí
acaba el mundo, que nunca termina. Fin de mundo, la mano alzada de un
niño en el pizarrón de la Patagonia, donde el abecedario
arma un nuevo mundo con faltas de ortografía, pero lleno de esperanzas.
Pero el Sur no sólo es el Sur-Sur, donde la invicta geografía
se asocia al silencio, sino también sus ciudades —las pesadas
puertas de sus anchas, anónimas avenidas, y sus callecitas, donde
vuelves viejo amor: Lima, Montevideo, Santiago, Buenos Aires, Quito,
Asunción, y el tiempo que es un largo río trasnochado
de tiempo y más tiempo. El Sur es un río, un largo y renovado
camino, un viejo y renovado poema, un aire que respiramos y no sabemos
por qué, cuándo, ni cómo, el Sur existe.
Poetas de grandes avenidas, como carreteras,
ciudadanos de la palabra, apóstoles urbanos, en el altar ignorado
de las ciudades cosmopolitas, dueños de ruinas, infelicidades,
de calles que arrancan desde sus vísceras, atormentados por la
vida, presentes en lo cotidiano, fieles creyentes del futuro, insomnes
transeúntes de una noche enteramente fugaz. Quizás sólo
se proponían juntar estrellas, apacentar las ovejas del tiempo,
dormir distraídos frente a la luz de una luna que vela por todos
nosotros. Siempre expulsados por algún dios, casi eternamente
recogidos por la miseria. Poetas incorregibles por la mano de Dios.
Tierras alzadas por la palabra, náufragas, islas, toda palabra
es viajera y en el Sur es verbo.
El Sur es un hábito, una manera de ser, hablar, sentir desde
luego, mirar, un ombligo largo el de Chile, ancho y plano de Argentina,
pequeño círculo, bisagra, Uruguay, y ahí se cierra
el Cono Sur, una Caja de Pandora del Fin del Mundo, tierras traicionadas
en no pocas ocasiones, atmósfera secreta de rosas y espinas.
Andino el paisaje a su alrededor, anillo alto, nevado hacia las estrellas,
la Cruz del Sur, solitaria lámpara encargada de la noche del
Sur, de sus lejanías, de un tiempo documentado por los antiguos
dioses mapuches. El Sur existe como tú en mi memoria, como vos
que no sos olvido. Una llama nace en la orilla de los caminos, fuego
es la tierra y un río la sueña al otro lado de un puente
invisible.
Tanto por compartir, que el olvido
borra la oferta de la naturaleza y los sueños, del desafío
de Ser. Altiplano, Altiplano. Tierra de afonía, altura sin piso,
doblemente la llama encendida corre y muere. Indio Sur, sin hojas, sin
árbol, sin tiempo, sin voz ni voto, simulacro del paisaje arrodillado.
Son peones, fichas sin tablero. Un montón gigante de imposibilidades,
viven en las esquinas del tiempo, mendigos de un sol que adoraron sus
antepasados. La noche va boca abajo, baila con sus cigüeñas
rotas, las cabezas ciegas, podridas de los poderes fácticos,
ensangrentada la plata, humillada, el vino agrio que se detiene frente
al desierto. No pises el largo tiempo de la noche, extranjero. No hay
comienzo ni fin. ¿Dónde esta la punta que nace y muere?
¿Quién anduvo por el último camino? ¿Qué
río murió bajo los suaves remos del viajero? ¿Qué
montaña no se extiende un poco más hacia la derecha o
la izquierda? Tu pie, mi pie, el paso de los antepasados se vuela con
el aroma del Canelo en la noche. No duermas que esta será noche
de espadas y corazas, de una cruz vengativa. Se siente el desembarco
de las bestias, su sudor en el tupido follaje, el temblor de la arena
bajo los cascos de los caballos, la mueca oxidada de la muerte. El viento
nació para vencer y también las huestes de Caupolicán
y Lautaro.
Poetas del Sur que desayunan con la palabra frente a una ventana, gris
o soleada —paisaje real—, pienso en el Conde de Lautréamont
(Isidore Ducasse), que le sopló un hombro a Dios; en Pablo Neruda,
dueño y señor del amor y la materia, los crepúsculos
y los muelles del alba desesperados; Jorge Luis Borges, el Hacedor de
sueños y esquinas porteñas con sus orillas ciegas, el
ascensor suspendido en la noche insomne (Oriente y Occidente); César
Vallejo, dolor humilde de la vasija humillada, de la espuma y el todavía;
y la Mistral, Lucila Godoy Alcayaga, de tanta desolación, viajera
que cargó con los muertos de Chile y el polvo de la ignorancia
de una época despiadadamente mediocre. Un valle, sólo
un valle, que los cerros encierran.
