Para J.R. por el Éter
Sucedió en junio. Orestes me
invitó a salir. Prometió que rescataríamos los
viejos tiempos en tan sólo una noche. Acepté y nos quedamos
de ver en el San Patricio. Al café también acudieron Protágoras
y El escritor reconocido (cuyo nombre por respeto tengo que omitir).
Teníamos meses sin vernos. Protágoras había estado
largos días hundido en la creación de un software para
Wal-Mart. El escritor había estado en una ciudad del sur investigando
qué tipo de sustancias alucinógenas contiene el mezcal.
Orestes tenía meses que acababa de regresar del Distrito Federal
después de haber terminado una especialidad en Herbolaria.
Al terminarnos el expreso cortado,
Orestes nos habló de un polvo maravilloso que vendían
en su pueblo (un sitio de pocos habitantes que queda a media hora de
donde nos encontrábamos). Platicó con fruición
los múltiples efectos que provoca y nos invitó a comprar
un par de bolsitas de droga. Nos portamos ajenos. Las historias de Orestes
eran: al probar el polvo te sientes en otra galaxia y con un traje de
astronauta, por primera y única vez te das cuenta que no eres
humano, todos tus sueños frustrados se hacen realidad, te puedes
convertir en canguro, te dan ganas de ponerte unos guantes de boxeo
y darle sus madrazos a la pared. Al probar ese polvo descubres que todo
es una mierda y que la sonrisa se convierte en lágrimas.
El escritor reconocido (cuyo nombre
por respeto tengo que omitir) aclaró que la droga le sonaba de
baja estofa, quizá por el nombre. Orestes explicó que
la sustancia no tiene comparación alguna con otras drogas que
él mismo nos había recomendado años atrás
y que después de comprarla nos daríamos cuenta de por
qué lleva ese nombre. Yo la había escuchado mencionar
en fiestas de mis alumnos y en alguna ocasión me vi tentado a
pedirles que me dieran a probar.
Después de un rato, Orestes terminó por convencernos e
informó:
-Se llama La receta del perro negro
Ninguno se opuso a ir a comprar un
gramo. Ni yo, a pesar de que la batería de mi carro estaba fallando.
Pagamos la cuenta y fuimos por mi coche. Compramos cervezas y dimos
la acostumbrada vuelta por el centro: pasamos por la plaza Goitia, Los
Portales, Catedral y el Hotel Emporio. Seguía lloviendo. La gente
había abandonado los sitios de interés de la ciudad. Bebimos.
Platicamos de asuntos como trabajo, literatura, política, universidad,
cuentas bancarias, el monopolio OXXO y Extra, la historia del niño
que los ojos se le convirtieron en lámparas por leer diez libros
al día, la Web y el software.
A las tres de la madrugada nos dirigimos a comprar más cervezas.
Orestes nos insistió en que era la hora perfecta para ir por
La receta del perro negro. Las cervezas nos habían acelerado
el pulso de la alegría. Hacía falta euforia. Me salí
del centro para tomar la primera vía que nos llevara al pueblo.
El viaje duró, gracias al Ten de Pearl Jam y al Dímelo
con mímica, menos de una hora, a pesar de que la lluvia
se trocó más agresiva y la carretera estaba llena de camiones
de doble remolque.
El pueblo de Orestes es pequeño. Es un valle en medio de dos
cerros. Su arquitectura y su sistema vial están desorganizados
y las calles suelen inundarse cuando llueve. El lugar es triste. Pareciera
que por eso la gente no sale a sus calles. Cuando cruzamos el anuncio
Bienvenidos al Pasote, Orestes pidió que doblara a la derecha
el vehículo, como si me dirigiese a su casa, pero en lugar de
ir a la calle de siempre, pasara un tope del tamaño de un poste
acostado y girara el volante a la izquierda, donde está una casa
de fachada despintada y con grietas que asomaban el adobe. Por último
indicó que le bajara el volumen al estéreo, que apagara
las luces del carro y explicó sigilosamente:
-¿Ven al perro negro que
está allí enfrente? Sí, abajo del poste como
si estuviera esperando a alguien. Ah, pues él será
nuestro guía
Nos reímos de Orestes. Comenzaba
a sentirme borracho. Pensé en mentarle la madre y pedirle que
se bajara del vehículo antes de que le partiera la cara. Cuando
el perro se acercó a nosotros subiendo sus delgadas patas a mi
puerta y sus ojos brillantes como platillos espaciales en el universo,
me tragué las palabras. Se trataba de un perro Collie, desnutrido,
desdentado, de estatura promedio y color café. Se bajó
de mi puerta y caminó y movió la cola frente al carro.
-Síguelo- dijo El escritor
reconocido (cuyo nombre por respeto tengo que omitir).
-No, no lo presiones, deja que se adelante un poco más. No
debe saber que lo estás siguiendo. Hay que saber actuar en
el momento preciso para no estropearlo-explicó Orestes.
