Escribo para ti. Para los días en que estás ausente y
no hay noticia del regreso. Te traigo a casa con palabras. Y las cuatro
paredes del estudio se derrumban, se me vienen encima. Y todo está
muerto. Los muebles de maderas húmedas: cadáveres fermentados
por el amoniaco. El piso deslucido. El reloj corriendo su segundero:
una vena que se desangra. Los esqueletos de las flores tirados en el
jardín. Basta escuchar los goznes de las puertas de la cocina
al rechinar. La angustia se yergue como un muro de sal en mi garganta
y luego un nudo. Un nudo grueso, áspero, que me ahoga. La casa
es un acantilado y me precipito a su vacío. Caigo y tus palabras
me ciñen, mariposas calcinadas que no amortiguan mi descenso.
El impacto de mi cuerpo contra el lago es sordo. Estoy en el fondo.
Dentro todo es frío, el frío dentro de un ataúd.
El agua colma mis pulmones. Con esfuerzo me incorporo para tomar aire.
Te descubro de espaldas. Frente a ti hay un bosque de grandes árboles,
un horizonte oscuro, de neblina adensada, un largo camino para alcanzarte.
Te marchas. Veo tu espalda como se ve la envidia y la arrogancia y la
soberbia. Yo anclada al lago y tú en la orilla. Sigues sin mí.
Nado para seguirte, los ojos ya no alcanzan a mirarte. Mis miembros
se congelan. Grito, y los gritos se ahogan en mi tráquea.
Escribo
para ti y las horas se convierten en navajas que surcan mi carne. Lento,
detenidamente me desangro. Y también detenidamente pasa la noche
y todo es angustia. Una angustia como si se nos hubiera muerto un ser
querido y su cuerpo se estuviera corrompiendo en esta casa. La sensación
de que estás por cruzar la verja me invade. Recojo la persiana
del estudio, para que entre el aire a esta habitación; la luz
de los faroles cala en mis ojos. Decido esperar frente a la ventana.
Las gotas de la lluvia se desploman ante mis ojos. Afuera hay ruido.
Un ruido provocado por los transeúntes a toda prisa, la velocidad
de los automóviles, sus ruedas, la sirena de una patrulla, el
viento que mueve el tronco de los árboles y el televisor del
vecino apaciguando su soledad. Hay un par de hombres cerca de la verja.
Parece que esperan a alguien igual que yo. O no es así, quizá
sólo están pensando en cómo refugiarse de la lluvia.
Tal vez también te esperan a ti porque son tus compañeros
de trabajo. Me duele la cabeza al pensar en estas posibilidades y otras
tantas.
Pasa otro hombre frente a ellos. Lo
rodean, intercambian palabras que no escucho, lo avientan, forcejean
y vuelven a aventarlo hasta que cae al piso. Desde la ventana no puedo
saber si son conocidos, si están jugando. Seguro es un pleito
callejero. Está oscuro. El puño de uno de los hombres
brilla como el cobre y se entierra en el abdomen del que golpean. Luego
escucho un alarido agónico que parte el silencio. Un pistoletazo.
Un metal golpeado contra el suelo. Que se maten, pienso, todo lo que
hay afuera de esta casa es mentira. Pero el alarido me sorprende, huyo
del letargo y retrocedo.
Me vuelvo a hundir en la angustia, como si encima de mí estuviera
un bulto de arena y no pudiera levantarme, con el sudor en la frente,
las amígdalas hinchadas y la lengua tronchada. Y sobra decir
que escribo para ti, después de que el mundo se me ha caído
en pedazos y recojo las cuencas para reconstruirlo. Aunque a nadie le
importa lo que una mujer como yo pueda hacer con su diestra, escribo.
Escribo para erigir con palabras y palabras el puente que te traerá
a casa. Aunque sea por instantes y prometas volver la siguiente noche,
sólo a llenar un espacio de mi cama. Y por la mañana te
vistas con premura porque tienes mucho trabajo, debes viajar con urgencia
y las excusas sobren y hables y hables pidiendo que yo también
me vista, para despedirte con un beso fuera de casa.
Quisiera besarte hasta arrancar tu lengua y tragarla.