Y vamos ordenando la Casa de la Poesía Sureña, Vicente
Huidobro, con un pie en la tierra y otro en las estrellas, dejó
que el pájaro de la noche volara con su propia luz (los puntos
cardinales son tres: Norte y Sur); Pablo de Rokha, en la infinita tragedia
del ángel caído; Nicanor Parra, individuo imaginario,
presente —pasado—, futuro, y Gonzalo Rojas, que no llegó
primero, sino vino después y está con nosotros. Hay más
poetas entre la tinta y la sangre, en el país del largo pétalo:
Ángel Cruchaga, Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva,
Anguita, Arteche, más atrás Carlos Pesoa Véliz,
después, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Oscar Hahn, Armando Uribe,
Arce, Efraín Barquero, Carlos De Rokha, Rolando Cárdenas,
David Rosenmann-Taub, Gonzalo Millán, y todos los que vienen
con los bolsillos rotos llenos de estrellas y sueños, la humedad
invicta de la palabra cuando comienza a nacer.
El Sur que sabe de lo que hablo y
de estos misterios, Juan Gelman, bandoneón porteño, con
Martín Fierro de José Hernández, Borges
y la ciudad eterna, Lugones, Enrique Molina, Alfonsina Storni, Alejandra
Pizarnik, Oliverio Girondo, Roberto Juarroz, y tantos más, en
el vicio inexcusable de la palabra, que es raíz, camino, identidad.
La palabra porteña, desgarrada en el tango, la poesía
del movimiento, convertida en dolor —consuelo, anécdota,
olvido, sueño, simplemente la vida. Sur... paredón
después / Sur... una luz de almacén. Cielo Sur, Mar Sur,
Tierra Sur... Desde Uno de tus patios haber mirado / las antiguas estrellas,
/ desde el balcón de la sombra haber mirado / esas luces dispersas
/ que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar. Es 'El Sur' de Borges.
Alejandra Pizarnik, gaviota azul, degollada por su propia mano, anclada
en el coágulo de la noche, inclina la cabeza de trigo del Sur,
le abre un margen al poema. Mira la página en blanco, bajo sus
pies en París, junta con sus largos dedos la noche, el sueño
deshidratado, un hilo negro que mece el tiempo, minutos de arraigo y
abandono, la balanza inútil de la aurora, un pájaro picotea
el cuerpo, el poema es ala y nido, tiene casa en ti amigo lector.
Mario Benedetti, en la bisagra del Plata, Juana de Ibarbourou, telón
de fondo y el Conde de Lautréamont, Isidore Ducasse, montevideano
que cambió la poesía con Los cantos de Maldoror.
Quizás el más oscuro y luminoso pa(i)saje poético
de un nuevo universo en el lenguaje de la poesía, enigma, temblor,
príncipe negro de las letras. Un feroz, inmortal aullido. Su
única esperanza, morir con el verbo. Se sopló en el aire
a los 24 años de edad. Un pasaje siempre inédito, entre
Montevideo y París, la mano que haló el viento de la poesía.
Perú, Vallejo que le dijo al poema en cholo, a la palabra, el
verbo, todavía —intraducibles espumas—, César
Moro, José María Euguren, Carlos Germán Belli,
y los jóvenes que vienen bajando y subiendo el verbo por los
senderos ruinosos del Perú. La piedra rueda, hermano y es verbo.
Está retratado el Virreynato con su boato, el sacrificio de la
sangre, la catedral erguida entre la arena, el polvo de Lima, camino
del Inca que crece en millares de pies, el sol más alto que la
luz del hombre, nadie alcanza el sueño de los habitantes del
Cusco, la piedra es lo único seguro en la sombra. Una momia virgen
santifica las nieves eternas. La cruz se lleva al Inca, pieza de oro
del Reino de España, y lo baña con las sagradas escrituras
de la muerte. La muerte es un lujo dorado, una pieza maestra del conquistador.
Dejó para siempre la palabra araucana. Muchos más recogieron
la raíz de ese verbo ensangrentado, húmedo, vital.
Extraño fenómeno este de la poesía chilena, la
más al Sur del Sur austral, el confín del fin, y el verbo
viene de la araucanía, con el paje real Alonso de Ercilla y Zúñiga,
poeta de la guerra, del canto, del testimonio de la conquista y del
reconocimiento del terco conquistado inconquistable.
La palabra se hizo tormento, y no hubo estación que no trajera
dolor, el precio de más de tres siglos de guerra, corriendo la
sangre por el Sur de un río sin fin. Roja la huella invasora.
En esas tierras salvajes, arrinconadas por el tiempo, la geografía
y la sobrevivencia, se originó Chile, Chili, fin de mundo, el
último ruido del planeta, el hondo suspiro de una araucanía
que se niega aún a morir. Respira el Canelo y la Araucaria aún
se yergue en los acantilados, en algún risco olvidado del Sur,
donde afortunadamente no llega la mano del hombre. Viajera la palabra
en el Sur del verbo crece bajo esos troncos que silban con el viento
las canciones ordinarias de esos días sin tiempo.
