Escribir cuentos es asumir que la vida se construye de instantes frenéticos,
pequeños fragmentos de luz que se mueven entre la zozobra y la
bienandanza. Por eso también el lector de cuentos asume como
principio fervoroso que la luz en las historias leídas sirve
para llenar el misterio y oscuridad de su vida cotidiana. Escribir cuentos,
pues, es como preparar un pulpo en su tinta; leerlos es paladear al
malogrado molusco que ha tenido a bien asumirse como un connotado manjar.
Es cierto que puede ocurrir que el pulpo salga mal y sus lectores padezcan
una indigestión de época por haberse atragantado con cuentos
malos. No obstante, y es el motivo que nos reúne en tan descollante
recinto, hay que partir de una máxima irrevocable: Will Rodríguez
es un excelente cocinero
Pulpo
en su tinta y otras formas de morir es un libro que se paladea
de principio a fin, como si degustáramos la mejor cochinita pibil
jamás preparada. Es un volumen de relatos que halla esa vocación
beatífica exclusiva de unos cuantos que es el arte de narrar
por narrar. Will lo ha hecho, aunque suene ya a reiteración,
con la docta y fina sutileza de un gran chef. Por eso ha logrado momentos
sublimes como el de una prostituta que le roban, es robada y luego,
se sabrá de antemano, es atropellada, o el de aquella mujer de
tetas amoratadas porque le daba de mamar a un jaguar bebé. Esos
soplos gráciles son de una sublimidad rotunda que, entre otras
cosas, desanida las almas y hace pensar de nuevo en las cosas de la
vida que nos estamos perdiendo.
Así, entre la lobreguez y la fruición, se empieza a construir
el volumen: entrando en la narración de las soledades y sus cortes
transversos. Porque los personajes del Pulpo son personas insanas,
miserables de balazo en la sien y sólo los momentos celestiales
evitarán que sus historias den el último giro a la fatalidad.
Los personajes de Will engañan al ataúd. Está por
ejemplo este cuento del hombre que llega al departamento de su ‘amante’
y antes de tocar el timbre lo ve desde afuera preparando la cena. Entonces
decide observarlo un rato mientras cocina. Así, mientras el hombre
de adentro rebana con delicadeza una berenjena, el de afuera comienza
a excitarse y se masturba. Y los movimientos en el pene son, por supuesto,
directamente proporcionales al desgajamiento de la berenjena, a la que,
dicho sea de paso, siempre hay que desflemar. El cocinero desflemaba
mientras el otro descremaba.
La gratuidad por tanto de esta escena es inexistente, pues Pulpo
en su tinta es un libro también sobre la masturbación.
Conté por lo menos a cuatro personajes que lo hacen, uno de ellos
ocho veces en un día. De esos relatos mi favorito, por supuesto,
es el del panteón. Un hombre observa a un desconocido en un cementerio.
Sin preámbulo se acercan y se besan con salvajismo; después
se la chupan mutuamente y se vienen sobre una tumba. Terminado el affaire,
el hombre se retira a la cantina de al lado y pide un ‘Vuelve
a la vida’ (esta imagen no sólo es sorpresiva sino que,
perdón por la hipérbole tan convencional, es perfecta).
El hombre, tomando su cerveza, ve que el cuidador del panteón
lo está cerrando. Entonces se levanta para decirle que todavía
hay alguien adentro. El cuidador dice que sí, pero que no se
preocupe porque esos no se levantan. El cuento hubiera sido magistral,
y no es una crítica infundada sino el reclamo de un lector amigable,
si terminaba ahí. Sin embargo, tiene un final sobrante que atenta
contra la tensión previa que tan sapientemente se había
logrado. El texto se llama ‘Panteón San Rafael’.
Y dicho sea de paso, y sin pretender faltarle al respeto a nuestros
amigos que yacen allá afuera con todo el derecho de descansar
en paz, si pensamos que el Pulpo es un libro con una escena
en la que un hombre eyacula sobre una tumba, no creo que sea una extravagancia
presentar un libro en un semen-terio.
Will Rodríguez ha escrito un libro que nos recuerda las minucias
de la vida y su potencia emotiva a pesar de su aparente postración
o intrascendencia. Son relatos de vida cotidiana que aspiran a ser estampas
fulminantes de lo que ocurre alrededor y se pretende que no sea olvidado.
El Pulpo, pues, inicia el movimiento de sus tentáculos
y nos habla de un extraterrestre al que los habitantes de un pueblo
le dan caza; al llevarlo a la plaza principal, el presidente municipal
les dice que son unos pendejos porque acaban de matar a un tapir. También
está la historia maravillosa de la sirena que despierta un día
con piernas y no le queda otra más que terminar bebiendo en la
barra de un bar. O bien la pirotecnia fantástica de la droga
del sueño y sus consecuencias fatales; al respecto, y me disculpo
de antemano porque es una duda de deformación profesional, no
sé si Will estaba pensando en la máquina de los sueños
que aparece en Hasta el fin del mundo, la película de
Wim Wenders, y lo pienso porque en una parte del libro se menciona al
cineasta alemán.
Es hora ya en que el Pulpo se ha paladeado y digerido; es hora
también, y hay que saberlo a conciencia, en anhelar que esas
otras formas de morir no vengan de una suculenta indigestión
que en lo sucesivo haga de este lugar nuestro hábitat natural.
Lo único bueno es que nos ahorraríamos la carroza.
*Texto leído en la presentación
de Pulpo en su tinta y otras formas de morir de Will Rodríguez
en el Panteón 20 de Noviembre de Tlalpan, el 10 de noviembre
de 2007.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Carlos Antonio de la Sierra. Narrador y ensayista.
Es Licenciado en Estudios Latinoamericanos y Maestro en Literatura Iberoamericana
por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM);
asimismo, es candidato a Doctor en Literatura Comparada por la misma
universidad. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores, del
Fonca y del Foeca de Morelos. Su trabajo ha aparecido en varias antologías
y en numerosas revistas y periódicos tanto de México como
del extranjero. Entre sus libros están Cuentos de cuarto
de baño, Bajo el volcán y el otro Lowry, El narrador latinoamericano
como ensayista y La última tempestad. Shakespeare y
América Latina. Es maestro de la Facultad de Filosofía
y Letras de la UNAM, Casa Lamm y el Instituto Cultural Helénico.
En mayo de 2004 fue incluido por la revista Día siete entre los
mejores narradores mexicanos contemporáneos.