Mi vida se detiene después de que subes al vehículo. Me
encierro de nuevo en esta prisión de puertas, de muros, de habitaciones.
Y me convierto en la muñeca de ropas raídas, que vive
en un armario abandonado, en la cautiva del viejo castillo, un árbol
que se aferra a echar sus raíces en la cama y se deshoja con
el tiempo.
Me he acostumbrado a que sólo vengas de noche.
Has llegado. Escucho el cobre de la llave penetrando el metal de la
chapa. Suspiro. Mi corazón comienza a descongelarse. Los goznes
de la puerta rechinan. Caminas rumbo a la cocina. Estás aquí,
cerca de mí, en el mundo que hemos construido. Puedo sentir tus
pasos, rescoldos que vuelan junto al aire y llegan a mis piernas, a
mi vientre. Puedo sentir tu respiración, el aspirar de tu nariz
en mi espalda. Después cruzarás la puerta del estudio
donde te escribo esta carta y te asiré con mis brazos y te hundiré
en mi pecho y navegaré en tu cuerpo hasta memorizarlo. Hasta
que mi lengua marque un mapa de tu frente a la punta de los pies y mi
espalda se aglutine a tu abdomen y mi pelvis a las sábanas y
cierre los ojos y desaparezca de esta habitación, de esta casa,
de esta ciudad, de este cielo, del mismo cosmos, de la misma vida, hasta
que tu tranquilidad me haga convertirme en pez, en roca, en veneno.
Escucho tus pasos, sinuosos, detenidos, casi torpes. Podría decir
que a la expectativa de recibirme o de que piensas que no estoy, que
me cansé de las promesas, los obsequios. Que ahora estoy en otra
ciudad, en otra calle, en otra casa y dejé esta carta para que
supieras que el corazón se me estaba ahogando. Estás en
la cocina. Vienes empapado. Se oye cómo se escapa el agua de
tus zapatos, cómo rechina la suela contra el piso, cómo
giras en tu propio eje y te desesperas porque no he ido a recibirte.
Alcanzo a escuchar, también, cómo caen las gotas de tu
ropa al suelo. Y tiemblas y respiras agitado. Corriste para evitar la
lluvia. Abres el refrigerador y buscas algo de comer. No hay nada. No
importa. Estás aquí. Y me sacarás de esta casa
abandonada aunque sólo sea cuando cierro los ojos. Abres la alacena
y revuelves los cubiertos. Ruido de metales y aluminio. Hurgas con precaución,
como si estuvieras tomando algo que te es ajeno.
Eres tú. No quieres despertarme, pero estoy despierta, como una
estatuilla en un templo, un ave blanca en su campanario. Siempre llegas
con hambre. Seguro quieres que cocine algo. Por qué esta vez
no me buscas tú. Estoy perdida en un bosque, detrás de
los árboles, desnuda.
Sigues caminando. Has entrado a nuestra alcoba. Lo has descubierto,
no estoy envuelta en las sábanas de la cama. Gruñes mientras
te diriges al estudio. Traes un par de rosas en tu diestra. Tu sombra,
antes de cruzar la puerta que me aprisiona, lo delata. Se ha hecho costumbre
encubrir las mentiras con obsequios, resolver los problemas con obsequios.
Vienes vestido diferente. ¿O los pasos que has dado de la cocina
a mi habitación y de la habitación al estudio te han vuelto
distinto? Quisiera cerrarte la puerta y separar mi mundo del tuyo, salir
corriendo de esta casa, huir a otro lugar sin detenerme siquiera a mirar
atrás, correr hasta no sentir las piernas y perder los sentidos
y encontrar un refugio, donde la lluvia lo permita, un refugio, donde
no esté más tu nombre. Pero estás aquí,
haciendo esta puerta a un lado, como si la misma puerta fuera un cuerpo
humano. Te acercas a mí mientras estoy de espaldas escribiendo
las últimas palabras que darán noticia de nosotros…
Es extraño, murmuró el ladrón a su cómplice,
la mujer recibió la hoja metálica como si esperara un
abrazo.
‘Si la lluvia lo permite’ es parte del
libro inédito de cuentos Simulador, próximo a
publicarse.
Fotografía: 'De negro', Sandra FLORES.
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