Metí el embrague parsimoniosamente
después de que el animal se retiró cerca de diez metros
de nosotros. Encendí los cuartos de luz para no estrellarme contra
algo o caer en un bache y atascarnos. Me vi en dificultades cuando se
me atravesaron topes como los de la entrada y cuando el perro cambiaba
de dirección espontáneamente o se detenía para
rascarse la entrepierna. Luego de un rato que nos trajo dando vueltas
por calles desconocidas, que orinó debajo de un árbol,
regresó al poste donde lo vimos por vez primera, ladró
como si hubiera dicho la palabra mundo y se acostó. Orestes nos
pidió el dinero para comprar la sustancia y se bajó del
carro. Alcancé a ver por el retrovisor que el rostro de Protágoras
y del Escritor reconocido (cuyo nombre por respeto no quiero mencionar)
delataba su ebriedad. Orestes se perdió junto con el perro negro
en la siguiente calle y después de un par de minutos regresó
con una sonrisa que delataba sus prematuras patas de gallo. Al unirse
a nosotros, Protágoras le dijo, con voz pastosa, que nos había
hecho gastar gasolina sólo para sacar sus traumas reprimidos
de que nunca había tenido un perro de niño y que le encanta
jugar con ellos cuando está ebrio. Los demás no hicimos
comentario alguno y antes de que el silencio de la noche nos provocara
sopor, tomé rumbo a un lugar propicio para inhalar el polvo.
Luego de haberme estacionado en sitios que les parecieron inadecuados
para nuestra maniobra, terminamos afuera de la casa de Orestes. Abrimos
las últimas cervezas, encendí la luz interior del carro
y nuestro guía comenzó a moler el polvo encima de un libro
de violencia intrafamiliar que había olvidado en la guantera
mi exmujer.
A todos se nos hizo agua la nariz, como se reza en la periferia de esta
ciudad. Tanto tiempo sin sentir esa delicia subiendo por tus fosas nasales
para explotar en tu cerebro te provocaba desear hasta los desenfrioles.
Orestes dividió la primera bolsa en cuatro surtidas líneas:
una para cada uno. Al aniquilar esa dosis abriría la segunda
bolsa, era el acuerdo de siempre. Se la pasó a Protágoras
para que le diera el primer jalón. Se estaba durmiendo y como
conductor no quería que cerrara ni un párpado: el regreso
a la ciudad se tornaría largo y el Escritor reconocido (cuyo
nombre por respeto no quiero mencionar) no acostumbra a entablar conversaciones
largas.
Protágoras enrolló parsimoniosamente un billete de doscientos,
lo colocó en su fosa nasal y puso el libro con el polvo cerca
de su nariz. Arqueó la ceja antes de hacer la absorción
y estornudó. La droga terminó encima del abrigo de Orestes
y encima de los asientos del carro. Todos guardamos silencio. Ninguno
supo si era bueno reclamarle. Un geek como él no tiene mucha
experiencia en este asunto. Sólo Orestes se atrevió a
decir que si hubiera cometido esa imprudencia con una banda de atascados
en lugar de con nosotros, le hubieran puesto una madriza, como le había
pasado a él en el Distrito. Comenzaron a discutir.
Le pedí la última dosis a Orestes para picarla. Lo hice
de nueva cuenta sobre el libro. Orestes sacó un popote de su
abrigo y pidió darle primero. Se la detuve para que inhalara
cómodamente y, cuando la tuvo cerca, estornudó. El polvo
terminó sobre mi cara y chamarra. Tanto tiempo quemado en ensanchar
sus narices con todo tipo de sustancias y aún no saber controlar
los estornudos, era una pendejada, dijo El escritor reconocido (cuyo
nombre por respeto tengo que omitir). Orestes inclinó la cabeza
y no quiso hablar. Yo aún traía un par de billetes en
la bolsa. Les propuse ir por un par de cervezas y dejar el polvo para
otro día. Al intentar encender el motor del coche no dio marcha…
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Joel Flores. 1984. Zacatecas, México.
Narrador. Durante el año 2002 al 2004 fue parte del consejo editorial
de la revista Finisterre (Beca Edmundo Valadés a Revistas Independientes).
Sus cuentos y crónicas han sido publicadas en Acento, de La voz
de Michoacán, Barca de Palabras, La cabeza del moro, Espiral,
Prisma volante, Homines, La Agenda Cultural; y en Son de marzo (Antología
de Escritores Jóvenes editada en Guanajuato). Su trabajo ha merecido
los siguientes premios y apoyos: La Beca del Fondo Estatal para la Cultura
y las Artes del Estado de Zacatecas (FECAZ 2004-2005), la del Fondo
Nacional Jóvenes Creadores (FONCA 2006-2007) y el tercer lugar
en el IX Concurso Nacional e Iberoamericano 'Leamos la Ciencia para
Todos' 2005-2006. Actualmente trabaja en dos libros de cuentos: Simulador
y Relatos reales. Y habita en www.bunker84.blogspot.com.