Bajo una piedra del Sur nace un poeta chileno. Es una frase tan antigua
como los versos de Petrarca. Hijos de una loca geografía, herederos
del dolor y la felicidad, que marcan a un mismo tiempo esas tierras
atormentadas por el hombre y la naturaleza, pero también dotadas
del comienzo del paraíso. Dios, que no tiene sueño, duerme
en el Sur.
En la Patagonia nació el viento. Duermen las estrellas más
azules que la eternidad. La tierra acomoda sus largas piernas, se dobla
y encoge los hombros en las noches. Cruje el silencio natural de la
geografía. La noche se siente principio. El tiempo tiene cuerpo.
Las aguas se juntan, ni tan calladas ni tibias, próximas a sí
mismas, puras, torrentosas, bautismales. Chocan los océanos,
los canosos glaciales miran impertérritos el paso del tiempo,
el hielo es un rostro antiguo, elegante, olvidado de todo maquillaje,
es su propio esplendor, la transparencia del alba. Bosques, dormitorio
del silencio, de lengas, ñires, amancay y guindos, de la luz
y el espacio, el principio que no es vacío, sino el ciclo que
la noche y el alba comparten el día a día.
Los Poetas del Sur, desde sus hondos caminos, lo dijeron casi todo,
y aún siguen nombrando a las cosas, cantaron a la vida y a la
muerte, diversos en la fluida, atascada geografía del verbo,
más que nombres, el hilo de una misma madeja, la tela en el telar
de la poesía.
La poesía en el Sur no es un lujo, le pertenece al hombre y a
la naturaleza, forma parte de las cosas, arrinconada también
por los medios, sobrevive en un tren antiguo que busca con desesperación
un andén donde descansar para seguir su ruta la mañana
siguiente. Entra a un bar en Nueva York 11, Santiago de Chile, cuando
el Sur está lleno, y bajo el plomo de la prosa impune del Capitán
General. En el Bar Unión de la City mapochina, un segundo hogar
para Rolando Cárdenas y Jorge Teillier, poetas del Sur, de Chiloé
y la araucanía, forasteros del Santiago ensangrentado, rumiaban
la poesía de la sobrevivencia, instalados en el Sur del poema.
La ciudad goteaba por sus cuatro costados, una lluvia roja lágrimas
de azufre en los mesones de los bares, poesía sudada en la negra
primavera del 11 de septiembre, el Sur crujía sin música
de bandoneón. La acera del frente, el cité, la calle desvencijada
sin transeúntes, esos atardeceres pálidos, crepusculares,
viudos, huérfanos casi de hospicio. El Sur que era fruta, flor
fresca, mostraba sus pálidas, enlutadas mejillas de espanto.
Se creció la noche en el día. El río arrastró
cadáveres. La muerte desayunaba cuatro veces al día. Ningún
sueño más horroroso que la realidad.
El Sur son tantas cosas. Ninguna de ellas, como todas juntas. El parrón,
la higuera, la que pasa tan cerca del corazón que te siembra
primaveras. El Sur es un verso simple, lluvioso, amigo, la guitarra,
el aromo en la buena primavera, el vino ronco como el zarpazo tibio
de un puma, un frío que empuja las costillas más afuera,
tú que compartes el pan frente a la cordillera nevada. Siento
un tren que recorre mis venas en las noches, debuto en una larga tempestad
como un maquinista sobre rieles, que arrastra una ciudad gris, de anchas
caderas, matriarcales formas de nieve, bautizada por terremotos, poetas
desamparados, aluviones de palabras con sus noches negras verdosas de
un violeta insomne delirante que atraviesa el tiempo Sur con sus violines
rojos, caballos de invierno, otoños que se dejan amarillos, intactos,
veranos azules, islas sin nombre, la nieve que viene volando los Andes
con su Cóndor plateado. Un andén duerme a esta hora cerca
del solitario riel y yo no estaré. La mariposa sabe de belleza
y cuán corta es la vida, azul el mar verde, la copa se alza y
cae invicta la noche más allá, al Sur de los copihues.
Alguien canta a lo lejos.
Sur
La nostalgia patea con sus cuatro patas tiernas
y no tiene furia el tiempo en la bestia,
una cicatriz tatuada en el cuerpo cojea,
vacila una noche sin estrellas,
hunde el pasado en su agujero negro,
la cabeza y los ojos y el ombligo
de dos caras respira gemelo en ti mujer.
El Sur es tu puerta húmeda,
sólo ábrela
Rolando Gabrielli.
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